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Tablas mexicanas

 

por Tuco Mauser

 

Yo, Rubén Martínez, hijo del revolucionario villista Don Jesús Martínez, fui siempre un orgulloso seguidor de mi padre a quien la vida le cobró cara su reputación de desalmado. Murió de un plomazo en la espalda mientras buscaba carbón para el general Villa, y supe de muy buena fuente que el disparo a traición fue de un Huertista cobarde a las afueras de Jerez. Yo tenía 5 años.

Supe también que el arma que lo mató se quedó por esas tierras. En una casa que, según me contaron, se convirtió después en una tienda de cachivaches.

Mi padre nunca tuvo tiempo para hablarme o decirme algo que pudiera guardar en mi memoria. El único recuerdo que tuve de él fue gracias a mi madre y a algunas prendas que había heredado.

En la sala de mi casa, había un espacio dedicado a él, donde se extendía sobre una pared una camisa, un pantalón, unos zapatos y un sombrero. Convertí esas prendas, en un santuario al que acudía en mis horas de reflexión.

Pero mi padre estaba incompleto. De alguna forma sentía que debía tener el arma que había terminado con su vida. Sentía como si al tenerla, fuera a comprender los años de abandono. Los años y años que hubiera querido estrechar la mano del hombre que nunca pude ver a los ojos y que mi madre aseguraba que eran iguales a los míos.

Así es como llegué a Zacatecas. Estaba decidido a conseguir lo que consideraba un patrimonio familiar. Debía encontrar una Remington 1875, de empuñadura blanca y con las siglas RT que correspondían a Roberto Terrazas, el asesino de mi padre.

Tardé seis días en llegar a Fresnillo, donde me enteré por varias voces, que existía una tienda con una gran colección de revólveres. Llegué a la dichosa tienda y al preguntar al tendero por el arma, posó con una sonrisa diciendo:

Usted debe ser un gran admirador del western ¿verdad? Un hombre se ha adelantado a comprarla.

Sin haber comprendido completamente lo que había escuchado, volví a preguntar. Esta vez con más ahínco.

─¿Dónde encuentro a ese tipo? Esa arma que le digo es mía.

─Bueno. No sé que relación tenga con esa arma, pero me la compró el señor Mondragón que vive a dos calles de aquí. Déjeme decirle que…

Seguía hablando cuando yo ya había salido de la tienda.

Encontré la casa de los Mondragón, donde una mujer de semblante triste y pálido me hizo pasar ante mi insistencia de ver a su esposo para arreglar un asunto.

─No debe demorar mucho ¿le sirvo un café?

─¿Dónde está su esposo?

─Fue al doctor, pero siempre llega como a esta hora.

Después de varios minutos, sentí que mi paciencia estaba a punto de terminar. Lo único que me entretenía, era ver al hijo de los Mondragón jugar frente a mí.

La puerta se abrió. Un hombre delgado y vestido de traje apareció limpiándose el sudor de la frente. Su esposa no tardó en recibirlo y preguntarle cómo le había ido, a lo que él contestó:

─Mal Cristina, muy mal. No hay manera de que esto termine. Me dan, a lo mucho, dos meses. Lo mismo de siempre.

La noticia debió de ser tan triste, que por un momento se olvidaron de que había un hombre en su casa. Me levanté, más por ansiedad que por respeto y saludé al señor Mondragón.

─Mucho gusto. Rubén Martínez. Vengo porque usted tiene algo que me pertenece.

─Mucho gusto… no sé de qué habla.

─Sí mire, usted tiene una Remington con las siglas RT. Es un arma que le pertenece a mi padre y vengo por ella.

En ese momento, la señora Mondragón empezó a cuestionar a su esposo.

─¿Martin? ¿Un arma en la casa? ¿Para qué?

El señor Mondragón se tapó la cara con la mano. El arma estaba en alguna parte de esa casa. El silencio se prolongaba y entonces dije:

─Ustedes no son de por aquí ¿verdad?

