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El Gallo

 

(La Curandera)

 

La nube de polvo parecía suspendida en el aire. Invadía la ropa, se metía en las orejas. Se la respiraba. Se la masticaba. Se la tragaba. Para colmo, el agua escaseaba, a tal punto que había que racionarla. Solo para beber y lavar alguna prenda imprescindible cada quince o veinte días. Los árboles añosos, de raíces profundas, y algún que otro arbusto mustio, sobrevivían.

Los ganaderos se habían llevado las vacas a otras comarcas, buscando agua y pasturas. De las gallinas, habitués en todas las casas, quedaban los recuerdos de sus cacareos.

Jorgelina conservaba un gallo colorado, flaco y apagado, que aún cantaba en las mañanas, aunque su canto se parecía cada vez más a un quejido.

La dura sequía amarilleaba el campo. Y secaba arroyos, pozos de agua, personas y animales, ya sean domésticos o salvajes. Ni lagartos quedan, pensaba Jorgelina.

─Dejó de llover porque no le cumplieron al santo─ protestaba en voz alta, con enojo, sorbiendo lentamente un trago de agua de una taza enlozada. Dejaba un sorbo en el fondo de la taza y la ponía en el suelo para que el gallo la encontrase y bebiese un poco.

Antes llovía mucho, cuando vivía el finado, recordaba mirando al gallo. Instintivamente, lo tomaba del cuello, apretándolo. El animal abría el pico, ahogado, y ella lo soltaba, arrepentida de su impulso. El gallo sacudía las alas y recobraba la respiración, con un cacareo agónico.

Así era yo, pensaba Jorgelina, y el remordimiento la llevaba a echarle un puñado de maíz viejo y reseco en el suelo. El ave no lo tocaba, por lo menos hasta que su garganta permitía el paso de las semillas.

─¿Por qué no lo come, doña Jorgelina? ─le preguntó Noemí, en una de las visitas que le hacía de cuando en cuando para corroborar que seguía con vida o algo así. Era agradable recibirla y hablar con alguien que no fuese un animal.

─Era de mi marido, el finado. Me recuerda a él─ le contestó acomodándose en la mecedora, mirando los ojos del gallo. Ahí, en los ojos, estaba el pasado que no quería irse. ─Todos los días lo intento, pero me da lástima. Es como un mal recuerdo que se quiere olvidar, pero se resiste a ser olvidado.

─Con más razón entonces.

Jorgelina sonreía. ¿Cómo explicar que el bicho éste era como él? Puros huesos, de mal talante y desafinado. ¿Cómo explicar qué había perdido el coraje para enfrentar la muerte ajena?

─Ahora que lo pienso─ dijo Noemí, colocándole el tensiómetro en el brazo desnudo─ cuando murió su marido dejó de llover. ¿Lo extraña?

─Para nada. Y yo dejé de llorar.

─Por supuesto. Agotó el llanto por la tristeza.

─Pero no, nena. No solté una sola lágrima en el velorio ni después.

─Pobre... estaba consternada─ se apiadó Noemí.

─¡No! ¡Qué va! Estaba feliz. Por fin se había muerto el maldito─ Jorgelina comenzó a hablar de forma pausada, entrecerrando los ojos. La voz le sonaba ausente─ Desde los quince años estaba con él. Y desde los dieciséis lloré tanto que me fui secando. ¿Ves las cicatrices del brazo? ¿y estas, acá en el cuello? Si vieras mi espalda, te asustarías. Le pedía a San Jorge que se lo lleve, día y noche.

Noemí permaneció en silencio, observando las marcas oscuras que señalaba Jorgelina.

─Todas estas cicatrices me lo recuerdan. Las cicatrices y ese gallo. Una vez quiso marcarme, como a las vacas. Era época de yerra. Me salvó Martín, el de los Báez. Al otro día lo mataron en una pelea por un partido de truco. De una puñalada. Eso dijeron los policías, pero yo creo que lo mató el finado. Él estaba en el boliche, donde pasó─ hizo una pausa y abrió los ojos─ Llovía mucho por entonces. Yo sentía que el cielo lloraba conmigo.

