¿Quién
ha visto a Donaldo?
Stig
“Mi martillo y mi cincel
van labrando mi lamento”
(El carpintero del amor, Andrés Cepeda)
Ese lunes, Donaldo se levantó temprano
y se dirigió a la cancha, calzándose mientras corría, poniéndose la camisa a
cuadros rojos y las gafas que no se le sostenían. No alcanzó a escuchar lo que
le decía Karen, su mujer, sobre los tres meses de embarazo ni tampoco se
preocupó por agarrar el pocillo de café tinto que ella amorosamente le extendía,
pero, eso sí, no olvidó ni botó la colilla del tercer cigarrillo de la mañana
que colgaba de sus labios. Fumaba como un demonio, justificando que el cigarrillo
le hacía olvidar todos los problemas de este mundo.
Hoy, como siempre, el mundo se
encontraba más al revés: no había mañana
en que no hubiera un arroz con mango en aquel barrio: borrachitos que discutían
que el último que había dejado la botella vacía, le tocaba pagar la cuenta en
la tienda. Las dos vecinas que se tiraban los trapitos al sol, de pretil a
pretil, hasta terminar dándose escobazos. El loquito del barrio que les lanzaba
piedras a los perros hasta matarlos. El joven que amenazaba a su madre por
haberlo denunciado ante las autoridades por drogadicto. Un poco más allá, un
vecino que peleaba con otro porque no le permitía estacionar su “chevrolito”
(que era una carretilla) mientras vendía algunos pescados frescos. Un mototaxista,
sin casco, rodaba por los andenes para ganar espacio y tiempo a los demás. Los
ciclistas y los autos, sin importarles absolutamente nada, transgredían el
color rojo de los semáforos. La gente, sin espacio por donde andar, se
amontonaba como hormigas debajo del poste de un semáforo.
Voces que comentaban sobre la
desaparición de cinco jóvenes del barrio por pertenecer a la llamada “primera
línea” y haber participado en el estallido social que se desarrolló tres meses
atrás contra el gobierno por la falta de empleo, por el incremento de la
inseguridad y por la pésima salud y educación.
Donaldo a medida que se acercaba,
escuchaba las voces y los lamentos que se les encaracolaban en los oídos. En
medio de ese barullo, también lograban penetrar a sus oídos algunos acordes de
guitarras que acompañaban una voz fina que cantaba tristemente: “Yo tuve un amor que en mi corazón/trazó
marcas negras/y de la viruta que ahí quedó/nacieron mis penas/”.
Era como si en Bahía del Mar, la
muerte anduviera suelta de madrina y los bahiamarianos tuvieran la certeza de
que desde cualquier esquina o calle saltaría un disparo, una puñalada, una
piedra, que acabaría con sus vidas.
Las noticias no traían otra cosa
distinta sino robos de autos, de bicicletas, contratos torcidos, hurtos a mano
armada, asesinatos a líderes sociales. Ocurrían crímenes tan salvajes que no se
concebía que un ser humano le cometiera tantas barbaridades a otro. El clímax
de la situación indicaba que la obsesión de matar había pasado los límites de
la razón y el mundo andaba al revés.
Al momento de llegar a la escena del
crimen, escuchó que contaban que tres jóvenes mal trajeados despojaron a los
cadáveres de sus pertenencias que no eran muchas: billeteras de tela de jean,
las gorras con una imagen del Ché Guevara y unas manillas de cuero. Incluso los
saqueadores habían reñido y batallado entre ellos para quitarles los zapatos
tenis a las víctimas.
A Donaldo la escena de los dos
cadáveres sobre la cancha no le cayó muy bien, sintió temblor o mareo,
dejándole la mente en blanco por unos minutos. Un amigo le vio humedad en los
ojos y le dio una palmadita en la espalda, tratando de reponerle el ánimo. Al
observar los cadáveres, tuvo un relampagazo de lástima cuando pensó que habían
apagado el futuro de esos jóvenes y habían callado sus voces. Y lo que Donaldo
no quería hacer, lo hizo: repasar los cuerpos de arriba abajo, así como lo
hacía en su oficio de ebanista para descubrir si la madera era buena o mala
para muebles finos.
Así que fijó sus ojos en el asqueroso
manchón rojo del pecho, mantuvo la vista un rato en la soga que amarraban las
manos de los jóvenes y, por último, no quitó los ojos del mango de madera del
cincel. Lo recordó tan nítido como la tarde aquella en que se dedicó a marcar
con las iniciales todas las herramientas de su taller de carpintería, herramientas
que no solo le servían para tallar la madera sino para cuando los vecinos llegaran
a prestárselas. Justamente el cincel que le habían dado por perdido seis meses atrás,
ahora, se convertía en una de sus peores desgracias.
