Los obstinados
Ambesi Federico
Aquella rama oblicua,
casi tan recia como el tronco, era su preferida; era la que le permitía trepar
al sauce y luego sentarse a mirar desde lo alto, decir cuanto quisiera,
aprovechando que desde allí nadie podía escucharlo. Con tan sólo ocho años,
Tomás había vivido más tiempo que el árbol, había visto más cosas, viajado,
intercambió opiniones y compartió juegos. Sin embargo, consideraba un sabio al
joven sauce, porque, al igual que los demás árboles, tenía el don de no decir
nada, y solamente le bastaba crecer y estar para vivir y ser quien era. Cuando
el niño se descolgaba de la rama, se sentía estar fuera de lugar, muy incómodo,
casi sin saber quién era. Por eso se empeñaba en imitar al gigante árbol, a
quien consideraba majestuoso, dedicando el tiempo a callar, crecer y esperar a
que alguien se colgara de sus brazos para refugiarse. Sin embargo, su actitud
no era bien recibida por sus padres, que, durante sus conversaciones nocturnas,
mientras supuestamente él estaba dormido, parecían no decidirse entre llamar al
niño tonto, enfermo o demente al no poder explicarse por qué actuaba como
actuaba. De algún modo estas palabras le llegaron, tal vez no directamente,
sino en forma de percepciones, como suelen llegarnos los agravios de los seres
más cercanos.
Una tarde, al
regresar del colegio, Tomás cruzó el pasillo que conectaba la entrada con el
patio trasero sin detenerse ante los llamados de Roxana, su madre, quien, al
verlo trepar con el uniforme puesto, llegó hasta el pie del árbol y lo empezó a
regañar. Pero el chico no respondía, ni siquiera con la mirada. Desesperada, la
mujer se metió en la casa, no sin antes amenazarlo con la reprimenda que le
daría el padre cuando llegara del trabajo “en menos de dos horas”. Vinieron la
noche y el frío, después el hambre, pero el padre no fue a verlo. El farol del
patio estaba encendido, y cada tanto el niño podía ver a su madre observarlo
desde una de las ventanas, por lo que decidió voltear para no saber más de ella.
—No le hagas caso,
en algún momento va a cansarse y tendrá que bajar. Por más loco que esté, no va
a ser capaz de aguantarse el hambre…
—¡Jorge, ya basta de
decirle así!
—¿Qué querés, si el
pibe es un tarado?
—¡No hables así de
tu hijo! —explotó Roxana, ya harta de los agravios por parte del marido.
La mujer estaba
desesperada, no sabía cómo actuar, qué decisión tomar al respecto. Si bien al
principio fue ella quien tuvo la idea de esperar a que el niño se cansara,
ahora, pasada la medianoche, creía haber cometido un error.
El matrimonio se
quedó adentro, discutiendo con vehemencia sobre la situación, hasta llegar al
punto de casi acabar a los golpes. Cuando el hombre se cansó, no dijo más nada
y se fue a acostar, pero un grito de horror le hizo salir del cuarto apenas se
quitó los zapatos. Vio la puerta trasera abierta de par en par; en una
diagonal, junto al pie del sauce, encontró a la esposa, que sostenía entre sus
brazos al niño ya sin vida. Era la noche del seis de mayo, y un viento frío e
iracundo sacudía las copas de los árboles.
Hacia las vísperas
de navidad, el matrimonio continuaba en pleno duelo, mientras los reproches,
tanto de un lado como del otro, incrementaban a la par del sinsentido. Ella
intentaba mantener vivo el recuerdo de su pequeño Tomás; él prefería fingir que
todo había quedado en el pasado, concentrarse en el futuro y nada más. Serían
las primeras fiestas sin recibir ni visitar a nadie, ni vestirse de un modo
especial o preparar una mesa repleta de manjares. La noche del veinticuatro
miraron la televisión, cada uno en un rincón distinto de la casa, sin decirse
una sola palabra. Era como si hubieran buscado crear una atmósfera lóbrega que
reuniera todos los dolores en una sola noche.
Una semana después,
el día treinta de diciembre, mientras todo el mundo hacía las compras de último
momento, la acongojada madre fue hasta el árbol, se hincó de rodillas y lloró
amargamente, repitiendo una y otra vez el nombre del pequeño. Cuando el marido
la ve, se acerca y le ordena ponerse de pie, argumentando que de nada serviría
llorar. Ella lo ignora, pero él insiste:
—¡Tomás se fue,
Roxana; es inútil llorar por siempre!
Pasaron el resto del
día cada uno en una habitación distinta, sin ánimos para nada, hasta que al fin
anocheció.
Eran las doce de la
noche, Jorge estaba en la cama, pero molesto por el bullicio de las
celebraciones propagado por todo el vecindario y los estruendos multiplicándose
en la tierra y en el suelo, salió de la cama con la intención de ver la tele y
emborracharse para poder dormir. Al cabo de unos minutos nota que Roxana no
está en la casa, así que vuelve al patio, esperando dar con ella en el mismo
lugar de siempre. En efecto, la encuentra allí, colgando desnuda de la rama
oblicua, la predilecta del niño.
Han pasado quince
años desde entonces, y Jorge aún no deja caer una sola lágrima.
Cada uno, a su modo, termina siendo tan obstinado como el otro... una familia muy compleja y un relato muy logrado. Mis felicitaciones al autor Federico Ambesi por esta obra.
ResponderEliminarCuando la muerte no es suficiente ¿Qué nos queda esperar de los hombres?
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