Los duelos no son civilizados
DESERT FLOWER
(PSEUDÓNIMO)
–Y ahora, como
Eterno Rey de Mérida, exijo que ustedes, mis vasallos, mis guerreros elegidos,
mis eternos sacrificios... mueran. ¡Ahora ostentan el rango de General, el más
alto deber de nuestro reino! ¡Pero solo uno logrará obtenerlo! ¡Que uno de
ustedes sea el que muera! –anunció el rey Elfo desde su trono de platino,
tapizado con seda teñida de rojo. La reina estaba sentada a su lado, mirando al
conflicto con un poco de miedo en sus ojos. Dos grandes antorchas, encendidas
con hechicería, alumbraban el sitio de la nobleza.
Las joyas
incrustadas en el asiento parecían mostrarme un arcoíris luminiscente en la
oscuridad del coliseo, sin duda por culpa de las antorchas que alumbraban el
lugar. El público vitoreaba porque comenzáramos la pelea. El polvoriento suelo
y los antiguos pilares que sostenían el techo del coliseo se podían divisar
perfectamente a la distancia. La audiencia enloquecía de furor, exigiendo
sangre y cuerpos desmembrados. Los soldados trataban de mantener a la audiencia
lejos del escenario con amenazas y gritos. Empuñamos nuestras armas y las
sacamos de sus vainas, levantándolas sobre nuestras cabezas antes de
sostenerlas en las manos. Mi espadón reflejó mi rostro: la cara representativa
de la simbiosis de hombre y bestia. Mi armadura de ébano contrastaba con mi
crin rubia de león rudo. En el pecho expuesto, heridas y cicatrices de batallas
pasadas adornaban mis pectorales y abdominales, al igual que mis brazos y
piernas. Este león no iba a rendirse en la corte por conveniencia del hombre ante
mí.
–Solo eres un
animal. Los dioses te pusieron aquí para servirnos a nosotros. Somos obviamente
superiores. Permíteme arrancarte la cabeza para demostrártelo –me dijo el pobre
diablo, sacando una daga de un bolsillo. Su manto con capucha color rojo apenas
ocultaba su profesión de ladrón a sueldo. La ropa debajo del manto poseía
muchos bolsillos y herramientas dignas del maestro de ladrones. Debajo de esa
ropa había un rostro joven de ojos verdes y una barbilla pequeña, pero
perfilada. Pelo largo rubio le llegaba a las cejas al frente.
–Te veré en el
infierno –le dije, corriendo hacia él en ese instante. Levanté mi espadón lo
más alto que podía, pretendiendo acabar con el pobre hombre en un solo corte.
Pero sabía que no sería tan fácil: el hombre saltó atrás, haciendo piruetas en
el aire y aterrizando en la estatua de león (qué irónico) aledaña a la entrada
del coliseo, donde dos estatuas de caballeros antiguos observaban a los
guerreros destinados a ganarse su vida con sangre y vidas robadas por espada o
magia. Volví a echar carrera, rugiendo con ansias de traspasar la espada por su
cabeza. Pero no di apenas cinco pasos cuando tuve que saltar al lado varias
veces, apenas esquivando bolas de fuego dirigidas a mí.
El coliseo tembló
con cada explosión de azufre mágico. Podía notar, con el rabo del ojo, cómo
pedazos de piedra, ladrillo y madera salían volando por el lugar mientras su
majestad observaba, impávido, desde su trono de joyas y seda. Tenía una túnica
simple de oro, pero decenas de diamantes adornaban aquella tela tan hermosa y
cuidadosamente preparada. Sus sandalias de cuero tenían rubíes y esmeraldas
incrustadas en ellas. La corona de oro y platino que tenía en la cabeza, al
contrario, no tenía piedras preciosas. El Rey ya estaba viejo. Las arrugas
cubrían su rostro.
Yo no tenía
intención de morir a manos de un asqueroso ladrón que se roba los premios de
nosotros, los honrados, desde las sombras. Inhalé varias bocanadas de aire y
planté el arma en el suelo con fuerza. Agarré una navaja de mis botas, enterré
la punta en mi brazo y marqué con fuerza una letra del idioma de los elfos.
Cerré los ojos y resistí el ardor que me provocó el sudor, cayendo dentro de la
cortadura. Mientras mi retador se lanzó al aire, preparado para cortarme el
cuello con su daga, la herida ardió, brillando con fuego color verde, mi precio
sangriento pagado.
Fue al último
segundo que exhalé, lanzando una humareda de viento ártico que nos cegó tanto a
nosotros dos como a su majestad; a pesar de todo, este se mantenía tranquilo,
observando con callado interés. Varias antorchas se extinguieron, la
visibilidad casi desapareció, el ladrón se ocultó, yo también me perdí en
aquella ventolera. Las paredes se congelaban y montañas de hielo y nieve se
erigían en el suelo. Saqué mi espadón, guardé la navaja y me mantuve atento al
ambiente. Rastreé con mi olfato al ladrón, buscando su localización. Levanté el
arma repentinamente y bloqueé un golpe certero del ladrón, quien trató de salir
del embiste.
Los reyes miraban la
batalla desde sus tronos, impávidos, aunque la reina mostró más sentimiento que
el rey. En un momento, estuve a la pared, justo debajo de los tronos. Mientras
sobrevivía, logré escuchar parte de la conversación del matrimonio.
