Los sobrevivientes
OSCAR G. OTAZO
I
Cuando
aquella noche de marzo corrió la noticia de que habían descuartizado al negro
Marino Ascazubi en la vuelta abajo del pueblo, y que los negros congos,
mandados por Belén Abakú, andaban armados con machetes, no habíamos comprendido
la verdadera cofradía de esa gente que, muchas veces, pasaban hacia el cabildo
Santa Bárbara dirigidos por su cabeza ni pudimos entender qué ocurría en esa
parte donde solo podía entrar el cabo Reyes, un negro jurao en Palo Monte. Días
atrás se había corrido la voz de un juego de palo, la juramentación de pinos
nuevos y el ascenso de otro plante a la vida religiosa, pero nadie pudo saber
quiénes serían los iniciados. Los paleros siempre han sido recelosos con su
religión. Para no defraudar a las ánimas de sus nfumbes, mantienen una ley de
tradición y de sangre sobre esas cosas. Esa noche llovía. Escondidos del jefe,
descuidamos la guardia y nos fuimos hacia el bar del gallego Manuel Revilla.
Como a las once, oímos el silbato del puerto. Detrás, entraron los marineros.
Eran tres. Dos altos y uno bajito; todos con las ropas manchadas de sangre y
las miradas sobresaltadas.
—Tráiganos
ron, paisano —dijo uno.
Manuel
los invitó a sentarse. El más bajo le dijo, No,
ahora no, y se quedaron cerca de la
barra mirando hacia la puerta. Luego oímos una ofensa dirigida contra el
pueblo.
—Eso es
cosa de los negros —quien hablaba era el que tenía el pelo canoso y los
espejuelos de montura dorada—, pero, por lo menos, ya le cobramos hasta en el
alma.
Después
bebieron con miedo, a grandes trancos, hasta vaciar la botella; luego pidieron
otra.
A Manuel
no parecía gustarles y se largó hacia el almacén. Con los minutos, envalentonados, caminaron hacia el
salón y se sentaron en una mesa. El más bajo se volvió hacia nosotros y
preguntó:
—¿Ustedes
conocen a los negros de la vuelta de abajo del pueblo?
Sabíamos
a cuáles se refería y nos quedamos callados.
—Pues
nosotros sí —soltó una carcajada—, y muy bien porque venimos de allí mismo.
—Pero
hacen bien en no conocerlos —aclaró el canoso.
El otro
era un tipo de unos cuarenta años, el pelo negro y con las cejas espesas, los
brazos velludos y gruesos. Hasta ese momento no había hablado, pero, con el ron
y el calor, se ufanó:
—Mejor
para los de por aquí. Esa la íbamos a cobrar de cualquier forma.
—Aunque
dio su trabajo —aclaró el más bajo—. Por lo menos hasta que vinieron los otros
negros.
Pensamos
que se trataba de los Valles y se nos ocurrió preguntar si había sido con esa
familia.
—No, fue
con los congos —contestó el canoso.
En sus
gestos había un poco temor. A nosotros no nos importó. Ya estábamos un poco
turbados y vaciamos varios dobles más. Para desgracia seguía lloviendo. Al
parecer no escamparía nunca.
La
botella se fue con la misma rapidez que la de antes y llamaron a Manuel. El
gallego trajo otra, llenó los vasos y regresó al almacén. Casi de golpe, traído
por un relámpago, vimos a un niño negro de unos doce años atravesar la puerta y
seguir hasta la barra. Cuando llamó a Manuel, el gallego asomó la cabeza. Al
ver quién lo llamaba se apresuró a salir y lo atendió con la dedicación de un
cura. La forma complaciente se le borró en el momento en que le acercó un
papel. Enseguida el gallego lo agarró y lo vimos mirar hacia los marineros. Fue
allí cuando lo reconocimos: era el mandadero de Belén, sí, el hijo de Marino
Ascazubi, un niño huesudo, con la cara afilada y los ojos paganos.
—Esto es
contra el que se meta, viejo.
Manuel
dejó caer una mano sobre el hombro del niño:
—Dile a
Belén que si no hay otra solución.
El niño
sacudió el hombro:
—Ninguna.
