Lorenzo
Lunar
El trío canta junto a la
barra.
Antenor tiene la mirada
fija en el vaso donde el dependiente acaba de servir el Havana Club Añejo.
Frente a él, Ana Ramos mira las paredes. Entre ambos, la cajita de sándalo
rosado.
No es la de Antenor y Ana
Ramos esa imagen vulgar del matrimonio que celebra su aniversario, sumergidos
en el pomposo aburrimiento de la más cara paladar del Vedado. Antenor y Ana
Ramos no son marido y mujer, tampoco lo que trivialmente se considera amigos.
¿Cómplices?, ¿compinches?, ¿cofrades de una extraña conspiración? Eso.
Parece la de ellos esa
serenidad etérea que se muestra cuando se cree haber logrado un anhelo de años.
Ana Ramos es la típica
emigrada que vuelve al redil, tal vez para demostrar que no fue errada aquella
decisión. Para pagar la distancia y el tiempo escamoteado a sus amigos con un
regalo insólito que puede ser, más que una prueba de fidelidad, un consuelo.
Antenor es el dueño de
«Spondylus Prínceps », la más célebre paladar habanera.
Fue en el año noventa y cinco
que Antenor decidió darle la espalda, definitivamente, al Alma Mater de
Diez años bajo la égida de
la marmórea dama: cinco como estudiante de biología marina y otro lustro como
profesor. Una carrera que prometía diplomados en Argentina con olor a bife
chorizo, maestrías en Río de Janeiro con feijoada y farofa, ¡un doctorado en
México!: tacos y chile. Sueños que se esfumaron como se desvanece el aroma del
comino que, en la cocina, el chef espolvorea sobre el rutilante arroz congrí.
Una carrera truncada por
el destino de una metrópoli situada nueve mil quinientos cincuenta kilómetros
al este de su Habana. ¿Quién lo iba a decir, Antenor, si tu sueño nunca fue
—¿Qué tienen que ver los
caracoles con el lechón asado? —preguntó una vez Ana Ramos y Antenor le
respondió:
—No es una metáfora. Es
una tabla de salvación. Siempre han sido mi vida. No puedo vivir sin ellos, sin
su carnaval de colorines, como mismo no podía seguir viviendo con el salario de
Pero Antenor, con un
inexplorado talento para los negocios, no podía despojarse de su condición de
biólogo —de su obsesión malacológica— y su no menos animosa alma de artista.
Los platos eran redundantes en las paladares habaneras: arroz congrí para el
turista, cerdo asado a la criolla —asado de cualquier manera; en cazuela, al
horno de carbón, en horno eléctrico... nunca en púa como en el oriente del país
ni en parrilla de leños de guayabo como en el centro de la isla— yuca hervida y
plátanos maduros fritos... A veces alguna variante con pollo u otra muy bien
disimulada fórmula con pescados y mariscos propuestos al turista a sotto voce, como un recóndito rumor.
Así fue que le vino la idea de los bautismos.
En cualquier paladar de
Una sin par lista de
especialidades de la cocina cubana exhibía Antenor en su negocio: El Court Volute de hoy está exquisito. Le
recomendamos el Pelican’s Foot, el
corte de cabezada que escogimos es fresco y jugoso. ¡
El aire acondicionado hace
olvidar el calor de afuera. ¡Treinta grados en
Ana Ramos acaricia la
cajita de sándalo rosado. Es un cofre pequeño, encargado por ella misma para
transportar un viejo sueño. Suspira.
Antenor deja descansar el
vaso encima de la mesa y termina de relamerse la última gota de Havana Añejo
que queda entre sus labios.
«¿Cómo reaccionará
Obedulio?», piensa.
El trío canta junto a la
barra.
Antenor le llamaba
Obedulio, graciosa falla ortológica que el otro toleraba sin enmienda y que
ambos habían sedimentado en su tratamiento.
Veinte años de amistad,
desde que se conocieron en la secundaria básica.
—Cambio postales de
peloteros de las ligas profesionales cubanas de antes por sellos alemanes de la
segunda guerra mundial —saludaba Obdulio al grupo de muchachos y casi todos
desorbitaban los ojos al escuchar la propuesta. Excepto Antenor, que sonreía
indiferente.
