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Jatzibe, la chupamirto

 

Seudónimo: Escarpejos

 

 

¡Dios nuestro!, ¿por qué está sucediendo esta tragedia en San José Apitztli? Unos muchachos quieren asesinar a su madre. ¡No lo permitas, ni permiso concedas, aunque ella se lo merezca!

¡Dios nuestro!, ¿qué hemos hecho nosotras, pobres pobladoras de San José Apitztli para merecer tal castigo, tener entre nosotras a una ramera? ¡Ten piedad de tus humildes siervas y servidoras fieles!

¡Dios nuestro!, no es posible que nuestros ojos tengan que ver tanta ignominia, tanta infamia. ¡No lo merecemos, en tu merced nos refugiamos!

¡Dios nuestro! Apiádate de nosotras, y a través del señor San José, patrono de este pueblo, envíanos la paz. ¡No queremos que apartes tus ojos de tus hijos!

 

La noche ardiente como si fuera de canícula encendía chispas en los cuerpos de los habitantes de San José Apitztli. Y ni el sudor abundante apagaba el calor. Jatzibe aventó al suelo el abanico de palma con el que se soplaba, y se sentó en el catre. Afuera, los grillos competían con la musicalidad que llegaba de las corrientes del río Apantetl:

─Tengo tanto calor por dentro que me quema, y ése no se quita aunque me eche agua fría en todo el cuerpo.

Caminó a tentadillas por el oscuro cuarto, sus pies descalzos sintieron la irregularidad del suelo y pensó enojada:

 ─No sé para qué se largó Camilo para el otro lado, si ni dinero ha enviado para arreglar la casa.

Salió del cuarto y se dirigió hacia la otra habitación que usaba como sala, cocina y comedor; abrió la puerta que daba a la calle y se sentó en el quicio. Adentro, sus seis hijos dormían plácidamente:

─Pobres de mis muchachos, seguramente están soñando que llega su padre en una camionetota llena de regalos para ellos. El muy cabrón nomás encontró trabajo, empezó a ganar dólares y se olvidó de todas sus promesas.

Un año dos meses tenía Camilo de haber partido a Estados Unidos, en su equipaje de sueños llevaba guardadas todas las peticiones que sus hijos le habían hecho: un televisor grandote, un nintendo, una bicicleta, tres pares de tenis Nike y muchos más productos gringos. Los primeros dos meses hablaba por teléfono cada domingo; lloraba, contándole a Jatzibe que no encontraba trabajo y que ya se quería regresar, pero que no tenía dinero para hacerlo. Al tercer mes, las lágrimas se convirtieron en risas, ya que por fin había conseguido un empleo. Todos se abrazaron y se carcajearon de alegría. Camilito, de cinco meses, lloraba pues lo apachurraban y no entendía por qué. Cuando Jatzibe recibió los primeros dólares, inmediatamente fue a liquidarle a don Lauro, el tendero, todo lo que le debía, entre sus deudas, las llamadas telefónicas que Camilo hacía a la tienda desde el extranjero. Camilo, para poder pagarle al “pollero” que lo pasaría al otro lado, había vendido su parcela, la yunta de bueyes y hasta las cuatro chivas. Y todo el dinero se lo había llevado:

─Nos quedamos con una mano atrás y otra adelante; pero no importaba, porque según él, con lo que ganara del otro lado podría comprar hasta dos parcelas, cuatro bueyes y veinte chivas. Mas pronto se olvidó de sus promesas; estoy segura de que ya tiene otra vieja por allá. Y yo mientras me quemo como elote en las brasas.

Se estregó la entrepierna; palpó los labios vaginales casi virginales por el no uso; percibió la lumbre que emanaba del interior de su pubis.

 

Del infierno, Jatzibe ha sido expulsada. De este pueblo, adonde llegó, todos los hombres la repudiamos. ¡Aborto del demonio es esa maldita mujer!