Manuel
trató de explicar: No era asunto de nadie, ellos andaban por su cuenta.
—Eso a
Belén no le importa.
Más de
tres veces vimos al gallego secarse la frente. Al parecer Belén no quería
entender razones. Belén no era un hombre de dejar las cosas enfriarse. Desde
hacía años servía en el comité del viejo Benítez y se conocía por ser el más
mentado de los Abakú. En el pueblo, lo respetaban por ser un hombre correcto,
además de tener uno de los plantes de más prestigio y honra. Los marineros
seguían despreocupados, atendiendo a la bebida y a los intercambios de odio.
Dejó de
llover al rato. El mandadero de Belén ya se había esfumado. Revilla esperó otra
oportunidad se acercó a los marineros y les dijo:
—Ahora
mismo tienen que salir.
El más
bajo se levantó y empujó al gallego:
—Viejo,
ese negro venía con un recado de Belén, y no nos vamos a meter la noche
corriendo.
Hubo un
momento donde vimos a Revilla quedarse quieto como un poste; detrás, amarillo
de miedo, nos miró desconcertado. No sabemos si fue cosa del ron, o de ver
tanto abuso, pero no pudimos aguantar y, dispuestos a pelear, les salimos al
paso.
—Esto no
es con ustedes, muchachos —dijo el canoso.
Si era
contra el gallego, también nos metía en el lío a nosotros. Después aclaramos
que si no se largaban, no respondíamos por la desgracia. El más bajo nos miró
sin miedo:
—Si la
sangre nos busca, no vamos a correrle a la sangre.
Nos
quedamos aturdidos por un rato. El gallego se las dio de anfitrión y nos
preguntó si queríamos algo más; luego:
—Es mejor
que se vayan, muchachos, las cosas no andan buenas.
Eso a
nosotros no nos importaba y dejamos bien claro que nos iríamos para no atizar
una pelea. En la puerta nos dimos cruce con Marciano Luis, un moro grueso, de
cara redonda y con la cabeza rapada. Marciano nos saludó y se acercó a la
barra. Afuera nos quedamos detrás de unos tanques, cerquita del bar, al otro
lado de la calle.
La sombra
del bombillo de la entrada del bar pestañeó. Vimos caer varios puntazos de
lluvia. Cinco casas antes, nos escurrimos debajo de un portalón hasta el puesto
de venta de Emilio, el cojo y, desde allí, pudimos ver mejor. Sí, ya el gallego
estaba discutiendo con Marciano, igual que los marineros discutían con la misma
autoridad y levantaban la voz sin importarles dónde estaban ni con quién
hablaban. Tal vez Revilla no lo creyó así, ni los marineros, claro. Marciano,
quizá cansado de tanta palabra, dio un giro y lo golpeó en la barriga y en la
cara. El viejo cayó y se levantó con la boca llena de sangre.
—Negro,
eso era cosa de estos. Habíamos dejado claro que no os joderían tanto. Era una
simple guasa. Una pegadita y varios golpes.
Marciano
se ofuscó:
—Ellos lo
mataron y se van a largar. ¿Y mi plata? Belén ya te mandó a su emisario. De ahí
a estar por los alrededores…
El
gallego se desprendió como si hubiera estado tocando un clavo hirviendo, se
acercó a una de las ventanas. A esas horas la lluvia había comenzado y no se
podía ver mucho. Fue entonces que escuchamos el grito. Venía del barrio del
Condado, cuadras atrás de
A los
pocos minutos, una silueta de mujer pasó taconeando por la calle y entró en el
bar. El gallego la empujó hacia el salón. Con la claridad, nos sorprendimos al
ver a Lucía.
Lucía era
una negra alta, de buen ver y con gracia en la cintura. De Santiago de Cuba la
había traído una tal Marakué Lundá, su yubbona. A Marakué la habíamos visto
muchas veces en el cabildo dirigiendo a los iyabboses. No era de las malas.
Tenía temple y algo de eso se le había pegado a Lucía.
