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Bárbara y el Amor

Barbarella D´Acevedo

 

Escritora. Profesora y redactora jefa de la Revista Cúpulas en el ISA, Cuba. Teatróloga y graduada del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso. Obtuvo los Premios La Gaveta (2020), y Bustos Domecq (2020), la Beca de creación Caballo de Coral (2018), entre otros. Publicó Alta definición, una antología de cuentos cubanos inspirados en los medios audiovisuales con Editorial Primigenios (2020). Textos suyos han sido publicados en Cuba, México, Colombia, Guatemala, Bolivia, Argentina, Estados Unidos, Canadá, y España.

 

 

A R., Mio Cid.

 

El mar irrumpió en la casa, como todos los diciembres, con la fuerza de sus mareas azules casi a la hora del amanecer y entonces las espumas, que nadie había convocado, arrullaron con sus susurros tristes el despertar. Pero esta vez su llegada aconteció con más violencia que nunca, cual si quisiera augurar además otros cambios por venir. Bárbara, incluso antes de poner los pies en el piso, y estimar la inundación que amenazaba los rincones más ocultos, adivinó su presencia porque ahora el aroma de los mangos en la cosecha tardía de este mes, le llegaba de un modo distinto, como si la tierra y el mundo hubiesen decidido variar sus olores por el de la sal, que ya no era ese algo próximo marcado por la cercanía perenne del océano, sino una cosa otra, dispuesta a adentrarse en las sinuosidades del terreno, a colarse en las raíces de los arbustos en el patio, penetrar los cimientos, para salir multiplicada a través de las ramas y hojas, o de las persistentes grietas, en las paredes de adobe. Bárbara podía sentir aquel olor también en la tela del ropón de dormir y en cada rincón del aire, podía apreciarlo impregnado a su piel. Y hasta los pájaros habían empezado a cantar antes de la salida del sol. Los pájaros, que eran sus únicos compañeros pretendían quizá advertirle el cataclismo y revoloteaban frente a la luz que irrumpía ya, traspasando los altos ventanales. Provocaban así con esos vuelos azorados y sin querer, extraños juegos de siluetas y sombras en una mañana que no conseguía ser de invierno...

—Falta poco —susurró Bárbara, sin saber bien siquiera que querían significar sus propias palabras, cuando se aventuró por fin a colocar los pies en el piso de piedra, para tantear ese mar que no alcanzaba a definirse entre cálido o frío, pues resultaba de ambas temperaturas a la par.

Fue justo en tal instante, que ocurrió el estremecimiento simultáneo del mundo y la vieja casona, en un temblor leve. La muchacha debió sujetarse a la cabecera de metal forjado en encajes de la cama para no caer y cerró con fuerza los ojos, mientras se mordía los labios al punto de sangrar, en el temor de que el techo fuera a derrumbarse sobre ella. El temblor cesó para apenas unos segundos después volver a repetirse. Era que tocaban a la puerta y ni la casa, ni Bárbara, se hallaban acostumbrados a semejantes irrupciones.

—Tocan a la puerta y debo abrir —se dijo, en su costumbre de hablar con los pájaros como si fueran personas, para creerse un poco menos sola.

Avanzó asiéndose a muebles y paredes, con la incomodidad ocasionada por el peso del agua en olas suaves, que al llegarle a las rodillas, le frenaba los pasos, y la dificultad sumada de aquellas sacudidas que amenazaban la estructura de su mundo viejo pero hasta entonces estable...

