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Lenin vino en una cigüeña (y después la cigüeña se murió)

 

Tusa Kutusa

 

La fila no avanzaba tan rápido como me habían dicho. No recordé haber hecho una cola inmensa, sino lanzarme en una estampida que casi se apoderó de esa ala del Kremlin. Pasé por donde estaban las tumbas de otros personajes que no me interesaban mucho, Stalin entre ellos. A lo lejos veía a Lenin manoteando a algunos visitantes, sonriendo a una llorosa anciana. En ráfagas instantáneas volvía a su posición detrás de un cristal en un sarcófago muy poco iluminado, con sus manos cruzadas sobre el pecho. Luego uno de los guardianes lo recriminaba y el mismo Lenin asentía como un niño que promete no volver a sus fechorías.

Qué hay del otro lado de la puerta –le pregunté a un oficial que seguía la rutina de los visitantes y procuraba que ninguno llevase una cámara fotográfica, una pistola o cualquier otra cosa no apropiada.

El oficial se detuvo luego de unos segundos. Al volverse vi que no era otro que Vardanyán, el olímpico.

–¿Qué haces aquí? –le pregunté. Él volvió a evitarme–. ¿No eres Vardanyán, el campeón de pesas?

–Sí, soy Vardanyán, pero de lo único que soy campeón es de la amargura –dijo.

–¿Será porque es un sueño? –le dije medio abatido, o bajo la confusión que dejaba el diálogo estéril.

–Yo lo que vivo es una pesadilla a toda hora. No tengo que dormirme para que eso pase.

–¿Podrías enviarle un mensaje a Volodia?

–¿Un mensaje a Lenin? ¿Para qué? Ese granuja no piensa más que en él, en sus vicios e inspiraciones. Nos esclaviza, por más que digan que todo esto es gratis, que es una obra de la Revolución, y más saliva a borbotones. Qué le digo. Vladímir es el centro del show. Cuando termina la tarde se escapa a uno de los bares que lo atienden como cliente Vip. ¿Sabe lo que es un Vip? Usted no es ruso, se nota. Fueron nuestros compatriotas los que inventaron esas siglas burguesas allá en París. A veces el majadero se planta a beber a expensas de la noche. Sé que un día lo encontraremos congelado y con una botella de vodka a sus pies.

–Dígale que mi proa está que arde.

–¿Su proa está que arde? ¿Qué quiere decir con ello? ¿Es acaso un mensaje conspirativo? ¿Será usted súbdito de Plejánov, o peor, uno de los tuberculosos de Kérenski?

–Mejor dígale algo más simple: El perfume de Nadezhda es alegre. Estoy seguro que le cambiará la mala cara que tiene, al menos cuando lleguen visitas imprudentes.

–¿Y a quién se refiere con lo de la mala cara, a Nadia o a Lenin, cuál tiene esa mala cara?

–Es algo que solo lo entenderá él.

–Soy yo quien debo entregarle el mensaje y lo quiero todo claro.

–Estoy hablando de su esposa.

Ya estaba a escasos metros del líder bolchevique. Vi cómo había intentado beber de una vasija. Vi cómo Vardanyán le entregaba el mensaje. Asentí y me miró por encima de la turba. Después negó con la cabeza e hizo una seña que intuí como que debíamos hablar al terminar la lista. Miré detrás de mí y la cola era aún siniestra.

Escápate le murmuré mientras me le acercaba.

–Es lo que más quisiera dijo acongojado.

Yo tenía en la mente una canción del grupo ABBA, con letra ingenua y música menos ingenua, y la tararee. Lenin siguió el ritmo e  intentó tararearla también. Un día bailaremos eso, me dijo para mi asombro.

A veces creía ver donde estaba Lenin a una cabeza de jabalí. Una cabeza de jabalí sonriente, a punto de soltar un largo discurso obrero.

Como demoraba más de lo habitual (ya me habían advertido de que frente a Lenin uno no podía detenerse ni para pestañar, tenía no más de un minuto para recorrer ese sótano), el propio Vardanyán me empujó a que alcanzase la salida.

