Sobre
los sueños en números rojos
Lucrecia
Isabel Peña García
Mi
abuelo odiaba los domingos, sobre todo las tardes londinenses, cuando se
sentaba en un sillón de mimbre para leer el periódico por tercera vez. Él los
consideraba como 24 horas perdidas que aún no sabía muy bien si acomodar al
principio o al final de la semana. A veces se sentaba en el portal y se le veía
inquieto, como si esperara recibir de los transeúntes alguna novedad que nunca
llegó.
La
maldición de las tardes macondesas se rompió tres años después: un 22 de marzo.
Yo leía una revista apoyada en el muro del balcón cuando anunciaron por el
altavoz que todos iríamos de vuelta a casa.
La
noticia de Wuhan la había visto en los titulares algún día de diciembre; estaba
colocada entre la odisea de unos refugiados ucranianos en Barcelona y otra del
derretimiento de los polos. “El año se está acabando y el mundo también”, pensé
en voz alta. Mi compañera de cuarto me pregunta: ¿Y ahora qué?
Yo
le hablo del daño que le hacemos al medio ambiente, por lo que sus nietos
probablemente vivan con tanques de oxígeno en otro planeta, que seguro en ese
momento explota un coche-bomba en Irak y mueren tres inocentes, que en
Argentina aún no aprueban el aborto y no
entiendo por qué no pude nacer en Finlandia, donde probablemente sería
presidenta, sino en un país donde desde pequeña me enseñan qué puedo y no hacer
por haber nacido mujer.
Entonces
ella me recuerda aquella historia que le hice sobre la niña que debía armar un
rompecabezas del mundo, decidió darle vuelta a la página y solo formando al
hombre pudo completar su tarea. – La humanidad no está perdida aún. Tiene a
otros miles como nosotras para arreglarlo, pero a su debido tiempo.
El
tiempo era un reloj de arena y tras algún temblor de tierra quedaría acostado y
paralizado a partir de año nuevo.
El
23 de marzo nos transportaron en tren. Diecinueve largas horas viendo los
campos secos y apenas alguna montaña. La
ola de calor se expandía dentro y fuera del vagón. La soledad hacía eco
en paraderos desconocidos, en tierras de nadie, atravesadas por 14 vagones llenos
de universitarios que entre trova y un poco de sueño, discutían sobre la
posibilidad de que fuera un ataque biológico salido de control, de si el PIB de
China disminuía ya un 3% y qué iba a suceder a continuación.
Yo
no sabía mucho de virus, pero sí sabía qué pasaría conmigo al llegar a casa:
tendría que enfrentarme a todos mis fantasmas. Ellos me harían eco para que les
mostrara una entrada; yo, entretanto, pondría la música a todo volumen para no
escuchar sus voces.
Hace
tres años que había dejado atrás mi pueblo, olvidado en el centro de Oriente, cuyo
nombre conocen solo los que han nacido ahí. Él parecía haber sido detenido en
el tiempo, como casi todo el territorio insular. Me pareció, no obstante, mucho
más triste y sombrío, como si todo lo que antes le daba esplendor hubiese
muerto. Tal vez no era él, sino yo, que había crecido y ahora veía todo
diferente. Quizá no era ninguno de los dos, sino los epitafios grabados en su
cementerio, donde guardaba los mejores años de mi vida.
Cuando
divisé mi cuadra cerré los ojos e intenté adivinar a qué olería la calle. A polvo y café, me decía mentalmente, a
nostalgia y plenitud. No hubo un día que no pensara en regresar. Una parte de
mí esperaba verlo todo cambiado, así no tendría que sentirme extraña. Otra, la
melancólica y arrepentida, deseaba que todo siguiera donde mismo, así podría
pensar siempre en los viejos que hablan toda la mañana en el parque o en los niños
que cada año son más pequeños con sus uniformes y sus pañoletas; esa sería la
metáfora a la cual recurriría cuando sintiera que el mundo cambia muy rápido y
no siempre para bien. Entonces tendría un refugio mental en cualquier parte del
mundo donde estuviera: solo bastaba cerrar los ojos y ya podría divisar el
central con sus cinco chimeneas, los coches andar por la avenida, incluso los
difuntos en sus muebles de mimbre leyendo el mismo periódico una y otra vez.
Nadie
sabía de mi llegada, aunque no creo que el saberlo hubiese servido para algo.
Mamá igual lloraría mientras me asfixia en su abrazo de orgullo. Abuela me
daría también un beso torpe en la mejilla y me haría un cuestionario sobre el
viaje con detalles que ni siquiera recuerdo bien. Mi hermano se quedaría
anonadado y no reaccionaría hasta el día después. Me faltarían los ojos verdes
de mi padre, enrojecidos por las cosas que la voz no le alcanza para decir.
Por
las mañanas miraba siempre el último cuarto y el vacío donde antes estaba
acostada Nana. Me oprime el pecho verme besándola en la frente el día que me
fui. Ya ella no sabía quién era la que le hablaba. Tal vez nunca supo que me
estaba despidiendo para siempre y que me rompía el alma verla por última vez.