Tras lograr con mucho esfuerzo abrir la puerta, quedó deslumbrada por el fuerte contraluz que le impidió reconocer la especie de la figura de casi dos metros de altura, que ahora se presentaba ante sus ojos. Pero la visión fulgurante duró apenas unos segundos porque aquella figura de escasas ropas, se derrumbó a sus pies, cual si hubiera gastado sus últimas fuerzas en tocar a la puerta. Bárbara intentó sujetarlo lo mejor que pudo, para que al llegar al suelo, en total desvanecimiento, no se ahogara. Descubrió así, que debía ser un hombre. Debía de ser un hombre, aunque tuviera aquellas alas inmensas y pesadas, como si de un ángel se tratara, un hombre o un ángel moribundo y asirlo era cuestión difícil, máxime con el cuerpo diminuto de ella, su cuerpo leve de adolescente, hecho de huesos y una capa de piel. Tuvo que hablarle, humedecerle el rostro y soplarle aire en la nariz. Acunarlo entre sus brazos, ella también en el suelo, ayudarlo a flotar, mientras le suplicaba, le pedía:

—Por favor, no te mueras.

Y se supo a punto de quebrarse bajo la fuerza de esas alas.

—No te mueras.

Mientras, los pájaros no dejaban de revolotear alrededor y Bárbara pudo notar que se ponían a la defensiva, chocaban contra ella y el caído, cual una sola bola de fuego tornasol, un bulto de colores, y hacían lo impensado al atreverse a agredir a picotazos a aquel que ella no imaginaba de qué modo había llegado a su puerta. La mujer buscó apartarlos con su mano; intentó proteger a riesgo de salir herida.

Cuando el hombre fue capaz de reaccionar, ella consiguió contemplar por fin su rostro, las facciones de otra época en la piel de bronce, la boca carnosa.

Él musitó apenas una palabra, un clamor:

—Ayuda... —aunque ningún sonido surcó el aire.

Y la mujer asintió, los pájaros se calmaron y todo fue silencio alrededor. El hombre intentó ponerse en pie con su asistencia. Las alas torpes y llenas de lodo, arena y cangrejos, le dificultaban el movimiento pero poco a poco consiguió levantarse y apoyado en el brazo de ella, en su hombro a manera de bastón, recorrió las habitaciones, como si las conociera desde siempre, para llegar al cuarto e instalarse al mismo centro de la cama. Las sábanas quedaron arruinadas para la eternidad, y a pesar de estarse iniciando la mañana, el día se hizo sombras. Ella lo cubrió lo mejor que pudo, porque el hombre tiritaba de frío y de su boca parecían brotar sílabas, o frases desarticuladas, que no llegaban a oírse, pero que tampoco, de tan fragmentadas, permitían la lectura de los labios en continua convulsión.

Los pájaros aguardaron quietos pero atentos. Se posaron en lo alto del escaparate, en la cabecera de la cama, en los brazos de la lámpara de techo… Semejaban pájaros de losa, o pájaros embalsamados.

Ella quiso dar de comer al enfermo, pero ante el intento de alimentarlo con frutas, él la miró con la vista perdida, y apretó la mandíbula para no verse forzado a tragar nada. Bárbara supuso entonces que quizá los ángeles se alimentaban con víveres otros, y sintió miedo, un miedo terrible como nunca había sufrido, ni siquiera cuando toda su familia, su madre y su abuela, habían muerto bajo el ataque de la peste y debió enterrarlas sola, lo mejor que pudo, a la sombra de las matas de mango. Tuvo un miedo enorme a que el desconocido se muriera y una tristeza inmensa que era a la vez un instinto, una necesidad de brindarle resguardo, que no había conocido nunca en su vida. Y deseó abrazarlo y lo abrazó, sin importarle que fuera apenas un extraño. Se aferró al cuerpo de él, frío y agotado, mientras no dejaba de repetir:

—No te mueras, por favor. No te mueras.

