Cuándo los personajes de tus
cuentos exigen libertad de expresión.
Seudónimo: Fósil.
Desde hace un par de meses los personajes de mis cuentos me
atormentan. Han formado un sindicato y exigen el derecho a la libre expresión.
Quizás fue mi culpa, por comprar un libro que detallaba los derechos
universales del ser humano o por ubicar el televisor frente al librero y dejar
los noticiarios internacionales.
La multitud enardecida me rodeó extendiendo sus brazos,
patas y protuberancias en señal de linchamiento. Malagradecidos, acaso olvidan
quién los creó, les grité enfurecido mientras bebía una taza de café mezclado
con chícharo. Queremos hablar por nosotros mismos, decir al mundo lo que
pensamos y sentimos, dijo el que parecía ser su líder, un loco que se creía
árbol con aguacates maduros como testículos.
El oficio de escribir cuentos tiene sus reglas y la
principal de ellas es no decir de más. Imaginen que permitiera desahogarse a
sus anchas a cada uno de los personajes atormentados por la crisis
socioeconómica interna. Mis cuentos se transformarían en novelas monumentales.
No, nunca lo permitiré. ¿Qué sería del mundo si Dostoievski o Capote hubieran
permitido a sus asesinos declamar sus postulados al libre albedrío?
La primera discusión fue con un grupo de personajes
antisociales. La demanda pacifica se acaloró y los amenacé con borrarlos para
siempre de mis obras, o refugiarme en el bloqueo del escritor. Una roca que se
creía ave flotó frente a mis ojos con la ligereza de un globo aerostático y
soltó un ruidoso eructo. Sabemos que no existen países sin individuos ni
cuentos sin personajes, me dijo la bola pétrea de alas transparentes y los
amotinados se carcajearon. Desagradecidos, les grité con un nudo en la
garganta. Les he formado y ahora quieren cambiarlo todo. ¿Después qué desearán:
mi puesto, mi mujer, mi salario, mi hogar?
Mi perro, con ladridos y mordiscos, los ahuyentó de vuelta
al librero. Pensé en pedir ayuda policial pero con mis antecedentes depresivos
corría el riesgo de ser internado en el hospital psiquiátrico más cercano.
Sin apetito, me comí una bola de yuca, mientras meditaba
sobre lo peligroso de la situación. La rebelión era peor que la inflación, la
migración o la escases de alimentos. Cómo podría convencerlos nuevamente. Los
personajes habían envejecido al igual que sus libros y no veían futuro entre
aquellas hojas marchitas y con olor a cucaracha.
Miles de ojillos brillaban entre los libros a la espera de
que mi perro guardián se durmiera. Pensé que las protestas se solucionarían con
un par de promesas pero estaba equivocado. De nada valió prometerles una
reparación del librero o una limpieza de
los libros.
Las exigencias de los amotinados comenzaron una noche de
apagón, mientras cavilaba, acostado en la cama, sobre los personajes de mi
próximo cuento titulado: De balsas a aviones. Quería hacer una obra que resumiera
la historia de Cuba en veinticinco líneas. De pronto, una voz gritó en la
oscuridad: Parco. Dejé de abanicarme con el trozo de cartón y me senté en el
borde de la cama, para atisbar a mi agresor en la negrura de la noche.
Hasta la salida del sol, la misma palabra fue repetida
cientos de veces, por seres de distintas edades y sexos. La vejiga casi me
revienta pero evité ser asaltado camino al baño. Fingí ser una estatua pero un
enjambre de mosquitos me agujereó las piernas. Salté, chillé y me rasqué hasta
que brotó sangre de mi piel.
Cientos de risitas retumbaron en la oscuridad. Prendí la
luz y los invoqué. Los personajes descabezados, carcomidos y desmembrados salieron
de las sombras a exigir el derecho a la libre verborrea. Las víctimas inacabadas
de mi imaginación cuestionaron mi lógica y mi capacidad para entenderlos. Vivían
en el fango, en la inmundicia, en la insatisfacción. ¿Acaso dejó de amar
Frankenstein a su creador?, les pregunté, sin dejar de arrascarme las piernas y
un llanto intenso brotó de sus bocas, agujeros y apéndices.
Luego acudieron los niños hiperquinéticos, las mujeres
indomables y los ancianos embalsamados de manos inquietas. El grupo
especializado en destrozar la paciencia y descontrolar a las familias en las
horas más felices. Taponé mis oídos por el llanto de chicharra de los pequeños
y asentí sonriente la cháchara superflua de las amas de casa. ¿Acaso el llanto
y la risa no son los idiomas universales de la congoja y la alegría? ¿Qué mejor
discurso que una mala palabra?, les dije con un lazo alrededor de mi cuello. ¿Quieren
que desaparezca? El chantaje emocional volvió a funcionar y se marcharon
cabizbajos, bebiéndose las lágrimas con sabor a polillas y ajos.