Yo le dejé una lágrima retenida por meses, un te extraño en penumbras y la firme voluntad de lograr lo que ni
ella ni sus otras dos generaciones han podido: dejar atrás esta comarca que nos
gusta llamar hogar y encontrar mis sueños en latitudes brillantes muy lejos de
aquí.
El
columpio del patio era mi confidente cuando el cuerpo no resistía los achaques
repentinos del corazón. Nada puede hacerme daño aquí fue mi mentira favorita
durante las primeras semanas de insomnio. Eventualmente decidí dejar de huir,
de buscar ejercicios físicos que me llevaran al agotamiento, de hacerme
preguntas sobre un futuro que no estaba bajo mi control.
Me
había tomado 26 280 horas regresar y no tenía adónde huir. Mi hogar eran los
barrotes y una pandemia el oficial de guardia. A veces me despertaba confundida
de cama y me tomaba unos segundos darme cuenta que no tenía que ir a la universidad
ni tomar una guagua, que no tenía ningún lugar donde ir. Mi planeta se había
reducido drásticamente de tamaño. Ya no tenía malecón ni museos de bellas
artes, no había teatros ni ballets; apenas un patio extenso con cuatro palmas y
una hamaca.
Los
primeros cuatro meses fueron una pesadilla: los partes diarios, los contagios
en ascenso, el miedo a salir de casa o dejar a cualquiera entrar. La idea de no tener el control de nada de lo
que pasaba y que mi única forma de ayudar fuera permanecer en un lugar que me
había robado ya 18 años de mi vida me desgastaba de toda forma posible. Tendría
que renunciar a todos los proyectos que finalmente habían empezado a tomar
forma, a los viajes que quería hacer por el mundo, a una carrera, una casa, una
ciudad y una familia que me habían abierto sus puertas sin preguntar credos,
raza ni doctrinas. Esa necesidad de poder ser uno mismo y saber que una casa
tradicional y burguesamente prejuiciosa me lo impedía solo me daba más motivos
para odiar el mundo que planeaba conquistar.
La
pantalla del celular empezó a desgastarse tras siete horas seguidas de
navegación; el televisor a encenderse y apagarse solo; el fregadero se fue
llenando misteriosamente de tazas de café. Mientras mi abuela aseguraba haber
visto fantasmas en el patio por la madrugada; mamá no parecía escuchar a nadie
y empezó a surcar un huerto; mi hermano recorría descalzo la casa buscando el
mejor lugar para respirar; papá estaba a 90 millas de distancia acompañado tal
vez por otro millón de emigrantes que extrañaban entonces, más que nunca, su
tierra; mi perro ladraba frente a la
puerta reclamando sus tardes libertinas. Cada quien, en su momento, tuvo miedo
de morir.
Las
desgracian se iban acumulando, una tras otra, sin cesar. Más contagios; más
muertes; el Medio Oriente que no es de nadie y es de todos; los refugiados
hijos de Neptuno que no pertenecen a ningún lugar; los niños en la frontera
encerrados en jaulas; Trump aconsejando inyectarse cloro; los rebrotes; una
América Latina azotada por la política neoliberal; las vidas que se van
acabando; las vidas que están cambiando; el mundo en números rojos. En medio de
todo este cataclismo, lo único que parecía mejorar era el medio ambiente.
Solo
con una pandemia que obligara al ser humano a dar un paso atrás, o al menos que
impidiera darle uno más, podría la naturaleza tener un momento de paz. Las
imágenes de delfines en los canales de Venecia, las evidencias de una atmósfera
menos contaminada, las calles sorprendidas por los pasos de especies nuevas
para ellas, fueron de las más bellas y conmovedoras que pude presenciar. Qué
formas tan raras tiene la vida de mostrarnos nuestras fallas, con la belleza de
un planeta al que por al menos unos meses, no pudimos sofocar.
Una
noche de junio, intentando retomar los viejos hábitos, subí a la azotea. Marte
me sorprendió, tan rojo como nunca. Vi todo un Universo allá afuera: tantas
galaxias, tantas estrellas, tanto mundo por descubrir. Las esperanzas se
arriaron desde esa noche. Escuché la voz de mi abuelo con sus citas
interminables de autores contradictorios: “Hagas lo que hagas será
insignificante, pero es importante que lo hagas”. Ahí lo entendí todo. No había estado huyendo
de las muertes ni del ciclo de la vida en un pueblo que parecía condenado a
cien años de soledad. Solo había estado intentando encontrar mi lugar en el
mundo.
Volver
a casa fue volver a vivir una vida de la que ya casi no tenía conciencia: de un
piano que volví a tocar en lugar de una abuela con Alzheimer que en sus últimos
años no pudo; un abuelo al que le debía más años de vida; catorce libros que
aún me faltaban por leer; dos cuadros que nunca llegué a colgar en el cuarto;
mil cosas por decir, o mejor dicho, por
escribir, que no había tenido el valor de hacerlo porque dolerían mucho.