Pero aquel ser no se animaba a reaccionar y por tal motivo ella hizo lo único que sabía hacer: permaneció a su lado. Se hizo un ovillo en su proximidad para no molestarlo. Y olvidó junto a aquel, de quien no conocía ni el nombre, el paso de los minutos, y las horas. Los pájaros asimismo cesaron de cantar y de vivir. Y frente a ese hombre que casi ni se movía decidió que si llegaba lo ocurrir lo peor y él se marchaba, rumbo a la muerte, ella iba a desear morirse también y no se cuestionó que aquello fuese un disparate, o un absurdo, querer morirse por un desconocido, más, siendo tan joven aún:

—No te mueras…

Se durmió en la proximidad de su pecho y no supo si pasaba en ese letargo frío y húmedo, de olor ácido y alas sucias, con los muchos cangrejos que ahora le caminaban por el cuerpo, uno o varios días. Porque fue como si se dejara ir. Y en efecto eso hizo; se dejó ir. Dormía y despertaba solo para mirar el rostro próximo, para observar si su pecho se alzaba o si conseguía escucharle al menos la respiración. Y en cada ocasión, al redescubrir que él estaba vivo, lograba sonreír un poco, le regresaba la esperanza en la penumbra de aquel cuarto olvidado, para luego olvidarse otra vez de todo y de sí misma, de su necesidad de comer y de la sed… Hasta que después, en cierto momento de ese infinito de horas sin nombre, por fin percibió algo… Una mano rozó su cuello y ella no quiso abrir los ojos para no despertar, ya que quizá solo se trataba de un sueño... Pero luego no fue solo la mano, sino una boca y el aliento un tanto tibio en su espalda, porque la mano le agarró los senos por debajo del ropón y ella supo, entendió, que no debía ser un sueño. Porque ahora el hombre que había resistido a la muerte, así, sin que hubiese mediado una palabra entre ambos, le acariciaba el cuerpo con las manos, explorándole la cima de sus caderas, pero también las oquedades del vientre, en avideces de cachorro con hambre. Y pudo apreciar como el sexo de él crecía y se agitaba, mientras se le apretaba contra los muslos, con una dureza similar a un metal, o a un cuchillo. Y Bárbara tuvo un estremecimiento a lo largo de su cuerpo, semejante a un calambre, cuando él, sin más preámbulos ni anuncios, entró en ella, con furia ofuscada. El ángel la hizo abrirse al colocarle las piernas por encima de sus hombros masculinos de fibra. La muchacha sintió en los pies el extraño cosquilleo de las alas y en el último segundo de éxtasis unió con levedad sus labios, al grito ahogado de él.

Despertaron juntos de aquella travesía, donde habían sido primero la enfermedad y después la vida. Y ella pudo notar, que el cuerpo de él se había vuelto cálido y ahora la miraba con sonrisa de satisfacción, de soldado que regresa de las garras de la muerte. Y sin embargo sus alas lucían su peor aspecto, no ya por el lodo que se había secado en ellas, sino a razón de una especie de muda, en que exhibía lamparones sin plumas, y de la que él, con las fuerzas recobradas no se daba por enterado.

Entonces ella quiso retornar al patio. El mar había acabado de retirarse pero ahora el olor a sal había sido sustituido por un vaho de hojas pútridas y frutos maduros hasta el exceso. Así y todo consiguió recolectar algunos mangos que en esta oportunidad el hombre comió con total apetencia bajo los rayos de sol que calentaban esa cama, cuyas sábanas desordenadas recordaban una especie de nido, nido enorme que los pájaros todavía petrificados en sus rincones, observaban con desconfianza.

—Bárbara —dijo él con una voz joven, que procuró adivinarla y desnudarle los deseos de nuevo, y Bárbara al escucharlo tuvo la convicción de que ese era justo su nombre y no otro y comenzó por primera vez, a lo largo de su vida, a reconocerse a sí misma.

Así llegó la navidad, una navidad distinta, que los halló a los dos como una pareja de recién casados, entre baños de mar a cualquier hora, y en olores de sal y sol, jugando entre los árboles a perseguirse, sin preocuparse por el mundo y sus fechas, mientras ella pretendía a ratos, colocar estrellas de papier maché en las ramas más altas, con la ayuda de él, que la cargaba entre sus brazos sin grandes esfuerzos.