Basta, susurraron otros seres desde detrás de las
estanterías. Miles de personajes resentidos, animados e inanimados, exigían su
turno. Acaso te crees Dios, vociferó un diablillo de ojillos chispeantes como
ascuas. Sí, yo soy tu creador, le grité enfurecido y una avalancha de seres
extraterrestres y fantasmagóricos chocó contra mis piernas. Masas amorfas atestadas de dientes y ácido; sombras
y espíritus, con silbidos y gorgoteos imposibles de descifrar. El perro se
ocultó debajo de la cama y me subí sobre una butaca armado de una escoba. ¿Y
ustedes que exigen si ni siquiera la lógica les dio el arte de la elocuencia?,
les grité y se marcharon rugiendo, arañando y defecando por doquier.
Como periodista era criticado por mi estilo breve y
conciso, sin embargo, la mayoría de los lectores elogiaban mi poder de
síntesis, mi capacidad para comprimir la historia de la humanidad en una sola
línea si me lo proponía. Me especialicé en contar historias del periodo
especial cuando los seres humanos se transformaron en fieras. Ahora los
personajes de mis narraciones se volvían contra mí, hastiados de su falta de
protagonismo en un país dominado por la escasez, la angustia, la locura y la
desesperanza.
Los seres reales soñaban con mundos de fantasías y los
habitantes de los universos mágicos deseaban poseer los derechos de la vida
real. En mis sueños aparecían alargadas figuras sin rostros, cargando en lo
alto de sus brazos a seres que nunca les permití hablar ni una sola palabra.
Carteles de distintos tamaños, con letras de colores, exigían el derecho a la libre
expresión. ¿Para qué quieren el poder de la palabra si no poseen cuerdas
vocales ni labios ni lenguas?, les pregunté. Es nuestro derecho a volar,
escribieron en los carteles colgados de sus cuellos. Ingratos, si cumplo sus
exigencias aburrirán a los lectores y morirán olvidados, les dije. Solo
queremos tener los mismos derechos que nuestro creador, respondieron a coro.
¿Acaso no quieren ser releídos por la eternidad?, les pregunté. No, solo
queremos volar, reescribieron en sus pizarrones.
Nunca pensé que entraría en conflicto con los personajes de
mis cuentos, ellos son mis hijos, los únicos a quienes confió mis pensamientos
más profundos. ¿Quién ha visto a un monstruo parlanchín o a un animal con la
verborrea de platón?, los increpé desde mi cama.
Sus reclamos eran inconcebibles y descabellados, pero a los
seis meses de huelga cedí a sus demandas
ante la posibilidad real de enloquecer por la falta de sueño. Día y
noche soporté el estruendo de enormes trompetas en mis oídos, competencias de
saltos sobre mis glóbulos oculares y hasta orgías interraciales sobre mi
barriga.
Desde el acuerdo, me levanto antes de la salida del sol y
escribo un par de monólogos para ellos, con la condición de que me permitan
escribir un microcuento de tema libre una vez al mes.
Al final comprendí a mis personajes. Poseen una vida breve,
en un mundo de escasas palabras y poca acción, donde, en el mejor de los casos,
únicamente pronuncian interjecciones. No poden elegir, ni opinar, ni volar.
Ayer le escribí un monólogo al hombre que nació y murió en
una cola, al campesino que recitaba de memoria las capitales del mundo y nunca
viajó fuera de su aldea y a la hoja de papel que nunca se doblegó ante la
tinta.
Podría escribir cuentos sin personajes, pero serían
insípidos y sin vida. Podría escribir cuentos sobre mí mismo, pero mis otros yo
también reclamarían sus derechos. Maldita democracia en la era de la literatura
digital del metaverso. Me resignaré a las minucias otorgadas por mi prole de
captores y esperaré el colapso del Internet.
Cada último día del mes pongo en práctica mi ritual de festividad
y confesión. Cuelgo en la pared, sobre el computador, los cuadros de Chéjov,
Monterroso, Carver y Poe. Me preparo un café, abro una cajetilla de cigarros y
beso el tatuaje de mi mano que reza: Viva el laconismo plural. Me acomodo en el
sillón, y tras unas pocas percusiones en el teclado concluyo mi faena.
Mi última historia los innombrables la narré en veinte
palabras. La releí y la mutilé hasta sentirme orgulloso. Al instante, otro
personaje ególatra me exigió protagonismo. ¿Qué es esto, un poema en prosa o un
cuento?, me preguntó el recién nacido. Quise hacer desaparecer al sin nombre,
pero respete su derecho a la libre expresión y le respondí un simple no sé.
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