Adiós o la muerte
Verónika Alemán
Sonó la alarma y como cada
mañana abrió los ojos deseando que ocurriera ese día la catástrofe que abriera
el globo terraqueo justo en las coordenadas donde estaba ese país y se tragara
la isla entera con todos los habitantes que aún quedaban allí. Pensó dos veces
en las escusas que podía dar en el trabajo para quedarse en cama, entre las
sábanas, a salvo de las miserias de la vida que llevaba. Luego recordó la
casita que quería comprarse y lo mucho que le hacía falta su mísero salario.
Tenía treinta años y desde los dieciocho estaba ahorrando para tener su casa,
su propio espacio, no quería una mansión, un cuarto una cocinita y un baño eran
su meta, pero el precio de la vida aumentaba más rápido que su ahorros. A estas
alturas ya sabía que nunca iba a poder lograrlo, pero no quería resignarse, no
podía, si se daba por vencida ya no tendría un motivo para levantarse cada
mañana. Hizo un esfuerso sobre humano y puso los pies en el suelo, sintió el
frío de la mañana y apretó con fuerza el borde de la cama como si estuviera al
vorde de un precipicio y la obligaran a saltar.
Antes de salir de casa le dio
un beso a su abuela, desde el día anterior ambas estaban molestas. Otra vez
había proyectado su ira en quien no debía, su abuela, al igual que su mamá eran
su luz, pero no entendía como alguien había podido rechazar una oprtunidad para
progresar.
–Te hubieras ido cuando
tuviste la oportunidad – le dijo.
–Si me hubiera ido no tuviera
los nietos que tengo ahora, no te hubiera tenido a ti.
–A estas alturas me da igual
no haber nacido.
Su abuela le dio la espalda y
ella tuvo tiempo de escuchar un suspiro, sabía el peso de sus palabras y lo
cruel que había sido, sabía que su abuela vivía por hacerla feliz a ella más
que a sus otros nietos y que no soportaba verla triste, ella sabía además que
siempre que le recordaba ese momento no la hacía arrepentirse de haberse
quedado, sino que le recordaba la indiferencia de un hermano que decidió
avandonarla cuando más lo necesitaba porque amaba más la política que su propia
familia.
Salió a la calle y comenzó la
verdadera batalla, el transporte público inexistente, el precio del pasaje del
transporte privado. Su estómago gruñendo porque hoy no hubo desayuno. Las
personas murmurando a su alrededor lo inexplicable de los precios, la escacés
de los alimentos, los robos, las estafas, los engaños del gobierno.
Entró a la oficina y se sentó
en la silla, disfrazó su cara con la más hermosa de las sonrisas y se dispuso a
atender al público con la amabilidad que la caracterizaba, no tenía por qué
envenenar a los demás con sus pensamientos, ella quería ayudar, ella se
obligaba a ser una luz entre tanta oscuridad.
Y allí estaba, dando lo mejor
de si, aún sin haber comido nada, pero entre las personas que atendía y sus
tareas pendientes había logrado olvidar sus frustraciones,
la geografía, el sistema, su cartera vacía. Hasta que alguien la hizo aterrizar
mencionando el silencio que había en su barrio y lo mucho que extrañaba a los
vecinos que ya no estaban. Entonces comenzó a pensar en el primer video que vió
de una persona que emigró en esta avalancha suicida, cruzando selvas, ríos,
dándole el pecho al peligro porque es preferible perder el alma que quedarse en
la tierra que te vio nacer. Recuerdó que no sintió nada más que envidia, y ella
odiaba ese sentimiento, desde ese momento odió los videos de recivimiento, los
globos, las canciones, odió todo en lo que se había convertido y se dio cuenta
que solo pensaba en decir adiós. Ella no extrañaba a nadie que se hubiera ido,
no le deseaba la felicidad a ninguno que hubiera llegado, solo sentía rabia,
impotencia, una frustración inmensa por no poder vivir esa experiencia, por no
poder VIVIR, ellos tenían ahora la oportunidad de comenzar desde cero, de
trabajar por sus sueños mientras ella reprimía los suyos para no sentirse cada
vez más tonta. Se odiaba a sí misma por pensar así, pero ya detestaba fingir
felicidad, fingir que se alegraba por los demás cuando a ella solo le había
tocado estar allí, al margen de todo, sin avance, mientras la aplataba toda la
“continuidad” de un país lleno de personas que ya no sienten, que se levantan
por instinto, que hablan o callan solo para sobrevivir, porque “tal vez mañana
esto mejore o se acabe” porque “no hay mal que dure cien años”. Un país de
jóvenes llenos de frustraciones, que aman su familia, pero viven los días
añorando la oportunidad de marcharse lejos aunque tengan que dejar todo atrás. Un
país de gente vieja que vive maldiciendo lo que un día defendió. Un país de
hipocresía, donde la imagen que se vende es una sátira cruel de la realidad que
vive su gente, un país de verdad en una mentira.
Ella tiene treinta años y está
cansada, siente asco de la vida y de los sentimientos que rondan su cabeza,
ella no cree en cambios de sistema porque conoce la macabra maquinaria y le
aterra saber que será eterna. Esta noche, con la cabeza en la almohada, le
pondrá corazón a su deseo de que una catástrofe abra el globo terraqueo justo
en las coordenadas donde está este país y se trague la isla entera con todos
los habitantes que, como ella, no tienen dinero para salir de allí.
La frustración de la juventud cubana ,es lamentable
ResponderEliminarMuy bueno. Me sentí identificada. Solo deseo hacerle una humilde observación: cuidado con los errorcitos ortográficos. "ABandonada", reciBimiento". Un placer leerle.
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