─Somos de la capital – dijo la señora Mondragón- vinimos porque nos dijeron los doctores que Martín necesitaba aire fresco.

El hombre aún se tapaba la cara. Entonces comprendí lo que sucedía, pero no quise desviarme del tema. Veía tan solo que la vida de los Mondragón no era parecida a lo que se acostumbraba en el norte. Imaginé a la capital con esos aires refinados, con hombres de traje parecidos a Martin, igual de flacos.

El hombre tomo aire y con una seguridad que no había visto, me dijo:

─Le aseguro que no es su arma.

Se acercó a su escritorio, abrió un cajón y miró a su esposa.

─¿Dónde está Cristina?

La señora empezó a llorar y a lanzar golpes contra su esposo. Él solo aguantaba sin dejar de mirar el cajón vacío.

─¡No Martin! ¡No nos hagas esto! Piensa en tu hijo. ¿Qué le voy a decir?

─Dame el arma, mujer.

Sentí lástima por esa familia. Veía a la señora Mondragón y era como ver a mi propia madre. Pensé que así debió haberse sentido cuando Don Jesús se unió a la revolución. El niño que jugaba en la alfombra, pude haber sido yo hace varios años.

─Llévesela, señor- me decía la señora Mondragón – ahorita se la doy.

─No vas a dar nada Cristina, esa arma es mía y haré uso de ella como me plazca.

La señora Mondragón me miraba a los ojos. Quería que fuera más allá de simplemente llevarme el arma. Quería encontrar en mí a un salvador que alejara a su esposo de esas ansias de querer terminar con todo. Pensé en decirle a la mujer que un hombre así de decidido no tenía remedio. Que mi padre había partido hace años de mi vida, y que ni Dios pudo quitarle a mi madre el sufrimiento. Pensaba decirle tantas cosas, pero yo solo iba por el arma. Así que me tragué las palabras y dije:

─No sé cuáles sean sus problemas. Yo vengo por mi pistola. Si acá el señor se quiere matar, hay otras maneras igual de efectivas, se lo aseguro. Pero no estaría bien que yo le dejara usarla. No busco involucrarme en nada de esto.

El señor Mondragón empezó a buscar el arma. Tiraba cajones al suelo. Su esposa lo quería detener, pero él siempre la empujaba. Pasó a la cocina tirando todos los platos sin encontrar nada. Llegó un momento en que incluso yo quería detenerlo, pero entonces, sonó un disparo. Volteé a ver la alfombra, y el niño no estaba.

─¡Jorge! ¡Jorgito! – gritó la madre, mirando hacia donde estaba un corral muy grande.

El señor Mondragón se echó a correr hacia su hijo, y no pude evitar ver la escena. El niño estaba tirado boca arriba y riéndose mientras decía:

─¡Soy papá! ¡Mira, soy papá!

Rápidamente recogí el arma. Los señores Mondragón revisaban a su hijo.

─¡Milagro! – decía la madre

─Perdóname. Perdóname, hijo – decía el padre mientras lo abrazaba- ¡nunca más, nunca más!

Pero yo que no creía en los milagros y que para mí no significaban nada, abrí el tambor del arma y saqué unas balas. Eran de salva.

Apreté los dientes para no echarme a reír. Quería decirles lo afortunados que eran, pero no tenía caso. Preferí dejarlos así, creyendo que había sido todo obra de la divina providencia. Y así me fui.

Días después me enteré de que esa Remington no era la mía. Esa pistola la habían utilizado en una película que rodaron los gringos, y las siglas RT no eran de Roberto Terrazas sino de un tal Robert Taylor.

Dejé de buscar el arma tan pronto supe esto. No sentí la necesidad de encontrarla. Mi padre había estado conmigo en todo esto. Lo había encontrado en esa familia, en esa arma que permitió vivir a aquel niño solitario. En eso que me dejó vivir.


Comentarios

  1. Un relato interesante, que no es común leer en estos días.

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