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Ciudad sin escudo

 

Yandy López Cires

 

El hombre miraba. Carteles y gritos sin consignas, embarraban las bocas y las manos de aquellas personas frente a la embajada. Las personas venían desde temprano, mucho antes de que las calles se llenaran de autos y estudiantes. El hombre se había recostado a una pared bajo la sombra. Fumaba como era costumbre y luego tiraba el cigarro a medias y lo pisoteaba con la presión de aplastar algún insecto. El hombre había venido todos los días desde que se lo encomendaron. Para las personas el no existía, el jamás había estado allí, bajo la sombra, con su cigarro en mano, el no importaba.

Cruzó la calle hacia los árboles. La muchacha estaba con su perro atado a la cadena y con la ropa de dormir y con el apuro por entrar a su apartamento y alistarse para irse al trabajo, eso fue lo que él percibió al instante.

Le dijo, me llamo Carlos y la muchacha le contestó, ¿Por qué me dices tu nombre? Y él le refirió que era para decir algo, pues de algo debía comenzar todo. La muchacha ajustándose al horario no le interesaba entablar ninguna conversación y menos con quien ella podría decir que era un desconocido. Le argumentó que tenía que irse de inmediato y haló al perro bruscamente y entró al edificio alejándose de aquellos árboles.

El sabía que el nombre de Carlos le quedaba bien y la siguió con los ojos y la muchacha ya vestida para salir, se mostró un poco desde el balcón y después también cuando el auto la recogió frente al túnel de entrada del edificio.

Carlos le asustaba aquel túnel pues lo sentía que bien tendría que ser ese túnel donde la muerte llevaba a sus muertos.

Regresó a la sombra del edificio, mientras la sombra se dejaba manipular por las nubes. Las personas continuaban con los carteles levantados y gritando frente a la embajada, pero ya los estudiantes caminaban por las calles y los autos pitaban para que los dejaran circular, eran unos pocos autos con alguna intención específica. Los de adentro no iban a salir así como así, sus motivos no eran darle respuesta a ninguno de los manifestantes, sus motivos más bien era seguirlos ignorando.

Sacó otro cigarro de la cajetilla. Era una mañana bastante soleada, más allá, estaba la carretera donde el tráfico si era irresistible, se formaban embotellamientos a cualquier hora. Lo separaban de aquella carretera una laguna y los árboles donde precipitó a la muchacha. Se podía escuchar los pitidos de los autos embotellados, debían de ser camiones de los que cargaban mercancías hacia la otra ciudad. Una ciudad donde querían vivir los manifestantes con sus familias, una ciudad que se expandía a su antojo, una ciudad idílica, en la que no se permitía paso alguno si no fuera por los representantes de esa embajada. Carlos se le apareció un dolor leve en el pecho como traído de su niñez, como traído de otros dolores, pero algún calmante tenía que existir para desaparecer aquellos dolores, algún calmante bien fuerte.

Las personas gritaban y el eco de sus voces intentaba rajar los oídos de aquellos representantes.

Carlos miró el sudor en sus frentes, miró los cuerpos atormentados, miró sus entrañas y supo que podía hacerse algo a favor de hostigar al miedo, se podían hacer algunas cosas para luchar contra la desdicha. Todo no era tan pequeño como un átomo. Podían cruzar los puntos de controles escondidos dentro de los camiones de carga, meterse en barriles, en animales congelados, había varias alternativas. Pero eso no era lo justo, eso no era la solución o parte de la solución, eso era el maltrato, la desdicha. Como él lo había hecho años atrás, cuando cruzó dentro de un tanque lleno de miel de purga. Le había pagado al conductor y quedaron en el acuerdo de que si lo atrapaban no podía denunciarlo. El conductor tenía una madre enferma y si lo deportaban su madre moriría de hambre y desdicha y con eso era suficiente para morir.