–¿Qué hay de él? –señalé la cabeza de jabalí, sonriente y dedicada a parlotear con otras personas.

–Vaya a un bar cuando termine la sesión. Quizás tenga suerte y pueda hablarle mejor de la proa ardiente y del perfume de Nadezhda. ¿Alegre, dijo usted?

Salí afuera. De momento ya era medianoche y la Plaza Roja estaba vacía. Yo llevaba un grueso abrigo forrado con piel de oso quizás. Unas aves raras me sobrevolaron, volaban en círculos y chillaban a todo galope. Al fin me encontré un miliciano. Era rechoncho y sus ojos azules tan intensos que centelleaban con ardor. Me dijo que vigilaba el tránsito y que también echaba una mano a los guardias que perseguían contrabandistas. Me ofreció vodka y no acepté.

Yo estoy intentando desintoxicarmedijo. He probado muchos remedios pero ninguno resulta.

Me soltó la historia de una curandera en su natal Liepāja y su intento de curar con orine el vicio del alcohol. Soltó una carcajada y yo sonreí. Le dije que deseaba ver a Lenin.

¿Lenin?

Le relaté mi experiencia con el vodka. Hablé de Vardanyán y juró no conocerlo.

Deseo encontrarme furtivamente con Lenin –le dije.

–Tienes que beber un poco de vodka y después hablamos. La noche jamás rechaza un brindis. La noche es la madre del vodka.

Lo creo, pensé.

–Donde mejor transcurre mi vida es en los sueños. Soy un insomne confundido entre sus propias brumas.

La declaración era nefasta. Volví a hablarle de Lenin y él volvió a meter el asunto del vodka.

Me esforcé por parecerle sincero. En las buenas novelas siempre hay un tipo que sueña muy mal, le dije.

–Ya lo creo. En las buenas novelas siempre hay borrachos. Fíjese en  La pulga de acero, de Nikolái Leskov, en Oblómov, de  Goncharov.

Llegado el punto en que lo miraba con cierta repulsión, intenté desprenderme de su insistencia, busqué con la vista el pasillo hacia la torre Nikólskaia.

–Es una cuestión vital –pronuncié con acento extranjero.

–Lenin ya no vive allí. Se mudó, o lo mudaron. Lo vendieron, o lo cambiaron por petróleo, o por ómnibus, o por cohetes espaciales. Yo no sé. Eso es cosa de esta gente y de los vietnamitas.

–¿Los vietnamitas?

–Ahora traerán a Ho Chi Minh.

–Voy a acercarme a su féretro, a donde estaba.

–Tengo órdenes de disparar a quien se acerque.

–Pero si no está Lenin allí, qué sentido tiene cuidar algo que no existe.

–Pero existió.

–Y si bebo vodka con usted.

–Si bebe vodka conmigo, las cosas pueden cambiar.

Lo pensaré, le dije al final. No me interesaba conversar con un miliciano, mucho menos a esa hora, mucho menos compartir bebida con él.

Me fui a un bar que estaba a menos de cien metros de la Plaza Roja. Me senté en una mesa, olfatee el sitio, vi la lista de bebidas, a los injuriosos que desparramaban sus lloriqueos o petulancias. A los pocos minutos se apareció Lenin allí. No venía solo, Vardanyán lo acompañaba. El Vardanyán que no era en realidad Vardanyán.

Había una botella de vodka en mi mensa y yo no recordaba haberla comprado. Les pedí que me acompañaran. Lenin se empinó de la botella, hizo una mueca graciosa y después me agradeció.

Vardanyán se puso a hablar del clima, de lo larga de esta temporada, de cuanto podía hacerle daño al cuerpo de Lenin. Este le respondió que no se preocupara, unos científicos chinos trabajaban con su cuerpo y con técnicas de conservación muy avanzadas.

Yo celebré la noticia, para meterme en el ambiente.

–El clima de Moscú es desastroso –siguió Vardanyán–. Aquí no hay términos medios, las puertas se abren o se cierran. Fíjese en los riachuelos que desovan en el Moskova.