En el terrible bochorno de las horas de la tarde, desnudo sobre la cama, con sus alas maltrechas y la vista perdida, se acostumbró a yacer boca abajo… Mientras, ella llegaba a pensar que nunca más iba a conseguir dormirse, porque se sentía demasiado plena de vida para hacerlo. Se entregó a explorar las habitaciones de su propia casa, a redescubrirse en los espejos de azogues maltrechos, al probarse los vestidos de otras mujeres de su familia, vestidos llenos de polvo y manchas ocres, con los que se presentaba frente a él, llena de entusiasmo cual una chiquilla, en la pretensión de recibir al menos un halago. Pero él hablaba poco, como si hubiese acaso olvidado el lenguaje de los hombres, y su lenguaje fuese otro, hecho de gestos torpes que llegaban a doler a ratos. Bajo el efecto de sus manos el cuerpo de ella cedía hasta perderse y alcanzar a recordar, sin querer, los ciclos de las mareas, porque su cuerpo era entonces eso, el mar y sus mareas, que subían y bajaban según los ritmos de la naturaleza, con un orden propio y no algo que pudiese ser controlado por el intelecto, o ninguna voluntad humana.

Todas las noches, en un abrazo infatigable, caminaron de un lado a otro en la playa. Y justo en cada amanecer él iba a insistir en mostrarle ese lugar dónde debía encontrarse desde siempre la Estrella de la Mañana, que no obstante se hallaba desaparecida del cielo durante ese mes de diciembre. Y ella, que le entendía las angustias, aún sin indagarle los motivos, se entregaba a calmarlo, a intentar, con gestos dulces que olvidara de algún modo las tristezas, también al inventarse historias que le narraba a media voz a fin de entretenerlo, para hacerle más ligero el paso de las horas. El nuevo año les encontró en un quererse tibio, sobre la cama de sábanas grises en una espera de algo que no podía preverse y que a ratos resultaba una especie de amenaza latente. Ella llegaba a asustarse por instantes con esa expresión de rabia que él exhibía a veces, de un rencor antiguo, al que no se conseguía adivinarle origen. Debieron de ese modo pasar varios meses, y pareció que al final no iría a ocurrir nada nuevo, nada de extraordinaria relevancia que pudiera alterarles el curso del amor...

Y sin embargo Bárbara alcanzaba a notar la forma en que su cuerpo cambiaba, tuvo la sensación de que sin quererlo se hacía chica, y a la par pesada, densa, en una suerte de náusea continua, pero calló su temor, porque si era la muerte, si en efecto eso que le acontecería al final, sería la muerte, no le iba a importar si al menos le llegaba en semejantes juegos de la dicha.

Los brazos de él, robustos y de estatua de bronce resultaban siempre acogedores. Y sus alas, ya para la primavera, tenían por fin un plumaje nuevo que de tan blanco no se podía mirar fijo, porque deslumbraba. Incluso a ratos en torno suyo era posible apreciar además una suerte de perfume tibio…

Una noche entre tantas, de arena y sin estrellas, cuando él la miró, ella creyó reconocerle la ternura:

—Bárbara —volvió a decirle como otras veces, aunque de una manera distinta, al punto que ella debió disimular las lágrimas para responderle:

—En algún momento debías haberme dicho tu nombre y no dejar que te llamara yo, de cualquier modo.

—Eres la única que reconoce todas las formas y mis nombres.

Y él la besó, la besó en los labios con un beso húmedo y cálido, que aconteció despacio, al margen del tiempo, porque al final todo entre ellos siempre había sucedido así, al margen del tiempo y la muchacha se sintió adormecer, y justo por primera vez en meses logró dormirse de golpe, aunque sin querer, en un sueño blanco, uno de esos sueños sin sueños, parecidos a la muerte.