El sol desapareció la mañana y el día iba volviéndose caluroso y ni las aguas de un mar lejano podían apaciguarlo. Las personas continuaban gritando y con los carteles levantados pero estaban a punto de desmayarse, estaban a punto de dejar todo aquello. No faltaba tanto para que se marcharan hasta la mañana próxima, en la que dejarían pasar a algunos para entrevistarlos y si estaban de buenas le concederían el permiso individual y si estaban de buenísimas se lo concedían también a la familia.

Ellos se manifestaban en unidad pero a la hora de la entrevista nadie podía violar el orden de su cola y si lo hacían se entraban a puñetazos y se arrancaban el pelo. Se veían la cara de los funcionarios riéndose, cuando salían al patio como si les encantara verlos así y no como le gritaban.

Se fue de nuevo a los árboles, después que se habían ido las personas y después que había hecho un agujero a la cajetilla de cigarros. Los árboles traían la brisa y comenzó a tirar piedras al agua, vio algunos patos huir en lentas arrancadas y luego volver y zambullir sus cabezas. Los patos los veía bonitos, los patos no se manifestaban, los patos volaban cuando les diera las ganas, solo tenían que estar distantes de los cazadores. Cazadores como lo fue su padre y él.

Lo llevaba de muy niño a cazarlos y verles el hueco del proyectil como los destrozaba, viéndole las plumas blancas cambiar a plumas rojas y después a negras. Su padre lo llevaba pues el niño se percibía que iba a ser un excelente tirador, los brazos no le temblaban, los ojos no le parpadeaban, la velocidad del viento podía olerla y el disparo escabullía las ramas y escabullía la gravedad hasta meterse en el corazón. Su padre le felicitaba y cuando su padre no lo veía, el orine humedecía sus pantalones, aunque su padre lo enseñó a servirse de sus habilidades, aunque dejó de orinarse con el tiempo, ya no sentía otra cosa que desdicha.

Se alejó de los árboles y caminó a la cafetería que era de un dueño que vivía en la otra ciudad. Se sentó debajo de una sombrilla y pidió una jarra de cerveza acompañada de trozos de jamón y queso. Le sirvieron y el hombre que era el dueño lo acompañó. Había venido como si supiera que esa era la hora en que venía por la jarra de cerveza y los trozos de jamón y queso.

—¿Cómo te va mi amigo Carlos?

—Ya ves, un poco hambriento.

—¿Dónde te estás quedando?

—Cerca de aquí.

—¿En el edificio frente a la embajada?

—Sí, ese que está en el frente.

—¿Y qué estás haciendo?

—Lo mismo de siempre, escribiendo para el periódico.

—Esos manifestantes están acabando nuestro negocio, cada vez que entorpecen la calle, el tráfico disminuye y solo algunos autos con objetivos definidos pasan por aquí.

—Los manifestantes se aburrirán, nada va a cambiar, todo está perfecto.

—Escribe mal sobre ellos, al final no aportan a mejorar esta ciudad, lo único que le interesa es irse.

—Sí, voy a ser un escrito acusándolos —y dio su primera mordida y bebió hasta la mitad la cerveza.

El dueño le señaló a los meseros que no le cobraran y se despidió con una frase que se utilizaba en su ciudad «los buenos siempre tienen la suerte»

Se terminó su pedido y casi dijo adiós cuando una muchacha se le acercó y le dijo que la esperara un momento, su turno terminaba y quería hablar con él. Le hizo caso y los dos caminaron hacia el edificio frente a la embajada, caminaron hacia el apartamento que tenía arrendado Carlos. La muchacha en el camino le dijo que leía sus escritos y que le encantaba que hombres como él escribieran algunas verdades. Entraron y Carlos le indicó que se sentara en el sofá y le dijo que si deseaba algo como era lo natural en esa situación. Ella contestó que un vaso de agua estaba bien, había bastante calor y hubo que subir muchos escalones, el elevador era eternamente inutilizable. Él le alcanzó el vaso de agua y ella abrió sus piernas, dejándole ver los muslos de una piel suave como si nunca hubiera sido aruñada. Echó una hojeada a los muslos y pensó que el universo se iría a pique y no importara en que ciudad vivieras, no importara nada del pasado y mucho menos las personas asesinadas y mucho menos el por qué de sus asesinatos y mucho menos las ciudades destruidas y muchísimo menos sus destructores.