Uno de
los marineros salió, miró hacia los lados y entró. Poco después un carretón se
acercó por la calle, se detuvo frente al bar y bajó una figura grande, con un
sombrero calado. Reconocimos a Mariano Salas, un viejo isleño y entendido con
Revilla. La luz del bar se apagó y se escuchó un agitarse de pasos rápidos, un
taconeo y una puerta cerrarse. Cuando las riendas se agitaron y los caballos se
fueron comprendimos que ya se las habían jugado a Belén y, aunque los
persiguieran por el mundo, no aparecerían. Al otro día los marineros se habían
esfumado. De Lucía, la santera, no se había conocido nada, pero Revilla no
corrió con la misma suerte. A los pocos días lo encontraron muerto en una
cañada.
II
Tres días
después supimos que Belén Abakú había sido encarcelado. Dos días antes habían
enterrado a Marino Ascazubi en el cementerio de Guayos. A los nueve días de la
muerte del gallego, la guardia rural se apareció en la vuelta de abajo del
pueblo y se llevó a Belén detenido para el cuartel. A las tres de la tarde de
ese mismo día lo habían dejado libre. A muchos del pueblo no les disgustaba,
principalmente, al juez, a quien Belén lo llevaba del hombro; entre muchas
cosas, también le servía de guapo electoral. Por eso no nos asombramos cuando lo
vimos por la calle Valle entrando en el bar Pichinchiqui. El mesero, Agustín
Gómez, se acercó y le preguntó qué pasaba.
—Nada de
bien, peor si es por un muerto, mucho peor.
—¿Y para
qué entonces te vas a manchar las manos? No vale la pena, Belén,
—¿Y qué dejas
para los hermanos?
—Eso está
claro, pero la cárcel no vale ni uno ni dos pesos. Y lo digo también por
callarse la boca y...
—Por eso
mismo chirona es para los hombres.
—¿Y dónde
queda la ley, hombre?
—¿Cuál
ley? O mandan los de arriba, o los de abajo se llevan la angustia. Si lo dices por el viejo Revilla, pa´mí no vale
más que Marciano ni Lucía. Quien no se me quita de la cabeza es Marino.
—Ya Lucía
está muerta, Belén, dejen eso.
—¿Y qué
importa, Agustín? Los muertos no dejan de vivir
—Tú lo
dices por Marino.
—Lo digo
porque el hombre también pone y quita ley, y en esta vida somos ojo por ojo y
diente por diente, y Marino es sangre de mi sangre.
—¿Y qué
piensa el teniente Reyes?
—Reyes
está con sus hermanos.
—¿Y los
de la vuelta de abajo?
—Los congos
solo tenemos una sola religión.
El mesero
se quedó mirándolo de medio lado, como si el diablo hubiera hablado por los
negros, como si el diablo fuera un negro y, en ese momento, les estuviera
hablando. Días atrás Reyes había entrado en los solares de la vuelta de abajo
del pueblo. Por el mismo Agustín supimos que el alcalde no iba a tomar
providencias. Don Hilario Batista no lo creía así. Ante los acontecimientos, se
manifestó de la siguiente manera:
—Los
negros no podían hacer menos. Fueron como eran. La culpa fue de los marineros,
de la negra Lucía y del viejo Revilla.
Palabras
dichas por un hombre como él nos parecieron profanas. No se trataba de hablar
así frente a una cosa de esa naturaleza ni creer justa la matanza. Aunque Belén
participaba de la confianza de don Hilario, el alcalde no se avenía de mal con
el guapetón. Entre los dos tenían juramento de plante y el negro le servía de
luz. Cabaiguán por ese entonces no era un pueblecito de andrajos. La
posibilidad de haber tenido
Pasaron
dos tardes y el incendio del bar nos sorprendió a todos aquel mediodía, en la
siembra de Dionisio Menéndez, allá por la entrada del pueblo. La casona de la
finca entonces quedaba varada sobre una loma y, desde allí, podía verse el
pueblo en toda su figura. Estábamos en el almuerzo y la columna de humo aún no
había subido lo suficiente ni los vientos la habían arrastrado hacia esa parte.