─Su esposo murió del corazón, ¿no?

─Eso dijo el doctor. Pero ése no tenía corazón.

Noemí sonrió, iba a decir que todos tenemos corazón, pero se detuvo, incómoda.

─El día que se murió le prometí a San Jorge que nunca más iba a llorar ni por él ni por nadie. Que en venganza iba a ser feliz.

─¿Y lo es? ─preguntó Noemí con cautela.

─A veces lo soy, hasta que veo al gallo.

─Qué calor─ Noemí cambió de tema. ─Y que sequía tremenda tenemos. Ya van como cinco años que no cae una gota. ¿Hace cuánto que es viuda?

─Cinco años.

─Tendrá que volver a llorar, Jorgelina, pero de alegría. Necesitamos el agua─ rio Noemí, besándole la frente.

─Cuando el santo hacía llover ¿alguien le agradeció? Es el precio que hay que pagar cuando no se cumplen las promesas.

Noemí se fue después de aseverar que ella siempre cumplía sus promesas. Jorgelina dejó la mecedora que siguió en movimiento durante un rato.

El cielo comenzó a oscurecerse con nubes tormentosas; no era novedad. Solía ocurrir todos los días a esa hora y después, nada.

El gallo, indiferente, tomaba un baño de polvo.

─Maldito, no le importa nada, pensó Jorgelina, irritada. Un rayo nítido seguido de un trueno estentóreo asustó al animal que voló, mejor dicho, saltó a la cara de Jorgelina, quien levantaba la taza del suelo, haciéndole un corte en la mejilla. Ella gritó, aterrada, y otro trueno que sonó más fuerte que el anterior, apagó su grito. Apretó el cuello del gallo con la mano derecha mientras cubría su cabeza con el brazo izquierdo como para protegerse de un golpe.

El bicho dejó de respirar. Al cabo de un momento, sacudió las alas y ya no despertó.

Se sucedían los rayos y los truenos. Jorgelina jadeaba, temblando. Miraba al gallo muerto y no entendía. Tuvo miedo. El mismo miedo que trató de enterrar hace cinco años, cuando murió el maldito. Fue cuando  él le daba una tremenda paliza que ella logró agarrar el revólver, escondido detrás del altar del santo. Sin vacilar, vació el cargador en dirección al finado. No le acertó ni un tiro. No entendía por qué él estaba tirado en el piso sin moverse, sin una gota de sangre que manchara su ropa, sin una herida. Creyó que lo había matado y el cargo de conciencia la carcomía.

También entonces tronaba, como ahora. Cuando el doctor le dijo que había sufrido un ataque cardíaco, no entendió de que le hablaba. Lo habrán asustado los truenos, dijo el médico. Ella dudó, sin saber que pensar. El maldito seguía torturándola. Ese día dejó de llorar. Ese día comenzó la sequía.

De pronto comprendió: el finado cayó seco de la sorpresa, ella se atrevió a dispararle. Y el gallo murió porque ella sí lo mató. Se permitió llorar, no por el maldito. Comenzó a llorar primero por el gallo (al fin de cuentas, no servía ni para un buen puchero), luego por ella, después por la estupidez de atarse a un pasado que no volvería (gracias, San Jorge) ni se podía cambiar. La culpa agazapada durante tantos años en su alma, comenzaba a irse. Lástima el tiempo perdido.

Se dejó caer en la mecedora sin soltar el cadáver plumífero.

La tormenta eléctrica dio paso a la lluvia. No a una lluvia violenta y pasajera, como las de verano, sino a una continua, lenta, suave, liberadora.

Alguien le cumplió la promesa al santo, pensó Jorgelina, feliz, mientras de sus ojos la lluvia seguía naciendo.


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