Esa desventura estaba relacionada con
el cincel y con los jóvenes asesinados. Llegó a pensar que el sol de esa mañana
era cómplice de su situación porque estaba raro y caía exactamente en el lado
izquierdo del pecho de uno de los cadáveres en el que el asesino hundió, sin
asco, el cincel, y estaba seguro de que
había sido hundido a golpes de martillo, dejando a la vista un mango de madera floreado,
aporreado, en el que todavía se podían leer las iniciales de su nombre en
altorrelieve, talladas con cuchillo muchos meses atrás. A Donaldo le bajaba una
sensación helada por el cuerpo mientras la angustia le subía por los pies. Son
esos sinsabores de la vida que no se le desea a nadie.
La otra desgracia, según su parecer,
era “el síndrome de la muerte inminente””. Esta segunda no eran más que
imágenes que nunca dejaron de atropellarlo. Cualquier dolorcito en el pecho lo
relacionaba con un infarto fulminante y de inmediato se veía tirado en una
cancha, en una calle, en la sala de su casa o en la cama.
Ahora en la mañana, las imágenes de la
cancha de básquet lo incomodaron tanto que sacudió su cabeza, pasó sus manos
por la cara como queriendo arrancar la telaraña de la ansiedad y, entonces, sintió
que se le removieron las aguas de la culpa con más intensidad. Secó un sudor
culposo que corría por su frente.
Las redes sociales viralizaban cada
una de las historias. Nadie entendía cuáles eran los motivos para exterminar la
vida de aquellos jóvenes. Se les conocía en el barrio como jóvenes solidarios,
pertenecientes a un club deportivo, a la acción comunal, a un grupo folclórico
y estaban para finalizar el primer semestre universitario. Los noticieros
televisivos difundían la noticia de que “eran delincuentes y que entre ellos
había ajustes de cuentas”.
Como consecuencia de las sucesivas
muertes en distintas partes de Bahía del Mar, los días lunes parecían llegar grises
y cubiertos de un luto riguroso. A Donaldo le costaba trabajo entender esas
muertes reiteradas y tenebrosas que rayaban en actos de locura contra otros
seres humanos. Daba la sensación de que el mundo padecía esquizofrenia.
En los breves momentos que Donaldo
estuvo muy cercano a los cadáveres, vio que una anciana, vestida de negro, se
deshacía en lágrimas y, en medio del dolor, contaba anécdotas de uno de los
difuntos. De repente, un hombre alto, en
camiseta deportiva, de músculos robustecidos, se impuso ante la multitud más
por su chabacanería que por su fuerza muscular.
─¡Tú eres pendeja, qué haces ahí
llorando a alguien que no es nada tuyo! ¡No te das cuenta de que ninguno de
ellos es tu nieto, tu nieto está durmiendo en la hamaca! ¡Esos muertos son
ajenos, dicen que son del otro barrio!
La estremeció por los brazos como si
fuera una muñeca de trapo y, al final, la tuvo que cargar para llevársela.
Un grupo de muchachos no dejó de
burlarse del “hombre fitness” y de la
anciana hasta que ambos se perdieron en el cruce de la otra calle. Ese mismo
grupo corría, saltaba y encestaba. No se interesaban en los
cadáveres, al contrario, seguían lanzando el balón de básquet en la canasta
averiada. El golpeteo del balón parecía irrespetar el sentimiento de luto que
algunos abrigaban en el corazón. Al poco rato, los muchachos abandonaron la
cancha, vociferando vulgaridades y frases irrespetuosas contra todos los
presentes.
Donaldo tuvo unos segundos de respiro
que le permitieron encender otro cigarrillo. Fumaba apurado. La imagen del
cincel en el pecho del joven no se le apartaba de la mente, estaba ahí, pegada
como un parche, molestándole. Intentaba borrarla de su memoria, superponiendo o
recordando las distintas personas que visitaban su taller de carpintería para
prestarles el cincel. Pretendía recordar el rostro o tener alguna idea de a
quién se lo pudo prestar meses atrás.
Donaldo le pegó la última chupada al cigarro, escupió la colilla y soltó
el humo en diminutas volutas. Pero la
ansiedad no se le fue, se le pegó más a su piel. Lo notó porque se sintió más conmovido
por el cuadro que tenía delante de sus ojos y como si no tuviera escapatoria
alguna botó todo el aire que contenían sus pulmones y murmuró algo como: “en qué
lío voy a estar metido con las autoridades”.
El cincel seguía campante. Como si no quisiera perder de vista a Donaldo. Parecía
perseguirlo. Trataba de evadirlo. Pero en cualquier parte en la se pusiera, el
mango de madera lo señalaba, lo acusaba. Por lo tanto, aquella situación le
produjo más angustia. La idea de que era culpable fue creciéndole y pensó que
la policía descifraría con facilidad las iniciales en el mango del cincel y vendría
a investigarlo a su casa y él tendría que responder por algo que nunca cometió.