—Necesito que me ayudes a pasar a mi familia a la otra ciudad —lo dijo y sus piernas se abrieron más como si fueran a romper los hilos de la saya.

—No puedo ayudarte, no tengo la mínima idea de pasar personas, no sé nada de eso.

—Digo que lo puedas pasar en tu auto, nadie te detendrá —movió su blusa para que sus senos pudieran mostrarse mejor.

—No, no te puedo ayudar.

—Sí, sé, ya nadie puede ayudar.

Podía haberle rogado, dejarse ver más los muslos y los senos pero se levantó, abrió la puerta y se escuchó el retumbe de sus piernas en los escalones.

Quedó aturdido como si estuviera en su cabeza todavía el sonido del primer disparo de la temporada de caza, cuando el orine humedeció sus pantalones. Recordó a la muchacha del perro, la veía subir al regreso de su trabajo allá en la otra ciudad.

Buscó su cámara fotográfica y salió al balcón. Los jefes de seguridad aguardaban la entrada como si fueran leones, pero se volvían ratas cuando la manifestación se alentaba agresiva aunque ya nadie se percataba de eso. El tiró las fotos como cada día y las guardó en su computadora portátil. Las analizaba detalladamente y escribía algunas notas debajo de ellas. Notas muy exactas que no pudieran confundirlo. El teléfono sonó y él contestó, la voz conocida le dijo «No te muevas del apartamento, te van a llevar el paquete». El colgó y buscó la cajetilla de cigarros y encendió uno que estaba en el centro de los otros cigarros. Una cajetilla nueva. Una cajetilla de un millón de cigarros. Lo prendió con la fosforera que había heredado de su abuelo, la utilizaba para momentos decisivos, momentos que mantendrían a las almas contentas por unos segundos, aliviadas por unos segundos. Le fue dando chupadas largas como para que el cigarro sufriera, hasta que lo dejó siendo un cabo, «un cabo bien olvidado y apestoso», pensó. También pensó en su abuelo, en ese silencio en que le dijo que su fosforera se la regalaba no para que fuera un fumador, si no para que en su bolsillo llevara la vida de su abuelo, las grandes derrotas que tuvo, con grandes victorias, la vida que tanto vivió.

Su abuelo enfrentaba a su hijo cuando traía a Carlos con los pantalones meados, su abuelo era imprescindible para él, pero ya casi no iba por su tumba, ya casi se dejaba envolver.

La foto que mostraba perfectamente la reja que impedía el paso a la embajada se abriría muy temprano, entrarían los elegidos pero antes salía el embajador y daba su cara de alegría y daba su discurso del buen vecino, su discurso de libertad y regresaba a su oficina y los leones de la puerta controlaban el personal.

No había revuelta ese día para que no se enojaran con ellos y dieran sus permisos, para que se ablandaran.

Sintió el leve dolor en el pecho al pensar en la dependienta, sus poses provocativas y sus ansias de vender su cuerpo por salvar a la familia ¿Era aquella ciudad mejor que esta? ¿En verdad en aquella ciudad se podía ser feliz? La dependienta ni siquiera dijo su nombre, solo se enojó y se fue con sus pasos de elefanta. Pero podía amanecer siendo un día determinante para todos y principalmente para él.

Fue a su computadora y comenzó a escribir un artículo sobre la calidad policial que se encontraba en los puntos de controles, una policía extremadamente valerosa, que enfrentaba a los bandidos que querían entrar en la ciudad, para como bandidos saquearla. Escribió unas líneas y rápido fue al baño a vomitar. El vómito le salió a chorros y salpicó el lavamanos con los pedazos de jamón y queso que no se habían convertido en mierda, pues mierda era escribir sobre la policía, se dijo, mierda era escribir por intereses ajenos, pero tenía que hacerlo, la elección era hacerlo. Escribió una cuartilla e imaginó la cantidad de lectores que le leían, que lo admiraban, esos lectores insaciables de la otra ciudad.