¡Llamas ardientes que nos incitan al pecado, tus ojos son! ¡Como los plumajes de los cuervos, así son tus largos y sedosos cabellos que se columpian con el aire, cual campanas al balancearse cuando llaman a tu misa negra! ¡Cuando sonríes, prometen morder nuestras partes más íntimas, con mordiscos sensuales, tus dientecillos de salvaje gata! ¡Rojos, como el fuego infernal, son esas carnosidades que como labios tienes! ¡Largo, como una atalaya, ese cuello que sostiene tu cabeza tan repleta de malsanos pensamientos! ¡Y tus senos, llenos de néctar de la vida, son dos enhiestas palomas que llevas al frente como presagio de placer inconmensurable, con ellos, maldita, nos quieres hacer caer como Luzbel cayó! ¡No, no! ¡Dios nuestro, aparta de nuestros ojos a esta desgraciada Betzabé! ¡No, no! ¡Dios nuestro, no permitas que nuestros cuerpos deseen a esta malvada Jezabel!

 

La parcela que Camilo había heredado de su padre se la vendió a Odilón Paniagua y Hurtado. Este hombre, presidente municipal de San José Apitztli, compraba a precios ínfimos los terrenos que por enfermedad, hambre o para irse a Estados Unidos tenían que vender los ejidatarios. Cada vez, acumulaba más y más parcelas, eran tantas, que su vista ya no alcanzaba a abarcarlas. Él, junto con sus familiares, amigos y achichincles, se había convertido en casi dueño de todo el municipio. Si alguien le preguntaba si era originario de San José Apitztli, inmediatamente respondía:

─ ¡No!, San José Apitztli es mío. Y soltaba una carcajada que seguramente hasta en el infierno se oía.  

Jatzibe, a pesar de que sus dos hijos mayores eran adolescentes, uno de 16 y el otro de 17 años, era una mujer joven. Camilo se la había robado de un pueblo cercano a San José Apitztli cuando ella escasamente había cumplido los trece años; ni la primaria la dejó terminar; apenas cumplió los catorce y ya había parido a Cutberto. Y así, en los primeros años, cosechó cuatro frutos nuevos:

 ─Yo le suplicaba que me dejara tomar anticonceptivos para no embarazarme tan seguido, pero como él es muy católico no aceptaba, decía que para agradar a Dios y a su mamita, nuestro deber era tener los chiquillos que la virgen nos mandara. Claro, como él no pasaba por los dolores del parto, se le hacía muy fácil. Y no se cansaba de repetirme las frases que cada domingo nos recetaba el sacerdote:

─Recuerda amada grey, Dios, nuestro señor, nos ha otorgado los órganos sexuales no para la concupiscencia, sino para traer más ovejas a su rebaño. Por eso, jamás lo olviden, cada vez que vayan a realizar el acto sexual, y que no debe ser frecuente, antes hínquense y recen esta oración: “Señor no es por vicio, ni por fornicio, sino para dar un hijo a tu servicio”.

Para Camilo, lo que el señor cura dijera era ley. No así para Jatzibe que renegaba de la religión católica, es más, ni bautizada estaba:

─A escondidas, hablé con la enfermera del dispensario, ella me ayudó dándome pastillas para no embarazarme, por eso dejé de preñarme un tiempo, pero cuando él me descubrió, se puso como fiera. Fue tanta su ira que me gritó que si ya no deseaba tener hijos, pues entonces dejaríamos de coger.

Sólo una semana aguantó Jatzibe sin dormir con su marido:

─Yo no sé cómo las viudas soportan tanto tiempo sin hombre. 

Jamás imaginó que ella pasaría por lo mismo. Ahora, su cuerpo acostumbrado a recibir frecuentemente la lluvia que fructificaba su surco, se consumía ante el prolongado estiaje:

 ─¿Hasta cuándo podré esperarte, Camilo? A veces quisiera ser un chupamirto para volar de hombre en hombre, así no sufriría este apetito que me carcome por dentro.

Fueron varias noches en que Jatzibe siguió haciéndose la misma pregunta; sus dedos ya no la satisfacían, necesitaba el arado que barbechara su cuerpo, la semilla que cayera en su surco aún fértil. Y lo peor era de día, cuando iba al río a lavar ropa o a traer a la escuela a Carlitos, su hijo, los hombres la veían, adivinaban sus ansias nocturnas. Pasaba enfrente de ellos, los saludaba sin mirarlos por temor a que con sus ojos los atrajera como un imán. Sentía que su cuerpo emanaba un aroma que provocaba que los varones no pudieran dejar de mirarla:

 ─A veces, me siento como una perra en brama que ando despidiendo los olores para que los machos me sigan.