Fue como al rato, cuando la comadre del partidario nos servía y hablábamos
sobre las cuestiones de la siembra, de los acontecimientos de
Aún no
sabíamos de qué se trataba, pero, en nuestras cabezas, era como si ya
hubiéramos oído a la comadre decir: Hay candela en lo del gallego. Cuando lo dijo
no nos amedrentamos. Bajamos a la carrera y, casas atrás, camino real, árboles
y cañaones, llegamos corriendo a la esquina donde antes habíamos velado hacia
el bar. Traído por la desgracia, en el lugar donde antes habíamos visto a los
marineros, el fuego mordía cada tablón, cada travesaño, cada loza testigo de
los hechos y de las palabras durante aquella noche. La gente no se avenía a
salvar nada. Miraban en silencio, con las caras serias, llenos de una serenidad
rabiosa propia de quienes ven la pudrición, pero nada pueden hacer por
eliminarla. No sabemos cuánto tiempo se quedaron allí. Luego soltó un grito, se
abrió por el centro y se desplomó como había vivido.
Ese día
la presencia de don Hilario y, después, la llegada de Belén Abakú junto a su
mandadero nos sacaron de dudas, entre ellos, todo estaba resuelto. A esa hora,
con el bar hecho cenizas, y los marineros lejos, ya no quedaban testigos. Pero
nadie lo supuso, nadie, y todos se fueron como en esa época, donde se consumó
el hecho terrible.
III
Y así se
quemó el bar del gallego y su vida se fue como el agua dentro de aquel cauce
fluyendo de los ríos y yendo a morir a la bahía. Por esa época, antes del
incendio, mucho antes del paso de esos marineros, ya habíamos visto a
—Nosotros
no vamos a quemarnos el pellejo por migajas —Belén gritaba.
—La cosa
era a un precio. No me importa lo demás, hablamos de plata y, con eso no podían
haberse equivocado.
—Mira,
esas mujeres salen de aquí, y ya tienen su precio. Me importan tres cojones qué
pasa en el Norte, pero ellas están en mi pueblo y valen como diamantes.
El marinero
se levantó, ganó aire.
—Mister
Church no entiende de eso. Quiere a las otras también. Para eso estamos aquí.
—Mistel
Chur se puede ir para el carajo. El pago no era bastante. Al final ellas ponen
el pellejo.
—Déjanos
eso a nosotros, Belén —el marinero lo cortó.
Belén se
acaloró:
—Aquí
quien manda es Belén Abakú, Belén Abakú.
Belisario
lo vio salir junto a Marino serio y frío como un roble.
Cuando
pasaron por su lado oyó a Belén decir bajito:
—Si el
Chur ese quiere llevarse a más putas, va a tener que pagarlas como si fueran de
oro.
Marzo ya
había entrado en el año y con marzo la naturaleza desató las lluvias. Eran
lluvias del diablo. Al parecer, no escamparía nunca. Llovía como si la
naturaleza nos reprendiera con agua para aplacar su odio, para obligarnos a
entender su saña. En una de esas noches fue cuando mataron a Marino. En la
vuelta de abajo del pueblo habían empezado las ceremonias de los pinos nuevos y
se oían toques de tambor por muchos de los barrios y los coros de voces
afligidas y el viento y las aguas. Belén no se contentó con eso: lo habían
macheteado por la espalda como no se mataba a nadie. Y no lo dudamos: Fueron
los marineros. Sí, los marineros.
IV
Con los
disparos de
Así nos
enteramos de que, una mañana, había aparecido muerta Marakué Lundá y, tres días
después, hallaron ahorcado de una ceiba a Mariano Salas, el compadre del
gallego Revilla. A decir verdad, no tuvimos tiempo de averiguar nada. Estábamos
en las cercanías de
El pueblo
tenía unas cincuenta casas, la mayoría de tablas y de guano, con un puesto de
correos y una panadería. La tienda estaba en las cercanías de un arroyo casi
seco, a unos metros de un farallón por un lado, y de cara al camino real por el
otro. Lo demás se resumía a cuatro tablones pintados de azul y de blanco y un
techito de zinc a dos aguas, con un portalón a la redonda.
Entramos
por una de las puertas. Había tres o cuatro paisanos que chocheaban con vasos
de aguardiente. Detrás del mostrador, un negro rechoncho, con cachetes morados
y los ojos saltones pesaba algunas viandas. Al lado estaba una mujer gruesa,
con el pelo gris, las manos afiladas y los ojos verdes y viejos como dos puntos
clavados en una cara redonda y dura. Uno de nosotros preguntó si allí no
trabajaba Julián Bermúdez. La vieja miró al negro y terminó por decirnos:
—Aquí no
trabaja nadie con ese nombre.