Irónicamente, estaba entre la espada y la pared.
–Mi rey, ¿es todo
esto necesario?
–¿Qué quieres,
decir, mi reina?
–¡Tanta violencia!
¿Y para qué, conseguir un general? ¿No puedes reconocer al candidato por virtud
y rectitud?
–¿De qué vale tener
virtud y ser caballero si no se tiene el coraje y poder para inspirar a sus
soldados?
Aquella revelación
despertó sentimientos que murieron en mí hace tiempo. Empujé al muchacho hacia
atrás con fuerza, y pagando otro precio de sangre, comencé a lanzar dagas de
hielo. Éste las esquivó, corriendo en mi dirección.
–¡Eres un maldito!
–me gritó el criminal. Acometió de nuevo contra mí. La daga arremetía en aquel
combate con mi espadón. Contraataqué en varias ocasiones con gritos y rugidos.
Nuestro intercambio de golpes fue para las leyendas y épicas de las próximas
generaciones. El muchacho me apuñaló varias veces en medio de la nevada. Lo
corté en varios lugares con una severidad y brutalidad dignas del más bravo y
caballero de los soldados. Ese hombre saltó hacia atrás y lanzó varias dagas de
su bolsillo. Logré bloquear tres de ellas y las otras dos quedaron incrustadas
en mi hombro izquierdo y costado derecho. Vi la oportunidad e hice otro pago en
sangre, lanzando dos bolas eléctricas al oponente. Los relámpagos mágicos
ondulaban en el aire, dejando estelas de corriente detrás de ella. Parecía como
si los cielos estuviesen allí mismo, observando el conflicto ahí mismo. El niño
recibió los dos hechizos y gritó de dolor, cayendo de rodillas. Comencé a
acercarme, pero el astuto bastardo pateó mi espadón de alguna manera,
enviándolo a la derecha de su majestad. No se inmutó. Le echó una buena mirada
a mi arma, y volvió su vista a la pelea. El cobarde trató de huir, andando de
rodillas, como si estuviera en un peregrinaje.
No lo pensé dos
veces. Me arranqué la daga del costado y la planté, sin misericordia, en su
rodilla derecha. Finalmente, removí la otra daga y la enterré en la otra
rodilla. El ladronzuelo lloraba y gemía. Me observó cuando le quité su arma.
–¿Qué sabes tú de
justicia y de equidad? Nada. Una vez animal, siempre animal. ¡Solo sirven para
servirnos! ¿Cómo vamos a servir nosotros a una bestia? ¿Algo que los dioses nos
dejaron a nosotros para nuestro sustento? ¿Para nuestra diversión? ¡Por qué
tengo que servirte a ti! ¡No soy esclavo de nadie! ¡No seremos esclavos de
nadie! ¡Somos nuestros amos y maestros!
Fijé mi mirada en su
semblante. La lástima que sentí en ese momento no tiene descripción. Ninguna
palabra ni sentimiento ni acción ni gloria podían explicar ese sentimiento que
me poseyó.
–Los tiempos
antiguos, antiguos son.
* * *
Las vendas apretaban
mis heridas. Estaba en mi habitación, desnudo y sentado en un asiento de
piedra. Cosía y curaba las cortaduras de mi pelea. Mi rostro de indiferencia
era lo de menos. Concluí mi tarea, y con un gruñido silencioso, cerré la última
herida. Me levanté de aquel asiento antiguo, y caminando con cuidado, el
reflejo del espejo me llamó la atención. El espejo mostraba cómo mi fornido
cuerpo obtuvo más decoraciones, gracias a los golpes recibidos en el duelo.
Comencé a pensar:
«Pensaba que el
único camino para la justicia yacía en las batallas. Lamentablemente, los
duelos no son civilizados; nunca lo son. Las guerras son la inevitable realidad
de nuestro mundo. Siempre habrá rumores, conflicto, dolor. Habrá quienes digan
que los dioses están furiosos, quienes nos acusen de ser catalíticos de los
tiempos finales, quienes posean convicciones que desafíen las nuestras.
»Pero no permitiré
que nadie me robe mis derechos, mis creencias, mi fe. Nadie tiene prueba de lo
que los dioses sientan o crean. Ninguno de nosotros es autoritario de ellos. Yo
no soy ni profeta ni sirviente. Soy un guerrero. Doy mi vida para que otros
puedan vivir, para que tengan mis derechos, para que sean los que lleven el
legado de la sangre a las generaciones futuras. Doy mi vida por la paz, por la
integridad. El precio es demasiado para los débiles o desvalidos. Su misión en
la vida yace en otro lugar; donde el destino los lleve. Lucho para que el niño
juegue con calma, sin peligro de morir prematuramente. Lucho para que la madre
no tenga que llorar en la tumba del hijo que la guerra le llevó. Soy el
instrumento de los dioses. Yo, y mis hermanos en el campo de batalla, somos los
que liberamos a los débiles de las cargas de la guerra. Y mientras tenga aire
en este cuerpo, serviré.»
Abandoné al espejo,
y comencé a vestirme para aceptar mi rango como general.
Luchadores rudos y de corazón, qué gran cuento!
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