Escribía pensando en la muchacha de arriba, en la forma tan graciosa de llevar al perrito a hacer sus necesidades y verla con otro tipo de ropa, más sensual, con las líneas mejor dibujadas y no como la miraba cuando salía del trabajo o como la miraba en su trabajo. Era una muchacha que no frecuentaba la ciudad, solo cumplía con su horario, para volver en aquel mismo auto en que la veía en la mañana. Era la muchacha perfecta para su idea y era un poco ingenua o lo aparentaba, pero tenía esa perfección, supo que tenía esa perfección.

Olvidó a la muchacha por un momento aunque su cabeza la tuviera presente, como si la cabeza quisiera romperse en ella. Continuó escribiendo, aunque pudieran venirle esos vómitos de pronto.

Miró el reloj de la computadora y salió. Bajaba las escaleras cuando pensó que el paquete se tardaría como en las otras ocasiones, hasta que comenzaba a desesperarse, pero había tiempo, al menos creía eso, al menos ya no era su primera vez. El sol se iba desapareciendo como una rutina y no dejaba en sus ojos una forma extraña, una forma cómplice, que pudiera deslumbrarlo.

Todo se deprimía como si los cielos fueran distintos, como si ellos fueran tan distintos que la forma nunca llegaría a ser forma de su misma forma.

Se detuvo a la salida, a la puerta enorme de entrada del edifico y pensó en elevador, en el túnel. Pensó que el elevador hacia muy bien su función, pero que no había ningún elevador posible en un edificio como ese, nadie quería meterse en un elevador de un edificio frente a una embajada, aunque no sabría el por qué, podría tener una respuesta tan simple que sintió que era tan fría la tarde como aquel tanque de miel de purga.

Por fin salió a la calle. Estaba tranquila la calle, con algunas luces alumbrando a los árboles y la embajada, alguna brisa, algún silencio. No había gente caminando ni recostados en los balcones.

A esa hora todos estaban dentro, preparando la comida y viendo las noticias de la otra ciudad, alentando su futuro en la otra ciudad ¿Cómo si el mundo fuera mejor allá? ¿Cómo si todo fuera peor aquí? ¿Para qué se había arriesgado en cruzar la frontera? ¿Para qué había estudiado y trabajado? ¿Por qué estaba allí? Vio las luces del auto acercarse y dejar a la muchacha al frente de él.

Ella iba a entrar a esa puerta principal cuando él la detuvo. Se le percibía que estaba agotada y no quería que a esas horas nadie estuviera deteniéndola, tal vez era para hacerse la de rogar, tal vez pondría ese rostro, porque de ese rostro podía obtener ventaja, la vanidosa ventaja. Carlos le dijo que si no le importaba ir hasta la cafetería a beber un poco antes de que se metiera en su apartamento. Ella le contestó que aceptaría un poco de vino, si trajera la botella a su apartamento, no deseaba caminar o no la había mirado bien. Además extrañaba a su perrito.

Le dijo que estaba de acuerdo. Ella entró y él siguió caminando a la cafetería. Los pasos los daba lento, pensativo, hasta descuidado, pero iba seguro también.

Cuando llegó solo estaba un joven atendiendo, los otros, incluyendo el jefe se habían marchado, había unas personas hablando del próximo día, de que estaban en lo primero de la cola. Cogió la botella y regresó. Pensaba en la muchacha que trabajaba allí y comprendió una vez más que así pensaban, irse era la oportunidad, lo mejor no estaba en uno si no fuera.

El teléfono sonó y era un mensaje. El paquete ya estaba en su apartamento. Siempre lo sabían todo, se dijo, siempre saben todo de mí. De vuelta pensó en su abuelo, en algunas cosas importantes que le contó, aquella madrugada en que fueron a cazar solos, sin su padre, sin las exigencias de su padre y veían arder la fogata llevándose los sonidos del bosque, llevándose el aliento triste e infinito de la existencia.