El negro
repitió lo mismo y se quedaron en silencio.
En un
principio no supimos qué hacer. Nadie nos había dicho cómo nadie era y el no
saber nos mantuvo confusos. Mientras tanto, la vieja seguía en sus menesteres y
el negro atendió a dos hombres. Otra vez solos, preguntamos por Julián
Bermúdez. La vieja nos volvió a mirar con cara de aletargada; luego se acercó a
la puerta y buscó hacia los alrededores. Cuando regresó su cara se había
transformado en una sonrisa cómplice y humana.
—Ya era
hora, compañeros, el comandante me tenía impaciente.
El alma
se nos aflojó al escucharla hablar de ese modo.
—Es
necesario guardar las apariencias —agregó más tarde.
El negro
nos preguntó si nos habíamos tropezado con guardias de la rural. No nos
habíamos cruzado con nadie, y se lo dijimos. Después, lo vimos salir hacia el
almacén y venir acompañado de un hombre de baja estatura, de piel aindiada, con
los hombros fuertes, vestido de blanco y con un sombrero jipijapa. La pinta nos
pareció conocida. No a una primera entrada, sino, cuando el negro nos presentó
como gente del comandante Agustín y lo vimos reír con aquella risa dura y, a la
vez, elegante. En el instante donde habló, las dudas se esfumaron, lo miramos
con detenimiento y le dijimos que nos dispensara, compañero, pero de cuál lugar
nos conocíamos. El hombre se puso serio, miró a los otros dos y encogió los
hombros:
—De ahora
mismo, paisano.
Todavía
desentendido preguntó si habíamos venido con alguien más y si podíamos
llevarnos los víveres ahora mismo.
—Tenemos
a un grupo cerca. Si quiere, nos lo llevamos un poco y con eso los mirones nos
olvidan.
Miró a la
vieja:
—¿Qué
hacemos?
—Tú sabes
como es Agustín —respondió la vieja y se fue con el negro hacia el interior del
almacén.
Cuando estuvimos
solos preguntó cómo andaban las cosas en lo del comandante y dijimos que
andaban. Las dudas no se nos apartaban y terminamos por insistir si siempre
había sido de estos parajes. El hombre notó el aire de imprudencia, se ajustó
el jipijapa y negó con la cabeza:
—Soy de
una zona del mar. Antes de ahora andaba de marinero, pero las cosas fueron
cambiando.
De
repente, aquella noche de marzo saltó por el tiempo y se nos adentró en el
recuerdo. Vimos las escenas del bar, la entrada de Lucía, la burla de los
marineros, el acecho de las siluetas, la partida del carretón. Por un momento,
nos supimos desconcertados. Fueron segundos donde nos sentimos caer en la modorra, donde no sabíamos qué preguntar ni
cómo evitar mirarle a la cara a ese hombre que llevaba adentro al otro.
Finalmente le preguntamos si había estado en un tiempo por Cabaiguán y si por
una casualidad había conocido a Belén Abakú. El nombre de Belén Abakú terminó
por trastornarlo. Se puso pálido, buscó hacia la puerta, nos miró con los ojos
angustiados. Segundos después, no se pudo tener en pie, caminó hacia el
mostrador y se apoyó en la barra. Era él. Cuando logró recuperarse, se quitó el
sombrero y habló en susurros:
—Esa
noche el diablo estaba en aquel pueblo y nosotros no lo sabíamos. No era con
los negros ni de las cosas esas que sabemos que hacen. Revilla nos había
alertado, pero ni yo ni los otros podíamos con la carga de odio por aquellos.
Belén nunca quiso escucharnos. Marino no quería entendernos. Esa gente quería
sangre. Para ellos, la sangre era la que les daba la vida —hizo una pausa,
tragó en seco—: Pero nadie iba a dejar que se fueran. Después de esa noche, no
he tenido paz.
Sus
palabras fueron cortadas por un relámpago. Oímos un viento frío y varios
puntazos de agua chocar contra el techo. Vimos como si el pueblo y los negros
nos hubieran estado guiando desde la invisibilidad y se nos apoderaran de
nuestros sentidos:
—¿Y los
otros?