Dijo desova. Al principio me resultó incómodo el verbo, luego lo atraje como si se tratase de una palabra bendita, no propia del verdadero Vardanyán.

–No es lo peor –dijo Lenin–. Solo hay que plantarse en las buhardillas que han construido en los barrios más alejados. Esa gentuza que trafica lo que venga, hasta a sus madres. Y luego móntese en un trolebús, ya ni digo el metro, y caerán los más disimiles pordioseros y estafadores.

–¿Has montado en alguno o lo escuchaste por otros? –le pregunté.

–Claro. Soy muy bueno para fingir. Soy muy bueno para parecerme a otro. Me he ataviado con las vestimentas de tales tipejos, y he vivido experiencias que no se merecen ni los presos de Solovkí. Que una prostituta, muy vieja y muy narizona por cierto, quiera lamerte una oreja, que un rufián desee venderte una réplica de reloj suizo, que un leporino te pida unos kopeks porque no tiene una letrina donde cagar sus inmundicias capitalistas.

–Y luego los hay peores –intervino Vardanyán–, los cochinos que echan la propaganda socialista incluso en las sopas. Sopas de hoz y martillos, en todo caso.

Sonreí porque realmente no era el verdadero Vardanyán.

Oí cuando Lenin le pedía cien rublos prestados a Vardanyán, y cómo Vardanyán esquivaba al exponer lo de su salario irrisorio, lo de deudas con algún familiar. ¿No tienes ninguna cuenta invisible en algún banco? Le pregunté a Lenin.

–Estoy en bancarrota. El asno de Stalin lo chupó todo. Qué decirte de mi familia, de la pobre de Nadia.

En ese momento aparecieron unos jóvenes en el bar, portes estrafalarios, tatuajes, peinados al estilo mohawk, y al descubrir a Lenin en nuestra mesa prorrumpieron un sonoro aplauso. Uno de ellos, tal vez el líder, le pidió a Lenin la posibilidad de retratarse juntos. Habló de honor, de la nueva izquierda, de los hippies socialistas.

Lenin accedió al instante y el muchacho sacó una cámara Zenit de un bolso, llamó a uno de los suyos para que hiciese la foto, se acercó a Lenin, a centímetros, sonrió y esperó que el revolucionario hiciese lo mismo.

No tan rápido, le dijo Lenin.

Hoy no me maquillaron bien, solo de un soplido. La maquillista principal, Marija Sumnikova, tiene un resfriado o se le murió un cerdo, o lo que haya inventado para no llenarme de polvos y coloretes, eso por lo de la desecación, el formaldehído en exceso llega a ser tóxico, muchachuelo.

–No importa –le dijo el joven–, usted se ve espléndido, como en los días de la Revolución.

–Hago lo que puedo para parecerme a otra cosa que no sea yo mismo. Al final es inevitable.

Lenin pasó uno de sus brazos por el cuello del muchacho, sonrió y la foto se hizo, luego le pidió al muchacho algo de dinero.

–Lo lamento camarada comandante, solo kvas compraré con lo que traigo. Cinco rublos de plata.

–Es lo que hace todo el mundo en esta época, hacerse los miserables o los indigentes, como si fuese esta una sublime clase social, rellenada con una aureola burguesa, algo así como que entre más pobre, más infalible y más auténtico revolucionario eres –se lamentó Lenin con Vardanyán y conmigo, y casi con las mismas enfiló su mirada, y su ataque, hacia mí.

–Y tú porque no me prestas cien rublos. Lo que seguro ganas en una noche. En dos semanas puedo devolvértelos.

–No he visto cien rublos en mi mano jamás. Soy estudiante, y los estudiantes…

–Sí, ya sé toda esa monserga de los estipendios y las obligaciones que atizan los del Komsomol. Ay Karelia.

Vardanyán intentó calmarle. Yo sonreí sin que me viesen.

–¿A dónde llegará este país con tanta ruindad? ¿El pajoso de Gorbachov no puede ser peor que el Pilatos de Wajda?