Lo único que calmaba su desasosiego era arreglar sus flores; regarlas, acariciarlas, olerlas hasta que el perfume penetrara todo su cuerpo. Recién arrejuntados, Camilo le puso a Jatzibe el apodo de chupamirto, porque al bailar extendía sus brazos y los movía de una manera que semejaba el aleteo de un ave. Cuando Jatzibe hacía el amor con su marido, se consideraba con alas, y cual ave rondaba el cuerpo viril de Camilo; lo besaba con pequeños picoteos; aspiraba el perfume de campo que el cuerpo desnudo de su hombre despedía. En las mañanas, se asomaba al patio a contemplar a los chupamirtos que cortejaban las distintas flores. Los miraba tan hermosos que se sentía uno de ellos; y le daba la razón al marido:

─¡Sí, soy un chupamirto!

Aunque los hijos más pequeños lloraran dentro de la casa, ella no los escuchaba, permanecía extasiada mirando revolotear a las pequeñas aves entre las flores de abundantes colores.

Uno de los hombres que la empezó a perseguir fue Odilón Paniagua y Hurtado. Inició regalándole dulces a Carlitos al regresaba de la escuela; luego, cuando la encontraba en la calle, la invitaba a tomar un refresco en la presidencia municipal; después, le mandaba cajas de frutas de la temporada. Cutberto y Conrado se enojaron; este último, el más bravo de sus hijos, le reclamó:

─¿Por qué te hace regalos ese pinche viejo?, ¿qué quiere contigo? No estará mi apá, pero nosotros sacamos la cara por ti.

Jatzibe se negó a recibir otro obsequio de Paniagua y Hurtado. Éste, en venganza, la amenazó con meterla a la cárcel si no le pagaba inmediatamente un dinero que según él le había quedado a deber Camilo. Y aunque ella negó tal deuda, Odilón le mostró un pagaré firmado por el marido ausente. Era probable, que esa firma él la había falsificado, pero ¿cómo probarlo? Llorando, fue a contarle a Carmelo, su cuñado, el robo que le estaba haciendo el presidente municipal. Carmelo, como pudo, saldó la deuda. Odilón aceptó el pago sin chistar. Una razón mayor lo obligó a hacerlo. Desde Xalapa su partido político le ordenó mantener en calma y sin argüendes al municipio, ya que las campañas para elegir al próximo presidente del país estaban álgidas. El tricolor deseaba volver a repantigarse en la silla del águila real, que de real nada le quedaba, pues todos los días amanecía ebria gracias al efluvio que expedía su actual inquilino. Sin embargo, las encuestas pronosticaban que esta vez, el de los tres colores, vería perder a su candidato copetudo, pues no era del agrado de la mayoría del pueblo mexicano; incluso, muchos le querían bajar el copete engomado por comportarse sangrón y pedante. Ante tal situación, no era conveniente escándalo alguno, así es que Odilón ya no siguió presionando a Jatzibe.

 

Ella llegó a este pueblo con ideas diferentes, exóticas. Quiso cambiar la forma de pensar de muchos, entre ellos, Camilo. ¡Mujer pública que publica sus lascivias!

Ella enamoró al tímido Camilo. El pobre siempre fue muy católico, jamás faltaba a misa los domingos; sin embargo, ella lo obligó a alejarse de la iglesia. Y logró que amara y adorara a otro dios: el dinero. ¡Madre desmadrosa, con ese nombre debe nombrársele!

Ella lo forzó a que peregrinara a tierras extrañas, allá donde no se habla la lengua del Altísimo, para que agenciara dinero pues su ambición no tenía llenadera. Siempre le exigía más y más. Puso de pretexto los muchos hijos y no tener dinero para mercar comida. ¡Méndiga, mendigas ahora nuestro perdón!

Ella no sintió temor de que su esposo pudiera morir, lo que le importaba era que mandara dinero. Pobrecito Camilo, fue a exponer su vida al otro lado del río. Y querías que todas siguiéramos tu ejemplo. ¡Proxeneta malvada, en prostitutas, a las mujeres querías mudarnos!