Obdulio pasaba de una
colección filatélica a otra de llaveros, de una colección de etiquetas de
refrescos a otra de postales eróticas, de una de plumas de canarios a otra de
recortes de nudistas francesas. Un día confesó tener en su casa una valiosa
colección de pipas: «la conseguí en la rapiña de cierta casa de la calle Reina»
confesó a sus compañeros.
Sin embargo, las
colecciones de Obdulio, indiscutiblemente, eran las más amplias y atractivas de
toda la secundaria básica. Era hábil el muchacho buscando estampillas raras en
las vendutas de
—Cambio mi colección de
almanaques chinos, doce ejemplares a color y con figuras de dragones y pagodas,
por el Álbum Blanco de los Beatles
—anunció Obdulio una mañana al incorporarse al grupo que esperaba el timbrazo
de entrada.
—¿Por qué no te concentras
en una cosa definitivamente? —le preguntó Antenor.
—¡Mira quién habla!
—Yo tengo una colección
que tú jamás tendrás.
—¿Balas de la segunda
guerra mundial? ¿Plumas de periodistas famosos? ¿Matrículas de autos de los
años treinta? ¿Autógrafos de los curas de
—Caracoles.
—¿Caracoles? ¡Esa
tontería!
Entonces Antenor declamó
los nombres:
—Voluta Fusiformis, Harpa Ventricosa, lyria Delessertiana...
Los muchachos quedaron con
la boca abierta.
Y a partir de esa mañana
no hubo un día que Obdulio no le suplicara a su compañero ver aquella colección
de tangibles bautismos cuya delicada poesía le había trastornado.
—Paciencia, Obedulio,
paciencia... —fue la máxima de Antenor quien, hasta ese entonces falto de
amigos, ya se sabía dueño de uno para toda la vida.
Bien supo Antenor cebar la
impaciencia de Obdulio antes de mostrarle los pocos ejemplares de su colección,
redundando en los más complicados bautismos de los más coloridos caracoles. Y
declamaba con tono afectado:
—¡Oh, Fuscolimbata, Albolimbata, Roseolimbata! ¡Oh, bellezas! ¡Ohhh, Testudinea! ¡Ohhh, Flammulata! No todas las manos deben tocarles.
Obdulio sentíase infeliz.
Indigno. Impaciente por acariciar, alguna vez, las nacaradas superficies de
aquello que para él ya era algo más que poesía y quimera.
—En una revista de París
encontré noticias en torno al Phillopteris…
Los ojos de Odbulio
brillaban, su mente imaginaba formas y colores. Y volvía Antenor:
—Voy a cambiar mi
Palma-rosa y mi Peine de Venus, que son dos maravillas, por…
Obdulio envidiaba.
—¿Conoces el Conus Literatus? Esta mañana me
ofrecieron uno. No lo quise. Me es antipática su monótona reticulación.
Y Obdulio mentía.
—Sí, claro que lo he
visto. Y coincido contigo.
Aunque era probable que el
fascinado Obdulio no mintiera del todo. Lo hacía al describir la sensación
rugosa al tacto del Diplocentrus
Trinitarius. O cuando, después de una hepatitis que lo tuvo en cama por un
mes, llegó al colegio alardeando de haber estado de excursión por Baracoa,
Sin embargo, era Obdulio
veraz cuando describía, en competencia con el adelantado Antenor, las más raras
especies: la leonada apariencia de la Voluta
Fusiformis o el mimetismo del Phillopteris,
capaz de confundirse con las algas de las aguas australianas, su habitat.
Después de la fervorosa descripción, única manera de halar la sardina hacia su
sartén en la controversia, acababa dibujando su sueño en una cartulina. Exacta
reproducción de las viñetas de
Y es que primero Obdulio
conocería toda la fauna malacológica en los libros. Antes de poner su vista por
primera vez sobre unas vulgares olivas de Panamá y Mazatlán o antes de tocar,
como se tocan los senos de una virgen, un simple estrombo de Varadero, el tenaz
Obdulio se había deslumbrado con toda la teoría de los más raros libros sobre
el tema de los caracoles: el Conchyliorum
de Sowerby, el Guamus benedictus de
Labrador Ruiz, ¡y los veinte volúmenes de
La tarde que Antenor,
prepotente y necesitado de un golpe de efecto, mostró a su amigo sendos
ejemplares —irrefutables, rutilantes— de Pompilius
y Gloria Maris, Obdulio supo
contener toda la emoción de su alma —más tarde lloraría en su cuarto como una
niña que ha perdido la virginidad o como el ciego que ve por primera vez la luz
del alba— para reprocharle, aparentando indiferencia:
—Pensé que me mostrarías
un Marmoratus o al menos un Terebellum.