–¿El Pilatos de Wajda, dice? ¿Se refiere a la película, querido Vladímir? ¿La vio? –se exaltó Vardanyán.

Yo la había visto casi por casualidad (y me encantaba) pero no mencioné el detalle.

Vardanyán citó escenas de la película. De que no era el verdadero Vardanyán qué duda habría, pero de que fuese un experto en cine me dejó pasmado.

–¿Leyó a Bulgákov? –le pregunté a Lenin.

–Leí a Bulgákov y a todo el que metiera palabras en un libro. Tampoco es una proeza, qué más se puede hacer en los días aburridos. Eso o beber vodka.

Recordé lo que Vardanyán me había comentado sobre lo del cliente Vip y los indultos de Lenin en estos lugares. Hasta ahora la atención era muy simple. A ratos llegaban curiosos a hacerle las preguntas más inauditas. Sobre la guerra en Afganistán y los muyahidines, sobre Kim Il-sung y sus cohetes estratégicos, sobre una limitada autonomía de las empresas en la perestroika, o si era cierto lo de su romance con la actriz Vera Aléntova. Lenin solo atinaba a asentir o a negar con la cabeza.

–Mire –volvió Lenin a la embestida–, los estudiantes tienen alguna reserva, es mucho más que lo que yo tengo. Présteme al menos veinte rublos.

–¿Veinte rublos?

Lo miré malhumorado. Veinte rublos. Con veinte rublos bebería una semana y aun así me daría para pescar algunos calduchos, unas tortitas, arenques.

Al final cedí, no por lástima, ni siquiera resignado a que el destino (confiar en Lenin más que utopía era una desgraciada ciencia ficción) me lo devolviese a la par de mi altruismo, sino porque su cantinela llorona iría en aumento. Le brillaban los ojos cuando el billete estuvo en sus manos. No me agradeció.

Vardanyán le pidió ahorrar hasta el último centavo, no todos los días la buenaventura se aparecía a saludarlo.

–Maestro –le llamé maestro, sabiendo yo que él no era maestro, y tampoco me sentía como una especie de discípulo que corre las cortinas tras una farragosa y diezmada lección política–, tengo una idea. No se sí a usted, o a su compinche, les parezca adecuada o razonable. Las ideas suelen ser buenas, depende el contexto. Qué tal si nos vamos al Kremlin a visitar a Gorbachov. Qué tal si le damos un coscorrón en su cabezota por malentender a una gloria revolucionaria como usted. Qué tal si le canta una nana sangrienta, parecida a la que le cantaron a los zares. Mijaíl Serguéyevich debería asimilarlo de la mejor manera. O porque le enfrenta el mesías de la Revolución o porque el caldo se le pone ácido en estos días.

–Gorbachov podría enviar a una tumba a Vladímir –dijo Vardanyán.

–Ahí no estaría peor, créanme –dijo Lenin–. En ese sitio dormiría como en años no lo he hecho. Sin las visitas de esos silvestres de las cuatro patas del Cáucaso, o de esos sosos occidentales a los que se les exprime con burdos suvenires de la madre patria. ¿Qué recibo yo a cambio? Ni mis libros se reeditan ya. Vítores si acaso. Puños cerrados. La Internacional impresa en papel sanitario.

–Gorbachov es un reformador, y los reformadores muy a menudo encuentran un ideario nuevo –dije y al instante supe que la frase apestaba.

–Las reformas siempre van al mismo sitio de partida, estudiante –me dijo Lenin–. Las reformas hablan de imponer leyes que al final dejan las cosas como mismo estaban.

–No lo crea tan así –le alertó Vardanyán–. Se abren diálogos en todas partes, se conjuran las mayorías. Muchos irreverentes toman las calles y se les escucha. Los artistas se han convertido en fieras.

–Los artistas se convierten en fieras. Pero si nunca dejaron de serlo. Fieras amaestradas. Emplumados por los mismos desastres que dicen condenar.

–Disculpe que le diga esto: Usted piensa como un capitalista engreído –fui lejos, lo avizoré cuando mis palabras ya se acomodaban en el aire.