El hombre
apretó el sombrero:
—Cuando
salimos se nos tiraron por la esquina. Nos han matado a casi todos.
El viento
sopló más fuerte acompañado de un trueno y los bandazos de la lluvia. Bajo aquel techo tuvimos la sensación de que
cientos de pájaros arañaban el zinc. Luego, entre miradas de recelo, se abrió
la camisa y nos enseñó algunos tajazos en los hombros y en el vientre:
—Yo salí
lo mejor que pude, ahora Belén me anda buscando.
La
curiosidad pudo más y le preguntamos qué había pasado con don Hilario.
—Hilario
siempre quería la mejor parte, por eso no podía con todo.
—¿Y
Revilla?
—A ese
Belén lo traía del cuello, como a
—¿Y los
otros?
—La otra
gente le respondía al americano. Mr Church era quien lo ponía todo y con él
nosotros nos entendíamos.
La vieja
y el negro regresaron con los víveres. El marinero disimuló y nos miró con
desconfianza.
—Díganle
a Agustín que podemos hacer algo más, pero es para mañana —el negro apuntó a
los sacos.
Se lo
haríamos saber, le dijimos y esperamos las primeras luces del anochecer.
Salimos cuando ya la lluvia había cesado y, en el cielo, solo habían tachones de
nubes grises y un crepúsculo brilloso. El hombre no se despidió de nosotros,
siguió mirándonos en silencio como si ya sus palabras hubieran sido bastante
para calmar el tiempo, el pasado y el tiempo que, a esas horas, seguía amparado
la memoria.
V
Y el 31
de diciembre Batista huyó y, como a los ocho días del comienzo del 1959, las
cosas empezaron a volverse diferentes. El pueblo salió a la calle y se unieron
a la caravana y gritaron vivas y hurras a quienes bajábamos de
En una de
esas mañanas, casi al aclarar y a pocos minutos de la partida, nos vimos en los
camiones en brigadas de a cincuenta destinados al corte de caña: los diez
millones iban de cualquier manera. Entre nosotros venían cerca de veinte
jóvenes, viejos y mujeres. Tal vez como si de eso también se hubiera percatado
el pasado, se presentó de pronto un joven negro, de unos veinte años, huesudo y
con la cara afilada. Cuando se acercó con la mochila y la mocha y dijo: quiero
irme con ustedes al Oriente, la gente lo miró dudosa. El jefe del camión era
Facundo, un negro rechoncho que, al oírlo, se volvió hacia él y cerró la
libreta:
—No hace
falta, este camión va completo.
El joven
se desentendió de Facundo:
—Yo
también quiero cortar caña —se pasó la mano por los labios.
Facundo
guardó la libreta en el bolsillo del pantalón:
—Ya te lo
dije, el camión va completo.
El joven
ganó aire:
—Tú no
eres
La
palabra revolución obró como un milagro. Nadie tenía derecho a cuestionar a
nadie por no aparecer vinculado a nada y si su interés era ayudar a
—Si es
así, no hay problema, suba.
Subió al
camión sin hablar, se sentó en una esquina, con el rostro frío y los ojos
pequeños como dos bolas grises y amarillas, mientras apretaba la mocha. El
camión partió cerca de las seis de la mañana. El sol ya comenzaba a salir y, en
el cielo, iba subiendo el sol frívolo de abril. Frente al cementerio de Guayos,
algo o alguien le vino al recuerdo. El joven se persignó, buscó hacia el cielo
y susurró algo.
VI
Cuando
llegamos al Camagüey nos acomodamos en los albergues. Una hora después, sin
pensar en el cansancio, comenzamos con los preparativos del corte del día
siguiente. Entre la alegría por la llegada y ver a gente conocida nos habíamos
olvidado del joven. Ni siquiera lo vimos durante la comida o, poco más tarde,
en la plazoleta donde estaba reunido una buena parte del campamento. A las diez
de la noche nos fuimos a dormir.