Despertó después, quizá a los días, rodeada de cangrejos y a la vez sola en medio de la arena, con el mar distante en su marea escurridiza, sin otra presencia viva para acompañarla en la playa, más allá de esos cuerpos de roca diminutos en torno suyo, porque él de pronto, ya no estaba. Y la embargó un deseo de llorar y el peso de una soledad, tan inmensa, como ese hombre, o ángel, al que se percató ya, que había perdido. Apenas pudo notar sobre el mundo, allá en el cielo, entonces sí, la Estrella de la Mañana…

Ni supo cómo logró el regreso a la casa, esa casa de repente vacía, y ajena. A la cama, con sus olores concentrados y distintos, a salitre y sudores acres, a lodo, y frutas, y perfumes de alas. Y lloró de golpe todas las lágrimas, de todas las mujeres a lo ancho del mundo, por las incertidumbres, las ausencias, el ultraje del amor, hasta empapar el colchón, e inundar los suelos, al modo de ese cataclismo a inicios del mes de diciembre en que un hombre con fuerza de imprevisto, se había instalado en su vida para convertirse en la mayor de sus certezas. Lloró hasta olvidar las razones de su llanto y aún así, no consiguió parar, con el rostro deforme por la angustia, el cuerpo flaco, y a punto de desvanecerse. Lloró con la sensación de hallarse muerta y a la par llena de heridas que la hacían recordar cuan viva estaba, con una pregunta continua al filo de sus labios:

— ¿Cómo se puede amar así, al punto de llegar a hacerse daño?

Lloró, un sábado y el domingo y un lunes y un martes y después el miércoles, y toda la semana, durante todas las semanas de un mes, por varios meses, de día y de noche, en el asombro de que su corazón pudiese continuar latiendo pese a todo. Lloró sin lograr que se le secaran de una vez las lágrimas, con sus pájaros también alrededor, los pájaros, que habían vuelto a sus vuelos, y a los cantos, como si no pudieran respetarle los desconsuelos, ahora, que él, ese hombre de alas tremendas que se hiciera dueño de ella y de la casa, se había por fin marchado.

Y sin dejar de llorar, al paso de infinitas jornadas, creyó tener hambre, o no era hambre y sí acaso ese olor de los mangos del patio, olor de almíbar, que resultaba una especie de llamado en el aire y se levantó de la cama, para salir con lentitud irremediable, y comer allí mismo a la sombra de sus árboles. Quiso agacharse a recoger una de esas estrellas de papier mache, uno de los recuerdos de otra estación y notó entonces que algo le impedía moverse con la facilidad de antes y era su vientre que se hallaba hinchado, crecido... Tuvo que comprobar en el espejo viejo los cambios que hasta allí adivinara con el tacto. Y el espejo le devolvió a Bárbara una Bárbara otra, mucho menos niña, de expresión seria y huesos marcados, con una estrella en la mano y esa panza extraña, que parecía una cosa ajena a ella, un añadido inútil:

—Quizá por esto no logré morir —se dijo y su voz le resultó diferente, menos dulce—. Y quizá deberá llamarse como yo también, igual que mi madre y mi abuela y todas las mujeres en un mismo espacio de este tiempo infinito, siempre a la espera. Cual si solo fuésemos una y la misma. Y habrá de esperar cuando llegue su turno, para ayudar también al que debe venir…

Y de pronto, se supo viva de nuevo, con el instinto de cambiar su destino de lugar, y una suerte de rabia, comenzó a sustituirle la congoja.

— ¿Ahora qué se supone debo hacer mientras espero?

Fue así que comenzó la revolución en la casa; acaso un modo de burlar a las horas, de no estarse quieta para no tener que pensar, y con eso, evitar el llanto. Cambió los muebles de una habitación a otra, con el fin de intentar confundirse y olvidar que seguía desde antaño anclada a un mismo sitio. Limpió con minuciosidad enfermiza los últimos rincones de cada aposento. Quiso pelear con todos. Expulsó a los pájaros del cuarto, si bien ellos no llegaron a hacerle apenas caso. Quemó lo que ya no servía, los vestidos de las mujeres del pasado, los libros comidos de polillas, junto a las hojas secas y las ramas, en el pretexto de espantar del patio los fermentos de los frutos y además a los cangrejos.