A los quince años, Ana
Ramos tenía piel de virgen y ojos de femme
fatal. Miraba a los muchachos de la secundaria como si fueran sabandijas
incoloras y cuando se acercaba a alguno era solamente para evacuar determinada
duda de Física o Matemáticas. Entonces sabía pagar la explicación con una
sonrisa más o menos provocadora; o con el descuidado roce de uno de sus muslos
con la mano del consultante, puesta también al descuido sobre la paleta del
pupitre; o con el calor de su respiración en la nuca del elegido mientras este
trataba de explicarle
Antenor y Obdulio, que
además de competir en su afán malacológico también lo hacían en sus estudios de
Física y Matemáticas con el fin de acercarse a Ana Ramos, más de una vez
trataron de marcar sus fronteras:
—Te dejo
—Pues bien podría ser yo
quien se ocupara de los números. El semestre pasado tuve mejor nota que tú.
—Solo un par de centésimas
por encima.
Pero nunca llegaban a un
acuerdo.
A veces la muchacha se
sometía a los repasos de ambos, sentados en un banco al fondo del patio de la
escuela y debajo de una frondosa majagua. Entonces se las arreglaban los tres
para que pareciera natural aquella mano de Antenor posada sobre la rodilla de
la muchacha y el brazo de Obdulio rozándole el talle. Tácito acuerdo que
implicaba el silencio posterior.
Antenor y Obdulio
discutían de caracoles, de Física y de Matemáticas, pero nunca lo hacían
respecto a sus pretensiones con Ana Ramos.
Al terminar la secundaria
básica ya los tres habían creado un nudo inextricable. Una procelosa amistad
para toda la vida.
El último día de clases,
Ana Ramos hizo una invitación a sus amigos.
—Quiero llevarlos a
conocer a mi tío Cadamusto.
Cadamusto llevaba en su
cara la marca del más descuidado acné. Vivía en Mantilla, casi al final de la
calzada de Managua, y apenas salía de su casa.
—Con esa cara —comentaban
los vecinos— a nadie le gustaría estar exhibiéndose por las calles.
—Además —sospechaba la
responsable de vigilancia de la zona— tiene nombre de impostor. Jamás en mi
vida he visto a alguien con nombre semejante.
—¡Pero, compañera, si ese
hombre vive ahí mucho antes de que usted llegara de Bayamo con sus cacharros al
hombro!
Por las tardes solía
Cadamusto sentarse en el portal de su casa, un viejo chalet de madera separado
de la calzada por un caminito de piedras blancas. Le gustaba vestir de
guayabera y siempre enrollaba en su cuello un pañuelo rojo. Era jubilado y no
se quejaba. Ana Ramos era su única sobrina y ya a los dieciséis años sabíase
destinada a acompañarlo en su vejez.
La sala de la casa de
Cadamusto estaba llena de repisas. Y las repisas repletas de caracoles. Sin
dudas era el dueño de la más completa colección jamás soñada.
Antenor y Obdulio quedaron
boquiabiertos cuando, después de una expedita presentación, Ana Ramos los dejó
en medio de aquel salón, frente a su tío.
—¡Estos coleccionistas
medio locos! —saludó el viejo, como si se tratara de compañeros de la época en
que trabajaba en los ferrocarriles.
Ana Ramos pasó al cuarto y
comenzó a cambiarse de ropa. Su cuerpo semidesnudo se reflejaba en un espejo
que permitía que sus dos amigos pudieran verla desde la sala. Las miradas de
los dos muchachos culebreaban entre el reflejo de la desnudez de Ana Ramos y la
gama de formas y colores que señoreaba en los estantes. Luego la imagen se
perdió del cristal y en la habitación solo hubo espacio para la voz de tenor de
Cadamusto y el fulgor de los caracoles.