Nos
levantamos con el toque de diana; luego de asearnos, agarramos las mochas y
salimos para una cancha situada detrás de las barracas. En algunos de los
grupos había rebeldes conocidos y nos pusimos a conversar sobre los
desencuentros de la guerra y del sueño del cambio y de vivir en un país donde
todo ya estaba en el poder de todos. Fue
entonces que salió primero la voz mandándonos a callar. Detrás, lo vimos salir
junto a dos oficiales, llegar frente al grupo, pronunciarse como el jefe del
campamento y hablar sobre el deber de los subordinados, sobre la función de la
tropa, y recalcarnos que estos tiempos exigían mayor disciplina, de lo
contrario no podíamos entender por qué habíamos peleado por transformar a la
sociedad y al hombre. Desde aquella ocasión en la tienda había cambiado
bastante, pero era el mismo marinero, enlace del comandante, ahora un militar
con grados, las manos en la espalda y la barbilla altanera, vanidosa.
Cuando se
acercó y destinó las brigadas al corte y mandó a romper la formación y cruzó de
largo, sin vernos, pensamos que, definitivamente
Durante
esa mañana, se trabajó sin pensar en el tiempo ni en el cansancio. Las cañas
caían y entraban en las carretas de una forma consiente, ágil, revolucionaria.
Las carretas salían hacia los centrales con el fervor de los religiosos durante
las procesiones. Nuestra meta era el fin y, el fin, ver cortados los
cañaverales. El negro joven no se quedó atrás. Cortaba como un endemoniado.
Si tumbábamos una, él tumbaba dos y
luego tres y cuatro y cientos con esa cadencia de negro joven, pero negro
comprometido. Es sangre del futuro, chachareábamos entre tajo y tajo.
A las
doce, los militares se presentaron en el corte. Venían en un camión de guerra y
se bajaron en la entrada del cañaveral. Entre ellos venía el marinero que, sin
saludar ni preguntar cómo se iba el trabajo, llegó donde estaba el jefe
brigada, un moro flaco, con la cara chata y vestido de azul, llamado Benito
Ruíz.
Al rato,
ya estaban alterados y, mientras gesticulaban señalando hacia los cañaverales,
se oían palabras de que era insuficiente, así no se podían llegar a los dos ni
los diez millones. Benito no se veía entre ellos. Con la mocha en una mano y el
sombrero en el otro ni siquiera lo vimos hacer un gesto de rebeldía.
Cerca de
las doce, como no se hablaba nada del almuerzo ni de parar, la gente comenzó a
reclamar por el almuerzo. El jefe de campamento buscó hacia los lados tratando
de localizar las voces. Cuando lo hizo, se apartó de los otros y se encaminó
hacia donde estaban. De la misma manera que antes, el hombre no nos reconoció.
Nos pasó por el lado, indiferente, con esa expresión en la cara, mezcla de
capataz y pandillero machadista. Después, la arremetió contra los protestones y
dijo que
Sus
palabras no nos molestaron tanto como la arrogancia de verlo caminar sin apenas
tocar una mocha, entrar en el surco o rozar alguna caña. Por un momento
pensamos que estos nuevos jefes se parecían a los otros terratenientes y a los
ricachones del pasado. Quizá estábamos equivocados: el hombre revolucionario
había roto con el pasado, y los terratenientes y toda esa escoria de dueños de
destinos, para suerte del pueblo ya se habían acabado. ¿Pero cómo podían ser
tan iguales?
Esa tarde terminamos a las seis y regresamos
al campamento. A pesar del incidente en todos corría el júbilo por la tarea
cumplida y por la promesa de hacer más y de cumplir lo prometido. En medio de
la alegría, podíamos reírnos, festejar, pero no nos olvidamos. Olvidar implicaba
sacar del tiempo aquello con más vida que el tiempo, e incluso, perturbaba al
tiempo mismo; nosotros solamente teníamos un propósito: trabajar. No se trataba
solamente de incumplir, no. Necesitábamos trabajar y cumplir, pero primero fue
una cosa; luego, otra; después, el torrente se desató y el polvorín reventó
seis días más tarde.