Pero justo después, cuando se le acabaron las labores domésticas, notó que las lágrimas estaban ahí todavía, aunque pretendían contenerse en las rutinas que se había inventado, y entonces quiso hablarle otra vez a aquel hombre, y se agitó su pecho en el deseo de verlo y temió que la tristeza y la impotencia acabaran por traerle la muerte y le mataran al final esa vida otra, de la cual se sabía responsable. Y ya que él no iba a estar más junto a ella, y no existía, posiblemente nunca había existido, a fin de cuentas, porque ni siquiera le conocía el nombre, ella comenzó a escribirle una carta, o un cuento, palabras sueltas dónde explicaba aquello que le latía dentro. E intentó describirle las variables que habían hecho a su mundo girar hacia el punto en que ahora se encontraba, contarle la que había sido ella desde siempre, mucho antes y cómo en la catástrofe de lo cotidiano de otra pleamar, él, semejante a un suceso inesperado había llamado a su puerta, convocándola a la vida.

Se sentó al borde de la cama, para escribirle de su amor y de los miedos, mientras los pájaros no cesaban sus vuelos frente al sol.

Llenó sin parar páginas y páginas, de palabras y frases y metáforas, que no lograban contenerse, para contarle eso que había sido a lo mejor tan solo un sueño, porque en el fondo buscaba convencerse a sí misma de que lo había imaginado, y que en definitiva, no podía existir un hombre así, que tuviese alas y a la vez por ratos, un mirar de rencor y desánimo, al observar el cielo. Y en su relato, retornó a vivir las caricias exhaustas, los roces de la arena y el clamor del viento…

Y transcurrió de nuevo el paso de los meses y las horas y tornó a llegar diciembre. El mar irrumpió en la casa, con la fuerza de sus mareas azules casi a la hora de otro amanecer y las espumas, que nadie había convocado, arrullaron con sus murmullos tristes los rincones, con violencias que pretendían augurar los cambios por acontecer.

Y Bárbara repitió:

—Falta poco…

Aunque para esta ocasión supo ya anticipar el significado de la frase.

Dejó de escribir, detuvo esa carta, que ya no era carta, sino un montón de hojas en desorden total, un relato largo y absurdo dónde no contaba una sola historia sino todas las variantes posibles para su única vida, con cientos de nudos e hilos por tejer.

Al colocar los pies en el piso empapado, al sumergir sus pies en las aguas de esa marea alta, ni fría ni cálida, presintió de antemano el temblor de tierra, porque de nuevo, alguien tocó a su puerta. Ella avanzó despacio, en lucha contra las olas, que le frenaban los pasos de sus pies hinchados, sujetándose a las paredes con una mano, mientras con la otra preservaba el instinto de protegerse el vientre.

Se detuvo frente al portón de rancias maderas, y entonces aconteció el silencio, un silencio que la hizo dudar, preguntarse si todo no era mentira, antes y ahora, una ensoñación fuera del tiempo. Las aves volaron sin cantos en su proximidad. Bárbara estuvo a punto de regresar a su cuarto, a su mundo de palabras y lágrimas, cuando escuchó otra vez que sí, era cierto, tocaban… La puerta se resistió y rechinó y le resultó al instante más pesada que nunca, quizá a razón de haber olvidado ya de qué forma se abría, de tanto querer olvidarse del mundo, pretender resguardarse de ese mundo ajeno de allá afuera, que solo le había traído mar y sombras.

Y fue el deslumbramiento, la luz a contraluz y una figura enorme a punto de caer, y a la vez, esa punzada en su vientre como el anuncio de la vida.


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