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El trillo de ratoncito

 

Por: Alberto González Rivero

 

 

Nuestro lenguaje ha detectado sabiamente los dos lados de la soledad.

Se ha creado la palabra soledad para expresar dolor de estar solo.

 

Paul Tilich.

 

A mis nietos Marlon David y Manuel Isaac.

 

Ratoncito, sin hacer ruidos, corría de un lado a otro del pasillo: significaba la compañía perfecta que yo buscaba.

Roía el alimento que encontraba a su alcance, desmenuzando cada mendrugo con sus paticas, luego cargaba para su agujero el resto. A veces lo comparaba con esos seres angustiados de buscar comida por los lugares más sórdidos de la ciudad. Y esa rutina del roedor me aproximaba más a él, por esa extraña solidaridad que nace entre los individuos de cloaca, aunque a los roedores les sobran razones para temer a los humanos.

En Ratoncito reparaba cada vez que trasponía el patio de mi casa; nunca lo vi salir a la calle, en ocasiones andaba husmeando por los visillos de la cerca, nunca fuera de su espacio vital. Al oír el claxon de un automóvil, se asustaba y volvía presurosamente a su madriguera.

Ratoncito conocía bien lo que era vivir en sobresaltos para asumir nuevos riesgos. En su escondrijo gozaba de cierta tranquilidad y de suficiente alimento para mantener su corazón y barriga felices. No sé hasta dónde tenía información de existencia de sus congéneres, pues era muy estricto en los límites territoriales, ajeno a la muchedumbre. Yo podía suponer algunos de los motivos de su forzado cautiverio, los chillidos estentóreos de los que malvivían en las callejuelas o alcantarillas urbanas, el temor de ser víctima de los felinos voraces, aplastado en plena calle o morir mugriento o de hambre…

Aquella tarde, en que leía sentado en la cama, decidí pegar el oído a las paredes, para ver si escuchaba algún susurro en la escasa acústica del refugio de Ratoncito, pero ni señal de nada, ni un suspiro, nada alarmante, lo ideal para mi soledad cada vez más visible por las ventanas del inmueble, si no fuera por la vasija a la que le cambio la flor de cuando en cuando o por las subrepticias travesías de mi solitario inquilino por el pasillo.

Un día de esos que tiende a olvidarse, hallé a Ratoncito escarbando escombros en las afueras de la cerca y pensé que había roto nuestro pacto de soledad, o tal vez pretendía abrir otras oquedades con el fin de hallar nuevos resplandores, porque a veces nos vamos fosilizando, muriendo a plazos entre tantos encierros o por la estática vegetación que suelo mirar a través de la ventana.

Aquella ruptura en las costumbres de Ratoncito me impresionó porque, hasta donde yo supiera, él no era un sibarita para andar en aventuras fuera de su laberinto, y si de adelantar su nicho se tratara, sería imposible vaticinar si solo los vivos conocemos de la primera muerte, y no sabemos si los idos a otros mundos ya lo saben. Un día despertamos de la abulia y nos volvemos argonautas detrás de tumbas y cementerios, incluso más iluminados en otras vidas…

Una noche de luna llena sorprendí a Ratoncito subido al barril de madera que estaba en el patio, y, pese a que me asombré de nuevo por ese desliz en el trillado comportamiento de mi vecino, opté por no interrumpir su inspiración poética.

Entendí que Ratoncito sostenía sus versos lorquianos con la misma pasión con que agarraba las migas de pan, y no era ninguna excentricidad suya, hay mucha poesía ingeniosa por descubrir.

Cuando cocinaba, no lo veía fisgonear por los rincones, pero miraba de reojo y me daba cuenta de que Ratoncito había perdido un poco su agilidad en la cacería de las esquirlas de carne que yo lanzaba por la ventana. No quiero ser agorero con mi amigo, porque al paso del tiempo, algunos vienen a desearte una pronta recuperación en cualquier morada del silencio, como si ellos mismos no apresuraran, con su fanatismo de la parca, su propia muerte.

Aquella mañana, cuando regaba el jardín y el alba caía con su tenue luz sobre el sembrado, encontré a Ratoncito muerto, tieso, justo al lado de la cerca, y si bien no gozo de espíritu sibilino en cuestiones mortuorias, era evidente que él estaba pasando por ese primer estadio de la muerte.

Lo noté mustio como esos jardines sin girasoles posibles, retrato de uno mismo cuando envejece, no era capaz de predecir si otras etapas fenecidas podían ocuparse de reencarnar a un simple mortal a la deriva, tanta peste que nos circunda, y no solo la de este, que ahora dicen que se murió ―la burocracia del lenguaje nos enluta más―, sino las que se vislumbra en el cada vez más visionario hedor de una humanidad llena de desesperanzas.

Ratoncito también pudo haber tenido un día malo como cualquier y lo observé tirado sobre una escombrera de vicarias blancas que él había tratado de rastrillar en sus últimos instantes a la luz de la luna.


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