–Estudiante –me habló Lenin casi en susurros–, el capitalismo y el socialismo no son sistemas políticos, son sistemas digestivos.

Tuve una visión. No era muy nítida, pero allí estaba: Lenin desciende de un avión de guerra. ¿De dónde venía? Del Frente. ¿Dónde quedaba ese Frente y qué podría encontrar allí? Solo lo sabía él. Después de Lenin bajó mi abuela. Al principio no la reconocí porque llevaba un casco y gafas oscuras y muy grandes.

–Estamos en el mismo avión –le dije a Lenin, quizás también a Vardanyán–, pero no vamos al mismo sitio.

–¿Y qué es peor? –preguntó Vardanyán.

–Nadie lo sabe –dijo Lenin.

–¿Y qué se puede hacer entonces? –enfilé mi pregunta hacia Lenin.

–Quedarnos quietos. Beber.

Otra visión llegaba. Lenin con una larga melena recorría una galería en Leningrado. No era el Hermitage, sino una de esas confortables pero minúsculas salas que promueven a todo vapor las corrientes, y hornadas, más suculentas del arte contemporáneo, como las que en su día anunciaron a tipos como Schwitters, Jean Arp o Jasper Johns. Ahí estaba Vladímir Ilich Uliánov frente a un cuadro, su amplia melena bamboleante y rubia. Un Lenin rubio.

Miró un cuadro de Siqueiros y le molestó el desparpajo de símbolos, la inútil apetencia social, esa obsesión por colorear de manera tan chirriante a los obreros. Y otra vez apareció mi abuela. Era la guía del lugar. Le sugirió al cabecilla bolchevique admirar obras más ilustres. Tienen algo de Munch, hay impresionistas franceses, en la pared lateral se ven cosas de Briulov y de Vasnetsov, pero Lenin solo ve una imagen, la que Siqueiros ha pintado.

Voy a quemarlo, le dijo a mi abuela.

Hemos estado en silencio por unos minutos. Nadie ha venido a interrumpirnos. Vardanyán pareció dormitar por breves escalas, pausas, exhalaciones. Luego ha vuelto a una imperiosa realidad.

–¿Y si te vendemos? –le dijo a Lenin–. ¿Qué crees, Volodia? Tengo amigos con influencias y pudieran ayudarnos. No habrá mares de rublos, arroyuelos sí.

–¿Piensas venderme? Ya vendiste a tu madre, a tus hijos, y un día no muy lejano venderías tu patria a cualquier buhonero. Además de sacrilegio es una de las acciones más infieles que he escuchado en mi vida. Eres el único amigo que me queda y eso no resulta estorbo para que quieras ganar dinero con mi cuerpo.

–No juzgues a la primera. Te venderemos a los polacos o a los búlgaros. No a ti, amigo, dispénsame esos centímetros de fidelidad que todavía me sobreviven. Haremos un duplicado y el original se queda donde mismo está, es decir, contigo. En tus horas laborales conectado con el museo, por las noches zambullido en vodka. ¿No te paree una idea bien alegre?

–Demasiado alegre sí, pero ni los búlgaros ni los polacos son tontos para que se traguen ese embuste.

–Son búlgaros y son polacos, debía bastar.

Quise mencionarles algunos personajes famosos de Polonia o Bulgaria para contenerlos o contrarrestarlos. Chopin, Sienkiewicz, Todorov. No valía la pena.

–Porque, pensándolo mejor –prosiguió Vardanyán–, ni haremos un duplicado, sino varios, y los haremos también de la Plaza Roja. Los mandaremos para las ciudades donde aún importa el comunismo. En Praga, en Belgrado, en Sofía. Todo el mundo reconocerá el timo, pero a ninguno el importará. Tu alma es la que vale, Vladímir.

–Y sacaremos el dinero de la nada. Los duplicados no pueden hacerse de aire.

–Ese es un problema grande –reconoció Vardanyán.

–Volvemos al sitio de partida.

Yo esperaba porque a mí viniese algo rabiosamente original, algo que les hiciese soportarme y beneficiarme como uno de sus cómplices. Mis ideas duplicaban por igual acciones de películas malas.