El
primer paso para rescatarme de esa vorágine autodestructiva fue aceptar
valientemente que ya no era la misma. Esa fue mi salida victoriosa de un
círculo vicioso en el que intentaba cumplir con mi yo del pasado. Gracias a eso también pude comprender la ausencia de
mis viejos amigos. Crecer había sido duro, sobre todo al abrir los ojos, verte
en otros y saberte más de ellos que real.
El
segundo y más importante, fue entender que mi abuelo nunca esperó noticias de
los viejos conocidos que pasaban por la acera de su casa. Entre las páginas del
periódico había escondido siempre mis libretas de escuela. Releía mis textos,
me anotaba en letras pequeñas y con algunas faltas de ortografía las ideas que
podría mejorar y qué cuento o novela podría sacar de ahí. Me vigilaba a mí,
mientras corría de un lado a otro de la calle; tal vez guardaba la imagen de mi
infancia para cuando algún día emprendiera vuelo. Él siempre supo, antes que
todos los demás, que estaba hecha para recorrer mundos, que no era de un solo
sitio, que tenía corazón universal.
La
pandemia nos ha enseñado mucho, al mundo entero: sobre sistemas injustos, una
raza despiadada, la naturaleza que reflorece, tal vez, por qué no, sobre un
futuro mejor. Nos ha puesto a enfrentar
nuestros mayores miedos, los fantasmas de los que huíamos, la incertidumbre de
lo que no conocemos. No obstante, quizá también nos haya salvado en nuestro
incesante retumbar de destrucción y aniquilamiento. Nos mostró la poca
diferencia e incluso lo positivo de nuestra ausencia y ojalá a partir de tal
reflejo podamos cambiar el rumbo de la humanidad.
Este es mi voto de fe: “Hagas lo que hagas, será insignificante, pero es importante que lo hagas”, porque cuando una persona lucha por sus sueños, el mundo encuentra una mejor versión de su realidad.
Estoy muy agradecido de haber tenido la oportunidad de conocerte y ser parte de tu historia. Cada línea la sentí como mía y me llenaba de esperanza, al final, compartimos mucho de ella. Mi pueblo fantasma también me abruma y mi consuelo ha sido mi familia. Gracias Lucre por permitirme ver tu crecimiento y espero que tengas mucho éxito. Lo mereces, eres una escritora genial
ResponderEliminarGracias��. Qué lindo poder compartir vidas a través de una historia. Mil gracias������
ResponderEliminarHermoso lucre
ResponderEliminarGracias😍
EliminarEspectacular lucre... No puedo dejar de sentirme identificado con muchas de las cosas que escribes... Es increíble el talento que demuestras con estás palabras
ResponderEliminarAww... Mil gracias por el apoyo y las palabras😘
EliminarBravo Luca. Un besote.
ResponderEliminarGracias Frank. Bss
EliminarDebo decir que en cada página de cualquier libro que leo, busco sin remedio alguno esas líneas que cuenten mi historia y la del resto de seres humanos. A veces encuentro una frase que cumpla ese objetivo. Muchas veces no. Afortunadamente leer tus textos ha sido encontrar la crudeza que nos falta a todos para enfrentarnos a nosotros mismos y...por qué no? La poesía para no arrepentirnos de nuestros pasos. Debo decir que hace dos minutos me hiciste regresar a mi propio Macondo, al libro lleno de marcadores en poemas que te gustan y que te aportan y a los fragmentos de tu historia que me has contado y que hoy encontré aquí. Suerte mía la de hacer tus letras un refugio ocasional.
ResponderEliminarSuerte la mía por tenerte y conocerte en cada poema y en los mil marcadores con los que de poder, te etiquetaría como una de mis personas favoritas💟
EliminarCuando comencé a leer tus hermosas lineas no tenia idea de las lagrimas que podian brotar de mis ojos,eres especial mi niña,siempre nos sorprendes de manera inesperada,te quiero mucho mi pequeña Lucre.
ResponderEliminarGracias por esas palabras tan lindas😍. Tqm Ani💟
EliminarEres maravillosa escribiendo mi locutora��
ResponderEliminarSin dudas, una lectura muy cautivadora
Gracias😍💟
EliminarHermoso
ResponderEliminarGracias💟
EliminarY saber que vine contigo en ese tren, y si no fuera por ti quizas no hubiese vuelto, ni siquiera ido.
ResponderEliminarCualquier niño diria, ahora tiene que venir una pandemia a enseñarnos cómo tenemos que hacer las cosas. Pues si, las nalgadas siempre enseñan.
Bello texto!
Es Liván ☝️
ResponderEliminarMi idolatrada prima me dejas sin palabras maravillosa reflexión confieso es el primer texto q leeo q me saca lágrimas y mas q me identifica .Me siento muy orgulloso de tenerte en mi mundo .Siguiendo el legado q nos dejó nuestro muy querido abuelo recalcando cada una de sus cortas y sabias palabras cada ves nos impresiónas más a todos .Te quiero muchísimo mi flaca .
ResponderEliminarHermoso luk
ResponderEliminarLucrecia, conozco ese estado, solo es cambiante las circunstancias, muy bueno esto, leeré otros que me enviaron, un abrazo
ResponderEliminarWell done!
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