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Padre e hijo

Saúl Núñez Girón

Nunca se lo dije. Durante todo el tiempo me comporté como un tipo posesivo y celoso. Cada vez que íbamos a salir a algún sitio, mediante insultos, le recriminaba la forma en la que se vestía. La llamaba zorra, busca vergas, puta, le hacía llorar. Entonces ella corría a la recamara, se tiraba boca abajo sobre la cama e intentaba ahogar sus sollozos apretando su rostro contra una almohada. No se daba cuenta, pero me partía el alma verla así, cada insulto que le profería se me clavaba en el corazón como una daga. El alma se me desgarraba, pero debía mantener mi papel. Tenía seguir siendo rudo; el hombre, tal como mi padre me había enseñado.

Recuerdo perfectamente el día en el que mi madre lo abandonó, mejor dicho, nos abandonó, a mí y a él, a los dos. Yo estaba en segundo de secundaria y se fue mientras yo estaba en clase y mi padre en el trabajo. Mi madre agarró su ropa y el dinero que tenían ahorrado para ampliar la casa y se fue. No nos dejó ni una nota, ni supimos con quién. Simplemente la casa estaba llena de su ausencia cuando regresamos por la tarde.

Llegué de la escuela y me extrañó no encontrarla ni ver la comida hecha. Pensé que tal vez anduviera de compras. Me quité el uniforme y me salí a la calle, me fui al parque a jugar futbol. Por la noche cuando volví hallé a mi padre sentado en la cocina bebiendo tequila. Mi madre no estaba y toda la casa lo sabía.

—La puta se fue, nos dejó para irse con su amante.

Me dijo sin emoción, como si me estuviera preguntando cuántos goles había metido. Me senté junto a él sin decir nada. Tomó la botella y me sirvió un vaso —bebe conmigo— ordenó. Tomé el vaso con mi mano e imitándolo me lo llevé a los labios. Lo bebí de un trago. El alcohol quemó mi esófago, agaché la cabeza y tosí para escupir aquel fuego. Mi padre rio sin ganas y llenó de nuevo los vasos. Después levantó con una mano mi rostro y viéndome a los ojos me dijo muy serio.

—No te olvides de esto que te voy a decir: Todas las mujeres son unas putas. Siempre están pensando a quien van a darle las nalgas. Las modositas son las peores, ahí tienes a tu madre. Se largó con quien sabe quién chingados sin importarle nada. Siempre supe que era una puta. Y aun así me casé con ella porque no hay de otras.

Yo aún no entendía muy bien que había pasado con mi madre y no me gustaba que hablara así de ella. Le dije que estaba cansado y me fui a mi habitación a intentar dormir. Al curso de los días, casi sin darnos cuenta nos fuimos dividiendo labores y tareas y comenzamos una rutina en donde mi madre ya no era necesaria. Mi padre todas las noches me hacía beber con él uno o dos vasos de tequila. Y me hablaba acerca de las mujeres. Todo, todas se resumían, en una palabra, en un adjetivo: putas.

Después de la escena del lloriqueo yo me acercaba a ella, me sentaba a su lado en la cama y comenzaba acariciándole una pantorrilla. Lo hacía lentamente, da arriba abajo. Como si al hacerlo estuviera raspando estrellas en el cielo. Luego llevaba mi boca hasta su pierna, posaba mis labios sobre su media (siempre le pedía que usara medias de red) con ambas manos la acariciaba hasta llegar a su zapato, de tacón, siempre tacones. Se lo quitaba y lo llevaba a mi nariz y aspiraba fuertemente, llenaba mis pulmones con ese olor tan de ella, suave, pero a la vez agrio. Le hacía dar la vuelta, quedar de espaldas sobre la cama. Tomaba su pie con delicadeza y besaba sus dedos y su planta. Con una pasión desmedida como si la vida se me fuera en ello. Me ponía de rodillas y lamía sus pies como si fuera un cachorro. La adoraba.

Después le pedía perdón, por mi estupidez, por los insultos, por ser como mi Padre. Luego hacíamos el amor y mientras estaba sobre ella, veía sus caras, sus gestos, escuchaba sus gemidos y me convencía de que en su cabeza estaba alguien más, de que ella prefería pensar que era otro tipo quien la estaba poseyendo. Era una relación llena de fantasmas. Yo empujaba con más fuerza, trataba de hacerle daño, de que me sintiera, trataba de atravesar su alma, de partirla. Quería ser otro, aquel en el que ella (como suponía) estaba pensado. Entonces mi erección era inmensa y el placer me recorría la espina hasta que alcanzaba el relámpago blanco del orgasmo. Después me dedicaba a besarle los ojos, los hombros, el cuello; a llamarla mi niña, mi amor, mi Diosa.

Ella se quedaba siempre tan callada, acariciaba mi pelo y mis orejas. Respirando acompasadamente. Así hasta que el demonio de los celos regresaba a mi cuerpo, entonces le pedía que se levantara, que saldríamos, hiramos a bailar. Y entonces era yo quien le escogía la ropa: faldas cortas y blusas con escote, vestidos vaporosos; medias, tacones, maquillaje excesivo y los labios grotescamente embadurnados de rojo.

Me encantaba sacar a bailar a mi mujer, lucirla ante los otros hombres, sentir su envidia, descubrir sus miradas clavadas en su culo. Me gustaba imaginar que se tocaban bajo la mesa pensando en ella. Que llegaban a su casa y poseían a sus mujeres con la mía en mente. Nunca se lo dije, pero mi mayor placer era saberla participe de los sueños húmedos de otros.

La maté antes de confesárselo, no soporté la idea de que ella pudiera dejarme. Así que la ahorqué mientras me la cogía. Era yo quien la mataba, pero no lo era ante sus ojos, ella veía a su amante, a la imagen proyectada de su fantasía, la mataba por infiel después de haberla disfrutado. Al menos eso me gustaba creer. —Todas las mujeres son putas, tarde o temprano te abandonan— había dicho mi padre. Así que cuando le conté lo sucedido no me denunció, al contrario, me felicitó y a su vez confesó haber matado a mi madre —Le di dos balazos, está enterrada en el patio, mañana tendrá compañía… bebamos.

Y desde entonces antes de dormir brindamos por nuestro secreto, yo en un zapato que pertenecía a mi mujer, mi padre en un caballito de fino cristal cortado —Por las putas— apura el trago y saca una pantaleta raída de su bolsillo para limpiarse los labios.

 

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