Pensó: “en este país las cárceles están más llenas de inocentes que de
criminales”. De inmediato, el estrés se le atravesó en el pecho como clavo
caliente.
Cuando Donaldo escuchó que la sirena de la patrulla policial se aproximaba,
sacó fuerzas desde muy adentro, se despegó del lugar del crimen y aligeró los
pasos. Llegó a su casa. Antes de abrir el portón, percibió un acordeón
entonando una canción vallenata que hablaba de que Ay, qué bonita es esta vida/aunque a veces duela tanto/y a pesar de los
pesares/siempre hay alguien que nos quiere…
Sin embargo, se dijo con resignación:
Para mí, a partir de ahora, ya la vida dejó de ser bonita.
Y entró con rapidez. En el interior de su casa, anduvo con tanto cuidado
que no saludó a Karen quien restregaba y enjabonaba camisas, blusas y prendas
íntimas, en el lavadero. Casi en puntillas, se dirigió al baño; no obstante,
ella captó sus pisadas y el ruido de la puerta del baño al cerrarse. Pensó: Ese es Donaldo, siempre con sus problemas
estomacales.
Por esa razón, ella esperó que él se acercara, como era su costumbre, para
besarla o comentarle lo que decía la gente de los jóvenes asesinados. Esperó.
Sin embargo, no lo sintió caminar por la sala, tampoco lo escuchó curucuteando
los pedazos de madera en el interior del taller. Agudizaba su oído tratando de
seguirlo por el cuarto, por el closet, por las camas. No escuchaba su clásico
carraspeo de fumador empedernido. Entonces, se alarmó. Según sus cálculos, ya era el tiempo
suficiente que hubiera salido del baño o donde se hubiera metido.
El peso de la intriga, de la incertidumbre y del silencio la llevaron hasta
el baño. Tocó varias veces, pero nadie le contestó. La puerta cedió al empujarla y encontró una
colilla nadando en la taza del inodoro. Indagó en el taller y se dio cuenta de
que la brisa de enero solo barría las virutas de madera de los días anteriores
acumuladas en el mesón. No encontrarlo en la casa ni tener algunas pistas de su
desaparición la condujo a asomarse a la calle. Nada. Uno que otro grupo
rumorando sobre el crimen. Tuvo la desazón más grande y se sintió la mujer más
desgraciada del mundo cuando confirmó su pálpito.
La impresión de la desaparición derrumbó a Karen en una silla que estaba a
su lado, y, como pudo, logró que sus manos cubrieran o ampararan de cualquier accidente
al hijo que tenía en sus entrañas.
Desde entonces, ella, solitaria, desafió todas las circunstancias
adversas contra el embarazo y la desaparición repentina de su Donaldo del alma.
Empezó preguntando a todo el que encontraba en su camino que si no habían visto
por ahí a Donaldo. Por una parte, las respuestas negativas corroboraban la
posibilidad de conocer el paradero de su marido. De otra, las autoridades ni
siquiera habían iniciado la investigación sobre los dos cadáveres tirados en la
cancha de básquet, cerca del mar, atados de las manos.
Los meses desfilaban vertiginosos y un silencio de impunidad descansaba sobre
los pobladores tanto que solo volvían a recordarlos cuando aparecían otros
muchachos degollados en otro lugar de la ciudad o flotando en el mar, amarrados
de las manos. Entonces, llovían las entrevistas, las investigaciones
exhaustivas, las denuncias y la repetición del estribillo: “caerá todo el peso
de la ley sobre los criminales”.
Una tarde, un vecino se acercó a la casa de Donaldo a pedir prestado un
punzón y un martillo. Karen se asomó por la ventana, se quedó mirando al vecino
y no quiso responderle ni hacerle el favor. Oyó que los pasos se devolvían y
una voz enfurecida, desde afuera, la trataba de loca. Karen observó a través de
la ventana cómo la brisa de enero en Bahía del Mar levantaba capas de polvo y de
olvido sobre la ciudad y el mar. Las noches seguían bebiéndose los últimos
residuos de claridad que quedaban del día y la brisa barría las hojas secas
como si barriera los recuerdos que trastornan y las imágenes que torturan. Dos
lámparas seguían alumbrando con su luz enfermiza la cancha de básquet en la que
la policía encontró, muchos meses atrás, dos cadáveres de quienes ya todos
sabían que eran historia.
Finalmente, el bostezo negro de la
soledad continuaba extendiéndose en la cancha de básquet mientras los hocicos
de los perros todavía rastreaban el desagradable olor de la sarna y Karen, próxima
al alumbramiento, desde su mecedor, seguía luchando solitaria, desamparada, contra
la ansiedad, el insomnio y la desaparición repentina de Donaldo García, su
esposo.
Enero 7 de 2022
Santa Marta, cerca del mar.
Excelente historia, un buen manejo del suspenso, lo que mantiene al lector interesado todo el tiempo.
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