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Exilio

 

Pseudónimo: Púrpura

 

—¡Señora! ¡Vengo a cobrar del kiosco! —grité después de tocar el timbre.

Yo esperaba que una vieja concheta me abriera la puerta cuando la muchacha más hermosa que había visto en mi corta vida aparecía como enviada del cielo con sus dos dedos en “V”.

—Mamá no me dejó plata, ¿podés pasar más tarde? —me respondió y no dejé de pasar con cualquier excusa todas las veces que pude.

Era el verano del 73 cuando sin querer queriendo me fui enamorado perdidamente de Noemí. Yo hacía la ronda repartiendo diarios con mi bici por el barrio residencial de Ezeiza y ese encuentro fortuito había inoculado el veneno más maravilloso por mis venas.

Mi viejo era “gorila” según se autodefinía sin vergüenza. Yo no comulgaba con ninguna idea política a pesar de leer los periódicos todas las tardes al finalizar mis tareas. Mi único objetivo era juntar guita para irme a vivir a los Estados Unidos, u otro país del primer mundo, para poder huir del agujero donde me sentía atrapado.

—¿Te gusta la menta granizada? —le improvisé a Noemí obnubilado por su mirada en una de mis recurrentes visitas.

—¡Me encanta! —me contestó con esa pícara actitud que me hipnotizaba.

—¿Conocés la nueva heladería que abrieron en la avenida? —le pregunté y así fue la sutil manera en que endulzamos aquellos días repletos de pasión y cucuruchos.

No había tarde que no pasáramos por el telo de la vuelta donde me hacían rebaja a cuenta de las revistas viejas que le dejaba al conserje.

Noemí estaba en primer año de Filosofía y yo no tenía claro cuál sería mi rumbo y menos mi destino. Noemí me decía que pertenecía a la JP, yo solo pertenecía al club de mis amores, el Pincha. Ella siempre me traía algunos libros del Che o de Marx, para que me cultivara, para que pudiera entender la revolución, para que me comprometiera, pero yo prefería leer a Patoruzito.

Una tarde de junio luego del helado de menta granizada y del sexo vespertino, me dice con sus dos dedos en “V” y una sonrisa que le explotaba en la cara:

—¡¡¡En diez días viene el Pocho!!!

—¿Qué Pocho? —le contesté confundido.

—El Pocho, el General, Juan Domingo, el que nos va a salvar de toda esta mierda —me dijo más que entusiasmada.

Yo no entendía por qué ese salvador cambiaría algo, porque podría sanarnos a todos de esa enfermedad que según mi padre se llamaba “Argentinitis”. De todas formas, yo aceptaba sus ideas tanto como las de papá. Yo estaba enamorado de ella y de sus convicciones, de sus utopías, ella era una militante y yo militaba por su amor.

Esa mañana, la pasé a buscar por su casa. Ese día sería una fecha histórica, Perón estaba volviendo a la Argentina después de su exilio del 55. Noemí estaba al borde de las lágrimas mezcla de emoción y de alegría. Se acomodó en el caño de la bici y nos fuimos pedaleando bien temprano para conseguir las mejores ubicaciones. Ella había preparado unos sándwiches de milanesas para cuando el hambre nos atacara. Iba a ser el picnic perfecto aunque mi viejo me había advertido que no era una buena idea ir a ese evento.

Nos dirigimos al cruce de la Richieri con la ruta 205, justo donde está el puente El Trébol. Al llegar ya había como mil personas agolpadas cerca del palco. En el fondo había unas fotos de Evita y de Perón gigantescas con una bandera Argentina que los separaba. Yo acomodé la bicicleta contra un poste de luz y le puse la cadena con el candado. Caminamos como trescientos metros para estar aún más cerca y no perdernos ningún detalle. Ella quería escuchar las palabras de su líder, era lo único que había añorado en su vida. Unos tipos trajeados subían y bajaban del escenario dando instrucciones por walky talky. A la media hora, como saliendo de un hormiguero infectado, empezaron a llegar multitudes de personas esgrimiendo banderas enormes. Montoneros, ERP, FAR, JP venían como malones por la autopista, otra cantidad no menos importante representados por los sindicatos y la CGT venían por el lado del Hospital de Ezeiza. Todas las agrupaciones parecían querer copar posiciones bien cerca del palco para poder ser vistos y mostrarle su poder de convocatoria al General. Desaforados, cada grupo, vitoreaba en los cánticos sus consignas. De fondo, se podía escuchar la marcha peronista por los parlantes. De vez en cuando se escuchaba un acople producido por los micrófonos en la prueba de sonido.