Su abuelo había sido su guía y era lo mejor que recordaba de su niñez. Entró y fue subiendo las escaleras sin prisa, como si debía guardar fuerzas para un largo trayecto. Llegó a la puerta de ella y tocó viendo una cucaracha como entraba en uno de los agujeros de la pared, las cucarachas siempre huyendo, jamás enfrentándose al oponente. Ella abrió y tenía envuelta una toalla en su cabeza. Le dijo que se sentara en el sofá, que vendría enseguida, la vio meterse en un cuarto. Echó una hojeada y pensó que no era seguro nada y que las complicaciones no eran ajenas.

Volvió y llevaba puesto un vestido, lo cual era lo justo para el calor que no dejaba de maltratar la ciudad. Él le tendió la botella y ella sonrió un poco apenada. El perro se escapó de alguna parte y se refugió en los pies de Carlos. El juzgó que era buena señal mientras traía unas copas. Una buena señal para algo de poca duración.

—Me llamo Ana —su voz sonó convincente como si no hubiera muchas preguntas y podían ir directo al final.

—Sí, se que te llamas Ana.

—¿Por qué lo sabes?

—Porque los periodistas los saben todo.

—También se quién eres. Aquí en el edificio se comenta que has venido a cubrir noticias sobre los manifestantes.

—Si son gentes un tanto alocadas —el sirvió las copas y luego prendieron los cigarros.

El perro seguía refugiado en las piernas de Carlos. Ella se levantó y trajo unos aperitivos.

—Tenemos hambre los dos.

—Sí, creo que tenemos hambre.

El vino fue adentrándose en sus venas y el tiempo se redujo a sus sueños, a las ganas de vivir, a lo fuerte que eran frente a las adversidades. El tiempo fue su amigo y el vino y los cigarros y el suave pelo del perro recorrer sus piernas como un gatito.

Ella fue quien dio el beso y él la siguió y después fueron al cuarto. Podía amanecer como todos los días, podía no amanecer en siglos, estaban allí, desmenuzándose sin apuros, como si se hubieran amado eternamente y no alentados por unos vasos de vino o por sus obligaciones. 

Después ella se quedó apretada entre sus brazos. Comenzó a contarle de cómo había conseguido su trabajo y él la escuchaba, el conocía cada detalle y ella tal vez conocía más de lo que contaba, que lo que decía era apenas algunos sorbos. Luego ella dejó que se levantara y fuera a su apartamento. El regresó con el paquete y se dejaron dormir mientras que el perro trepó a la cama.

Ella se despertó primero y no miró su reloj ni siquiera se había acordado de poner el despertador. El auto que la recogía no vendría, no era un día para montar autos. Preparó el desayuno y lo despertó. El abrió los ojos dando un salto en la cama.

—Todavía es temprano —dijo ella mirando la espuma de la leche en la taza.

—Todavía es temprano, sí, todavía es temprano.

Se besaron y terminaron por alistarse. Las personas estaban frente a la embajada, sin carteles, sin gritos, con su cola ceremonial. Pero el día era muy negro para ser un día de permisos, un día ceremonial, un día sin carteles, un día sin gritos.

Miraron por las persianas y ella le puso la mano en el cuello, se la fue pasando como si quisiera excitarlo. El miró a cada punto, a los guardias, a las personas, al los árboles, al dueño de la cafetería adentrarse entre las gentes, a la muchacha con su familia detrás.

Sintió el perro en sus pies. El pelo suave del perro lo molestó en ese momento. No era momento para tener un perro entre sus piernas. Salió el embajador y comenzó a dar su discurso. Se agruparon otros funcionarios alrededor del embajador. Recordó las noches con su padre pero no recordó que siempre terminaba con los pantalones meados. Algunos patos vinieron a nadar, patos en una laguna en medio de la temporada de caza. Sus manos estaban pegajosas como si hubiera salido del tanque de miel de purga. Ella le acarició la oreja, la voz de ella le acarició la oreja.

—Abre el paquete.

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