Cuando la joven reapareció
en la sala, cubierta con un sencillísimo vestido de guinga y con tres vasos de
limonada sobre una bandeja, encontró a los dos jóvenes embelesados frente al
viejo:
—¡Diplocentrus Gundlachi! ¡Diplocentrus
Trinitarius! ¿Qué diferencia? ¿Pueden decirme qué diferencia? —gritaba
mientras blandía en sus manos los caracoles.
A partir de aquella tarde,
comenzaron a reunirse en la quinta de Mantilla y no tardaron los dos muchachos
en completar su erudición malacológica.
A los pocos meses las
conversaciones con Cadamusto se tornaron redundantes, pero nunca aburridas.
Tampoco lo eran las sesiones de disimulado voyeurismo a las que la socarrona
Ana Ramos sometía al par de amigos. Solía sentarse en posiciones, más que
descuidadas, atrevidas. A veces no llevaba nada debajo del ligero vestido de
guinga. Otras, olvidaba cerrar la puerta del baño cuando se abría de piernas
sobre el inodoro para orinar…
Al final de las tardes Ana
Ramos se incorporaba a las conversaciones que siempre timoneaba Cadamusto; unas
veces recostada a Obdulio, otras estrujando su cuerpo con el de Antenor.
—Es la especie más rara y
soñada —repetía el viejo—. Puede encontrarse ocasionalmente en las costas de
Perú o Ecuador. Era el alimento de los reyes incas…
Era la quimera. La única
pieza ausente en los estantes del viejo.
«Encuéntralo», le había
dicho su amigo Enrique antes de partir de Cuba, cuando le entregó aquella
colección de caracoles que formara, con paciencia, durante muchos años de
viajero sin itinerarios.
Eran amigos desde los años
mozos. Se conocieron en la década del veinte, allá por Cienfuegos, cuando
Cadamusto entrenaba para retranquero con el padre de Enrique. Años después se
habían encontrado en
«Spondylus
Prínceps» fue la última frase del malacólogo Cadamusto al expirar
aquella tarde de mil novecientos noventa.
Spondylus
Prínceps era el sueño de Antenor y Obdulio. Un sueño candoroso y
prohibido, como las carnes de Ana Ramos.
Antenor encontró a Obdulio
en su habitual puesto de la Plaza de Armas. Eran las diez de la mañana y
todavía organizaba los libros en los anaqueles: el Diario del Che, La historia
me absolverá, una reproducción del Álbum
de
—Todos vendemos, hermano —le había
confesado Obdulio—, si no fuera así no llevara yo diez años en este negocio.
Obdulio no había optado
por carrera alguna al terminar el bachillerato. Su pensamiento práctico y su
preferencia por los espacios abiertos de
Sus inicios fueron como
carretillero, veinte pesos por día, salario que estuvo bien los primeros meses.
Hasta que sonó el batacazo del Período Especial. Por suerte para él, su jefe
emigró en una balsa y pudo heredarle una buena cantidad de libros y el puesto.
También algunas trampas del negocio.
Poco más de diez años en
el oficio habían hecho de Obdulio uno de los libreros más respetados y
confiables de toda la manzana de
—Ella vino —le soltó
Antenor a su amigo que no detuvo el gesto de acariciar un ejemplar de la
edición príncipe de Paradiso para
soltar un comentario incoloro.
—Después de tanto tiempo.
—Esta noche a las nueve.
—¿Lo trajo? —preguntó
Obdulio sin demasiada emoción después de colocar el libro en el anaquel.
—Sí.
Entonces el librero le dio
la espalda a Antenor para acercarse a un turista que hojeaba la edición de Cien años de soledad, de Casa de las
Américas.
La muerte de Cadamusto
vino a romper el equilibrio que el trío había conseguido mantener desde los años
del bachillerato. Nunca Antenor y Obdulio miraron a otra muchacha que no fuera
Ana Ramos. Tampoco ella desvió su atención hacia otro joven. Conformábanse con
aquella relación incompleta y taciturna.
Pero al faltar Cadamusto
se perdía el pretexto para los encuentros. También el regulador de los ánimos de los tres. Y, como era de
esperar, fue Ana Ramos quien tomó la decisión.
—Me voy para Miami con mis
padres.