–Y si te cambias el nombre, tus papeles, el pasaporte –le dije a Lenin y refunfuñó ante mi propuesta.

–Pero qué se le ocurre al estudiante. Tengo las relaciones que tengo por ser quien soy. Verás que cuando avance la noche el cantinero traerá una botella gratis a nombre del proletariado. Si me llamara Serguéi Kirilenko o Ruslán Koroliov crees que lo haría. Hay fastidios que pueden transformarse en lo opuesto.

Me juré que no abriría la boca en toda la noche, solo para empinarme del vodka, y no sé por cuál impulso volví a soltar mis prendas.

–Porque no da discursos en los teatros. Cobramos la entrada y el dinero fluirá en los bolsillos leninistas.  Muchos viejos comunistas asistirán, y pagarán.

–¿Comunistas viejos? Los comunistas viejos ya no existen, y si existiesen, qué dinero van a tener. Igual asumo que si existieran esos comunistas viejos y tuvieran dinero, no lo gastarían escuchando las pamplinas de este servidor. Cómo los convenzo primero de que la Revolución no quiso ultrajarlos ni escupirlos aunque les haya dejados sus culos ardiendo.

Vardanyán le pidió calma. Las últimas palabras retumbaban en todo el bar.

–Tendremos que atrapar algo más contundente. Tráfico de vodka, o de armas –dijo Vardanyán, y el que se enfureció fue Lenin.

–Que yo caiga preso por tales bandidismos, eso no lo voy a permitir.

El cantinero se aproximó a nuestra mesa, pensé que nos reprendería por el alboroto, pero dejó la botella  de vodka con una chispeante sonrisa. No tenía dentadura, y al sonreír pareció uno de esos monstruos atormentados de Hollywood. Se despidió con un saludo militar y Lenin le devolvió la pantomima del mismo saludo.

A los segundos Lenin lo llamó para que cambiase la música que sonaba desde unas estertóreas bocinas.

–Pon algo extranjero. Hay muchos ingleses buenos por ahí. Y suecos.

–¿Ingleses, Volodia, ingleses? ¿No estará probando mis debilidades ideológicas?

–Que no. No puedo excluirle de mis reales benefactores. El vodka corre a la velocidad de un T-34 por avenidas húngaras.

–Buena metáfora –dijo el desdentado–, pero si me agarran con uno de esos ingleses voy de cabeza a una fábrica de tractores en Volgogrado, si es que no caigo más lejos.

–Ponga la radio entonces. Esa música folclórica apesta. Parecen ucranianos orinando.

El cantinero se fue y trató de encontrar música en las emisoras. Nos miraba esperando complicidad o resignación. A uno y otro lado solo fluían cantinelas políticas, programas patrióticos.

Llamé al hombre y le dije que probara con los ingleses.

–¿Tiene discos de ellos?

–Por supuesto, y ya sabe que ese no es el problema. No pertenezco al Partido, no tuve una vida ejemplar. De milagro capturé este empleo, y no me va mal, me sirve para ganarme cerca de doscientos rublos y para beber a cuenta de los descarriados que caen de vez en vez por esta pocilga. Si alguien se viste o se disfraza de soplón, me las veré en ayunas. Por muy feo que me vea, tengo hijos y una esposa.

Lo entendí y, a pesar de ello, le aseguré que sería yo quien pagaría cualquier contratiempo o reprimenda que llegara. Fue hasta la grabadora y puso una melodía tenue. ¿Eran ingleses los que tocaban? Probablemente no, pero qué importaba.

No sé si fue el ritmo cálido de aquellas canciones, la cantidad de vodka navegando por mis venas hasta mi cabeza, o la hora, que le pedí a Lenin que bailara conmigo. Lenin miró al campeón olímpico, esperando quizás reprensión o asentimiento, y como Vardanyán no hizo gesto alguno, se levantó y sonriente aceptó el baile.


Comentarios

  1. De este tema harán una antología, tú verás. Nada más leete este 😂

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