 

Muchas noches, escuchó pasos cercanos a su casa, sabía que eran de hombres, pues las pisadas fuertes en las hojas secas de los árboles los delataban. Cierta madrugada, se atrevió a asomarse por las rendijas y descubrió la sombra de un varón; entonces su cuerpo empezó a incendiarse y el aroma que emanaba se hizo más fuerte:

─Si le falló al Camilo no va a ser por infidelidad, será por necesidad; mi cuerpo me lo exige o de lo contrario se convertirá en cenizas.

Durante varias noches se quedó espiando las sombras que merodeaban la casa; primero llegaba una, daba vueltas, atisbaba por las rendijas hacia adentro tratando, quizá, de descubrirla, luego se iba. Al rato llegaba otra, así hasta casi el amanecer. Por fin, una noche decidió salir, como si nada, abanicándose y semidesnuda. Ignoraba a quién pertenecía esa sombra que la siguió hasta el río. No le importó ¿A qué sediento le importa de qué río es el agua que le ofrecen? Lo demás fue increíble; el aire recorriendo su cuerpo, primero lastimándolo, luego acariciándolo hasta refrescarlo; enseguida, la tempestad con relámpagos y fragores, más tarde, la lluvia inundándola toda.

 

¡Baila, baila, prostituta del demonio! ¡Continúa moviéndote sensualmente para seguir atrapando entre tus muslos a los hombres pecaminosos como tú!

¡Tus pies bien formados descalzas cuando al río vas, para que ojos masculinos los vean y sucios pensamientos se hagan!

¡Al caminar, ondulas tus caderas, como invitando a que los hombres de San José Apitztli se enreden en ese vaivén de olas y acaben ahogándose!

¡Como un cenote circular, así es tu ombligo que muestras cada vez que en la calle andas, y casi nos gritas que quien se atreva a besarlo se perderá en la profundidad del placer!

¡Seis hijos tu vientre guardó, el séptimo por llegar está, sin embargo,  tu vientre continúa excitante como el de una quinceañera, por eso se antoja lamerlo!

¡De forma casi perfecta, rectilínea es tu nariz, no así tu torcida conducta, ramera hija de satanás!

 ¡Sin pudor te atreves a erguir tu cabeza  que tan hermosa es como la de una leona cachorra, pero quienes te conocemos no nos engañas, sabemos que es la cabeza de una gata en celo! 

¡Juncal es tu talle que se conserva largo, espigado como una palmera junto a un mar que brama debido al calor!

¡Amarren nuestros pies amadas esposas, novias, madres para que no corramos tras esa buscona!, ¡pongan vendas en nuestros ojos para cegarlos, para no verla caminar, moviéndose como si montara nuestros cuerpos en la cama! ¡Nuestras narices tápienlas con algodón blanco, como blancas son nuestras conciencias, para que no olisquemos el olor que como reguero de pólvora va dejando por la calle la hetaira pérfida!

¡Maten a su madre, hijos de Jatzibe, antes de que ella nos haga caer en el precipicio de la fruición! ¡Nosotros, hijos de la Santa Iglesia Católica y Apostólica, no debemos pensar en el sexo como placer, solamente como un acto obligatorio para dar más hijos a Dios! 

 

Y así pasaron los meses, hasta que llegó el invierno frío y oscuro. Jatzibe apenas salía de su casa, ni a la tienda ni al río iba, siempre aislada. La suegra, las cuñadas, las vecinas la visitaban más de lo acostumbrado, tratando de descubrir algún pecado en su mirada. Pero Jatzibe se cerraba, cubría su cuerpo con rebozos, con sarapes. Y cuando le comentaban que la veían más gordita, ella respondía que era por tanto trapo. El pueblo entero comenzó a rumorear que la Jatzibe estaba embarazada y no se sabía de quién. Conrado enfrentó a su madre de manera violenta:

─¡Te exijo que me digas quién es el desgraciado que te preñó o no respondo de mí!

Jatzibe se turbó, enmudeció, no levantó el rostro. Como si fuera el río Apantetl crecido, sus ojos desprendían torrentes de lágrimas que partían en dos cada mejilla. Así pasaron los días, Cutberto y Conrado exigiendo el nombre del hombre que había usurpado el lugar de su padre; Jatzibe llorando en silencio, con la boca tapiada, y tabicada en sí misma para no responder a tantas interrogantes.