La despedida sobrevino sin
besos ni abrazos. Tampoco lágrimas. Ana repartió la colección de caracoles
equitativamente entre sus dos amigos y la casa pasó a ser propiedad del estado
con todo lo que quedaba dentro de ella, incluidos los sueños y desencantos del
viejo Cadamusto.
—Encuéntralo —fue la
petición de los dos que se quedaban.
—Allá aparece de todo.
Quizás no sea demasiado caro.
—¿Qué te sirvo, Obedulio?
—pregunta Antenor cuando su amigo se acomoda en la tercera silla de la mesa
después de poner un beso desganado en la mejilla de Ana Ramos.
—Deja invitar yo. Esta
tarde vendí un Cuervo y Sobrinos.
—¿Un Cuervo y Sobrinos? —pregunta Ana Ramos.
—Es una marca de reloj.
Relojes antiguos, de bolsillo casi siempre. Elegantes. Los turistas los pagan
bien. Una Havana Reserva Especial, hoy quiero celebrar algo muy importante
—ordena Obdulio al dependiente que con el antebrazo izquierdo sobre el pecho,
sosteniendo una servilleta blanca con un múrice bordado, y el derecho escondido
en la espalda, parece una estatua de cera clavada a un par de metros de la
mesa.
Ana Ramos está en
silencio. Su mirada se pasea por los extravagantes bodegones que cuelgan de las
paredes. «Antenor es fiel a un sueño», piensa y no puede evitar que un suspiro
se le escape. Finge un bostezo.
Cuando el dependiente
llega con la botella, los vasos y la hielera, Obdulio desplaza la cajita de
sándalo hacia una esquina de la mesa, como quien cambia de lugar un cenicero.
—Propongo un brindis —dice
Antenor después de servirse el primer trago, pero Obdulio está absorto en un
reloj de platino que acaba de sacar del bolsillo de su pantalón. El reloj está
unido al cinto por una cadenita también platinada.
—¿Decías? —pregunta
Obdulio después de consultar la hora.
—Que…
—Hay indios en Sudamérica
que la dicen exacta, los minutos y todo, con solo mirar al cielo. Y el
cinocéfalo señala con sus ladridos los días y las noches, como un reloj
animado. ¡Hasta da a conocer el equinoccio! Pero nosotros, hombres modernos,
tenemos que recurrir a otras trampas —explica Obdulio y se dirige nuevamente a
Antenor—: ¿decías?
—Podíamos brindar…
—Por mi boda. Me caso el mes
que viene —interrumpe Ana Ramos y Antenor comienza un ataque de tos provocado
por el trago de Reserva Especial.
—Y yo he comenzado una
nueva colección —tercia Obdulio—. Después de tanto tiempo. Relojes. Me parece
algo un poco más lucrativo y menos aburrido que los caracoles —confiesa y
vuelve a contemplar su Cuervo y Sobrinos
como si en él buscara el apoyo a su decisión.
Antenor logra al fin
controlar su carraspera.
—Es un buen tipo —continúa
Ana Ramos— cubano también. Es escritor, pero trabaja en una pizzería. Allá la
cosa es así.
Ana Ramos llena su vaso,
Obdulio el suyo. Antenor agarra la botella por el cuello.
Beben en silencio. Tragos
largos y consoladores.
Unos minutos después el
portero se acerca para decirle a Ana Ramos que afuera la espera un taxi.
Obdulio escancia otro
trago largo en su vaso y lo bebe como si se tratara de limonada. Luego dice que
tiene un compromiso temprano en la mañana, alguien que quiere venderle a buen
precio El Libro de Cuba, de
1948, y que no debe trasnochar.
Antenor queda solo en la
mesa con media botella de Reserva Especial y la cajita de sándalo rosado. Casi
a medianoche se le acerca un dependiente.
—Jefe, hay un señor,
austriaco, que desea comprar el Spondylus
Prínceps.
Instintivamente la mano
derecha de Antenor toma la cajita de sándalo rosado y la aprieta contra su
pecho.
—El de Arturo Montoto. Es
una buena venta ——explica el dependiente.
Al fondo del salón un par
de sirvientes bajan de la pared el colosal lienzo.
El trío, junto a la barra,
no ha dejado de cantar.
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