Si me lo hubiesen contado yo hubiera dicho que era una historieta armada por la izquierda revolucionaria o por la derecha recalcitrante, pero no… no fue una historieta, yo la viví en carne propia. Ya no había lugar por donde caminar. Estábamos empastados en una masa humana. Al llegar a la estrofa “todos unidos triunfaremos” me pareció escuchar un estruendo, primero pensé que era un rompeportones… una bengala, pero al instante pude ver cómo un tipo de anteojos negros se sube al escenario con un fusil en alto y empieza una balacera que nos obligó a salir agachados para salvar nuestras vidas. Todos a nuestro alrededor huían agazapados, pude ver sangre en algunos jóvenes tendidos en el pasto. Estaba aterrado y la marchita no dejaba de sonar. Un montón de monos con chumbos subían al escenario para cantar por el micrófono que acoplaba sin parar. Pude ver cómo subían gente al palco de los pelos como si fueran muñecos. Las balas iban y venían por todas partes. Yo quería recuperar mi bicicleta y rajar cuanto antes de esa locura. Debía recuperarla o tendría problemas con el dueño del kiosco, era mi herramienta de trabajo. Noemí lloraba y puteaba a los del palco como si le hubieran violado a la madre. Yo solo quería salir de ahí, esquivar las balas y ponernos a salvo. Estábamos en medio de un tiroteo sin comerla ni beberla. En medio del bardo pudimos llegar al poste de luz donde habíamos dejado a la bici encadenada. Estaba sin ruedas, la habían roto con saña ya que no se la habían podido afanar entera. De milagro pudimos alejarnos de la multitud, aunque los disparos se seguían escuchando pasar muy cerca.

Acompañé a Noemí a la casa y ahí nos enteramos de que el general no iba a aterrizar en Ezeiza por su seguridad. Al llegar a mi casa, el corazón me salía por la boca. Mi viejo me miró y solo hizo un gesto que no podré sacar jamás de mi cabeza.

—¡Argentinitis! —me dijo y apagó la radio.

Pasé varias semanas encerrado en mi cuarto después de aquella experiencia traumática hasta que un día tomé coraje y fui a ver a Noemí. La extrañaba. Toqué el timbre y después de varios minutos desde el balcón se asomó una señora.

—¿Qué busca? —me dice asustada.

—¿Está Noemí? —le pregunté con la ilusión de volver a verla.

—¡No! Esa familia ya no vive mas acá, ¡se mudaron! —me contesta, se mete para adentro y baja la persiana.

Volví a tocar el timbre varias veces con insistencia, pero ya nadie salió a contestarme.

Nunca la volví a ver. Las noticias de la prensa mostraban un falso optimismo, escuchaba cosas raras de una agrupación a la que llamaban triple “A”, de organizaciones que el Pocho había echado de la plaza de Mayo y mucha muerte. Hubo tiempos oscuros… muy oscuros.

Sentí que mi país me expulsaba como un dragón que expulsa su fuego. Todo fue para peor hasta que tuve la suerte de juntar lo suficiente para mi pasaje. Me pude ir a vivir a lo de un amigo que ya había hecho cabeza de playa en España. Hice de todo, lavé copas, fui mozo, vendí bishuteri y a pesar de todo sobreviví, prosperé, formé una familia y tuve una hija a la que llamé Libertad.

Quizás en Argentina no hubiera tenido la misma suerte. Siempre me quedé con esa espina. Nunca más supe qué había pasado con Noemí y su familia. Nunca supe si se había exiliado como yo, o si había sido una más de la lista de desaparecidos. En esa época pocos tenían teléfono y no había celulares, la urgencia sin duda había hecho que nuestras vidas se separasen para siempre. Cuando recuerdo ese día se me pone la piel de gallina, pero cada ver que veo a alguien me muestra su mano con sus dos dedos en “V” siento el dulzor de la menta granizada correr por mi paladar.


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