Por el tamaño de la barriga de Jatzibe, las hijas de ésta, Juana y Josefa, supusieron que se acercaba el día del parto; se lo hicieron saber a sus hermanos, una noche, cuando la madre dormía. Conrado afilaba su machete, no respondió nada, sólo trataba de que la moruna estuviera más afilada, para comprobarlo, partió de un tajo una silla de madera que tenía enfrente:

─¡Está bien filosa, de seguro también troza a un cristiano con todo y huesos!

Conrado propuso a sus tres hermanos que decidieran qué hacer con respecto a la madre. Las dos jóvenes opinaron que echaran a Jatzibe de la casa; los dos varones querían un castigo más ejemplar. Cutberto opinó que debían quitarle el niño y regalarlo a alguien de otro pueblo para que jamás lo volviera a ver. Conrado fue más drástico:

─Si cuando regrese apá se va a enterar de la traición y va a matar a la puta Jatzibe, pos p’a qué dejamos que él se manche las manos, mejor la matamos nosotros. Los tres se quedaron mudos al escuchar al hermano; sintieron dolor, miedo, odio. Conrado insistió:

─Apá se ha sacrificado por todos nosotros, ha puesto en riesgo su vida, ha sufrido humillaciones de los gringos, no se vale que la putísima Jatzibe le haga esto. Es nuestra obligación lavar su honor.

La mirada de Conrado era dura como el metal del machete que acababa de afilar. Como nadie se atrevía a exponer su punto de vista, volvió a hablar:

─Yo ya lo decidí, la mataré; y me vale madre si ustedes no quieren hacerlo. ¿Y saben por qué lo haré? Fui con la bruja Ciria y me vaticinó que si no impedíamos que naciera el bastardo, al crecer él iba a asesinarnos a nosotros. Por eso voy a matar a la más puta de todas las putas del pueblo: Jatzibe.

Los tres se sintieron empujados al matricidio; se sintieron obligados a limpiar el honor del padre agraviado; se sintieron coaccionados a no dejar solo al hermano justiciero, por eso unieron no sólo sus voces, sino también sus deseos de venganza:

─¡Sí, la mataremos junto con el escuincle producto de su calentura!

Acordaron mostrarse tranquilos para que ella no sospechara. Incluso, entre Juana y Josefa tratarían de que les dijera para cuándo sería el parto y de esta manera estar preparados.  Lo que ellos ignoraban era que Jatzibe los había escuchado. Estaba profundamente dormida, pero unos movimientos en su vientre y un ruido extraño parecido al llanto de un bebé la despertaron sobresaltada. Al principio no puso atención a las voces de sus hijos, pero cuando escuchó que Conrado hablaba de matarla, un escalofrío recorrió todo su cuerpo. Finalmente, pensó:

─Hasta creen que voy a dejar que me maten, cuervos satánicos, hijos de la chingada.

A partir de ese momento, Jatzibe estuvo muy pendiente de lo que hacían y decían sus hijos. Un día, Juana le preguntó qué para cuándo nacería el niño, ella le dio una semana más de la prevista. Sin que lo supieran, fue al mercado a comprar pasionaria, tila y valeriana, y las escondió. Llegada la fecha del alumbramiento, preparó la infusión con las tres yerbas y a escondidas se la dio a beber a los cuatro hijos mayores antes de que se acostaran. Media hora después, los ronquidos galopaban por todos los rincones del cuarto.    

La oscuridad de la noche se hizo espesa como si el frío se fuera a convertir en hielo que enfriaba el cuerpo de Jatzibe. Pero el frío que lo helaba totalmente le venía de adentro. Ella trataba de apaciguar el dolor que la desquebrajaba; se mordía los labios, cerraba sus piernas, mas era imposible, un tremendo dolor le avisó que el fruto clandestino tenía que salir. Corrió a la cocina, juntó leña y calentó agua. Arrastró varias cobijas y las echó en el piso de tierra, a tentadillas buscó un cuchillo cebollero y se preparó para alumbrar la oscuridad de la noche. Cuando la semilla brotó y se convirtió en un fruto, ella lo cortó de un tajo, no era la época propicia para la cosecha.

