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Amor, ¿amor?

 

Zenaida Ferrer

 

Es la primera vez en casi cincuenta años que olvido el día de tu cumpleaños, y no creas, me siento culpable, aunque hace varias décadas no he tenido cómo hacerte llegar mi felicitación. Que tengas mucha salud y una larga vida, es un deseo sincero, aunque ya sea un poco tarde.

Claro, meses atrás, en mi último viaje al pueblo había roto con tu recuerdo, o creí hacerlo. ¡Pelearse con un muerto!, pensé entonces, porque en un fantasma te convertiste para mí después de nuestra separación y de tu partida. No es difícil entender el olvido entonces, pero duele.

Nunca, nunca te he dejado de pensar, incluso cuando he visto tus fotos, ahora blanco en canas, con una barriga prominente y una barba a lo Papá Noel, abrazado a tu esposa. No lo creo. No eres tú, no eres mi novio, ese joven trigueño, velludo, delgado y de risa fácil, que me hacía suspirar (y me hace).

Pero no eres este que alguien muestra en Facebook y no reconozco. No. Estoy enamorada de ti antes. Como eras entonces y como yo era, y cómo nos amábamos, con todo el impacto del aprendizaje inocente sin que uno ni otra tuviéramos experiencia amorosa anterior.

¿Sabes qué me duele cuando evoco nuestros encuentros a escondidas, los sobresaltos en el camino desde la escuela y el latir apresurado de nuestros corazones? Me duele no haber sabido cómo confesarte tanto amor y tantas ganas de aprender juntos a amarnos. No puedo ahora ni imaginar haber sentido un orgasmo contigo (aunque no conocía ni esa palabra por entonces). Querría que hubiésemos apreciado un disfrute sensual de nuestros abrazos y besos, y desechar el miedo, el si me agarran, el si se enteran…

Y es que nunca tuvimos un espacio nuestro para llenarlo de batir de alas y de murmullos de dicha. Nunca me mostré desnuda ante ti y pienso que me habría gustado que me vieras y me recorrieras con tu aliento cálido y tu olor a hombre (como el de mi padre).

No, no es que diga que no fui feliz. Lograste que me sintiera casi mujer y eso es mucho. Pero no sabía yo ser mujer todavía. Me dolía ser flaca y no tener unos senos túrgidos como te gustaban. No supe sacar partido de mi vientre plano, extraplano, de mis muslos y piernas musculosas de deportista, de mi pelo lacio y largo que no movía con coquetería (eso lo aprendí después), y de mi vocecita aniñada que podía pronunciar ternezas y cantarte bajito.

Te evoco y pienso que nunca debí olvidar esta fecha. No debió ser.

¿Te acuerdas de que nos hicimos novios el día de tu cumpleaños quince? Veníamos caminando juntos, muy pegados, sintiendo el refrescar de un noviembre en que los días se acortan y llegaba el oscurecer aún a plena tarde con esa complicidad necesaria para decidirte y que yo me decidiera.

Ya habían pasado los días de vernos de lejos y saludarnos con la mano, con ojos asustados y saltos en el estómago… Atrás habían quedado las pequeñas conversaciones, las primeras confesiones sobre nuestros gustos y ese sonreír por naderías. Ese día, todo era verdaderamente en serio. Tú estabas eufórico en tu cumpleaños y te creías un hombre, y yo que ya había cumplido catorce, pensaba estaba muy cerca de ser mujer.

Me esperaste a la salida de la escuela y me preguntaste si podías acompañarme, y sentí que la tarde se ponía azul, violeta, rosada, llena de estrellas y luceros que alumbraban para mí. __, te dije, y echamos a andar.

Parados en una esquina cercana a un aserrío, con un fuerte olor a resina, a madera recién cortada, bajo la fronda de un fuerte roble, aseguraste que estabas enamorado de mí y yo ya lo sabía y te quería desde mucho antes, y esperaba ansiosa esta declaración. Te respondí enseguida que sí, felicidades por tu cumple, felicidades porque somos novios, felicidades por la vida… ¡Qué linda y buena fue esa tarde!

Despedirnos fue doloroso, no quería desprenderme de tu mano aferrada a la mía, pero me esperaban en casa y tenía que continuar andando. De todas formas no tuve que esforzarme para llegar rápido: volaba, caminaba a saltitos, tenía energía en la sangre y en el corazón. Llegué feliz, cantaba, y hasta mi calle sin asfalto, refulgía a mis ojos.

Por largos años me acompañó un sobresalto, un nerviosismo con solo mencionar o escuchar tu nombre. Pero, ¡te fuiste tan lejos, con el mar por medio y familias distintas y geografías diferentes!... y ya no pude siquiera decirte que amores así no abundan, que merecíamos probar suerte, que deberíamos, aunque fuera una vez, haber vivido a plenitud un encuentro de amantes.

¡Cómo te amaba!, creo que nunca lo supiste antes, tampoco lo sabrás ahora, porque esta carta irá como tantas otras a engrosar mis papeles, ya amarillos, en los que te cuento y te canto.

Y no digo más, solo dispensarme por no haberme acordado de tu fecha de cumpleaños. Salud, larga vida, éxitos, amor, trabajo… todos, todos los buenos deseos que se le dicen a un amigo…

Pero para ti, además, pido que la vida nos permita encontrarnos frente a frente, sin el viejo roble ni las expectativas de esa bella tarde de entonces. Vernos, abrazarnos, reconciliarnos con el pasado y marchar cada uno a su entorno, a los nuestros, a los amores que nos nutren ahora. No pido más.

Te abrazo y te beso.

Tu amor del pasado.


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