 

¡Hombres y mujeres de San José Apitztli, unamos nuestras voces! ¡Nosotros que tenemos nuestras conciencias incontaminadas, incólumes, inmaculadas, no consintamos que esa mujerzuela corrompa este pueblo de Dios!

¡Creador nuestro que habitas la bóveda celeste, glorificado sea tu nombre! No permitas que el mal ejemplo de Jatzibe saque nuestros verdaderos sentires mujeriles. Tú sabes que deseamos al hombre de nuestra prójima, aquéllos con los que en sueños nos refocilamos y que en la vigilia solamente podemos atisbar de soslayo. Tú sabes que la carne es débil y por eso en las sombras, sin mirarles la cara, dejamos que los hombres ajenos nos forniquen cuando nuestros maridos están allá, del otro lado del río.

Tú sabes que mientras a la luz no salga, nosotros, los hombres, vamos a buscar a las prostitutas para hacer y que nos hagan lo que en las películas pornográficas vemos; y pecado no estaremos cometiendo, pues se incurre en falta cuando los demás lo saben, lo conocen, lo manifiestan.

Llegue a nosotros, tus siervos, tu reino, para que podamos convertirlo en terrenal. Tú sabes que si los Paniagua gobernamos al pueblo, no es para servirle, más bien es para servirnos de él. ¡Oh, qué asco! ¡Pueblo de macuaches apestosos! Todos ellos son inferiores a nosotros, para qué tratarlos como personas; ni sienten. Siempre mudos, callados, taciturnos.

Hágase, Creador nuestro, tu disposición, así en San José Apitztli como en todo el municipio. Tú sabes que utilizando tu nombre hemos adormecido mentes, ideas, pensamientos.

Provee a nosotros el día de hoy nuestros alimentos. Tú sabes que si no se alimentan bien nuestros maridos, no podrán seguir mangoneando este pueblo que se hundiría, ya que los indios son tan brutos que no saben mandar, gobernar, administrar.

Y absuelve nuestros agravios como nosotros absolvemos a los que nos agravian. Tú sabes que nuestros padres, esposos, hermanos han cometido errores, pero es para mantener la estabilidad pública, pues si dejan que ideas izquierdosas entren en las mentes de estos indígenas, sólo servirán para convulsionarlos y hundirlos más en la miseria. Por eso, somos nosotros, hombres y mujeres de la alta sociedad, los que debemos guiarlos, regirlos, orientarlos.

Y no permitas que nos desbarranquemos en la seducción de Jatzibe, y aléjanos de todo sentimentalismo y sensiblería. Sea así. Tú sabes que como hombres nos gustan mucho las mujeres, pero sólo para gozarlas y sin adquirir ningún compromiso con ésas: El compromiso está con nuestras esposas, ellas sí son decentes y respetables. Sin embargo, ninguna se compara con Jatzibe, la puta, buscona y prostituta. Tú sabes que cuando copulamos con nuestras mujeres en realidad estamos pensando en Jatzibe; en sus nalgas respingadas y firmes; en sus chichis duras y elevadas; en sus piernas largas y rollizas. Tú sabes que si somos exigentes con los campesinos se debe a que hay clases sociales. Ellos son inferiores a nosotros, por lo tanto, es su obligación trabajar para nosotros. Y no porque seamos capitalistas, esas son mamadas de los siempre resentidos disque comunistas; les exigimos que trabajen duro porque de lo contrario no harían nada. El indio siempre será flojo, haragán, perezoso.   

 

San José Apitztli se llenó de reporteros y cámaras de televisión como había sucedido muchos años antes, en la época en que desenterraron una escultura de Quetzalcóatl; pero ahora era por una situación distinta, se debía a que el pueblo contaba con una nueva Medea. Cuando los periodistas interrogaron a Jatzibe, bellísima y con una mirada apacible, ella respondió serenamente:

 ─Pos sí lo maté… pero qué querían que hiciera, no iba a andar inventando mentiras. Ni modo que le dijera a mi marido Camilo, cuando regresara, que me había preñado una bola de plumas o el espíritu santo; mucho menos le iba a salir que era hijo suyo. Aunque sí se iba a parecer a él, porque Carmelo, el papá del difuntito, es idéntico a Camilo, por algo son hermanos gemelos.


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