Habían
pasado más de la siete. Nosotros estábamos en el baño y, con los gritos y
algunas voces reconocidas de los macheteros, salimos casi desnudos pensando que
no estábamos en un campamento, sino en una prisión donde los guardias
aconsejaban a los presos apunta de bayonetas y a patadas por el culo. Cuando
entramos al dormitorio y vimos al jefe del campamento rodeado por los mismos
militares y a Benito esquinado, con la toalla sobre los hombros, serio y con
esa expresión de ingenuidad rebelde, nos escurrimos hacia un rincón y
preguntamos a un grupo de hombres qué pasaba allí. La discusión, nos dijeron,
era a causa del escaso corte del día. Debido a eso, teníamos querían que
regresáramos al cañaveral. Benito, por su parte, se hallaba atrincherado a su
carácter pasivo y le respondía.
—Hoy
trabajamos bastante, no es justo volver a esta hora.
El jefe
de campamento ya lo miró con desprecio.
—¿Tú
estás discutiendo mis órdenes?
Benito
bajó la mirada:
En ningún
momento, compañero. Pero sus órdenes tenían cara de capricho, y con el capricho
no se mandaba a nadie.
¿Qué le
estaba diciendo?
Vimos a
Benito crecer:
—Mire,
jefe, hoy trabajamos como bueyes.
Creímos
necesario poner fin a la bronca y comenzamos a discutir también en defensa del
lugareño. Para recalcar más dejamos claro que se trataba de una movilización
voluntaria, no de un jornal sacado del cuero por unos miserables centavos. El
jefe del campamento habló sin vernos:
—Aquí
nada es voluntario.
Después,
se dirigió a Benito:
—Tienen
dos horas más en el corte, díselo a la tropa.
Hubo un
momento donde Benito no pudo aguantar más, se quitó la toalla de los hombros y
la tiró sobre la litera.
—Tú eres
peor que un esbirro.
Fue
cuestión de segundos: vimos salir un puñetazo y un quejido llegó después. No
supimos quién lazó el golpe. Solo nos dio tiempo para ver al marinero con la
cara roja y a Benito en el suelo, con la nariz ensangrentada como un niño
zurrado, ripostándolo con ofensas.
El
albergue calló y se levantó con Benito para estallar como una bomba de
nitrógeno cansada de batuquearla luego de ser pasada por un serpentín de
dinamita. Casi en el acto, nos vimos maldiciendo y lanzando injurias contra los
jefes y dijimos que si seguían allí, de mandamases, nadie cortaría un
centímetro de caña, sí, esos esbirros, esos terratenientes, esos dirigentes.
Cuando vimos entrar a otros paisanos y la gente de otras provincias intentaron
poner orden con palabras persuasivas, no entendimos. Les gritamos que esos
hijos de putas no podían tratarnos así, como si nosotros no nos hubiéramos
partido el lomo; parecía que
—Justo
Birán.
El
marinero se volvió hacia todas partes con una mirada de locura para enfrentarse
contra todo el pasado que se concentró de golpe en el negro. Quizá el negro lo
había previsto, y no le dio tiempo:
—Llevo
años buscándote, y mira cómo hoy nos vemos.
El
marinero trató de balbucear algo, pero las palabras se le atragantaron y solo
pudo buscar hacia la gente lleno de angustia.
El negro
pareció no oírlo. Su cara seguía serena:
—Pero
siempre hay dos razones para esperar. La vida fue cambiando y un día me hice
hombre y empecé a buscarte. Y ahora te digo lo que Belén te dijo aquella noche:
Déjalo Justo, deja ya a Marino.
Justo
caminó hacia atrás, dio un traspié. Nadie se había movido. Mitad sobresalto y
resentimiento lo mirábamos sin atinar a nada sin poder interceder ni llamarlos
a la comprensión.
—Y luego
pasó lo del bar —prosiguió—. Pero Belén antes de morirse me hizo jurar que te
buscaría. Y hoy te estoy matando, Justo, como tú mataste a Marino.
Justo
previó el fin y trató de correr. Por ese entonces de desgracia el negro no le
dio tiempo. Fue como si el pueblo, como si el pasado de ese pueblo, como si los
negros en la mano de su representante venido desde el pasado, se hubiera
despertado y, desde el sueño inalcanzable que es la justicia y la venganza, no
le diera tiempo a huir porque nadie podía hacerlo del pasado. Y lo vimos así:
el joven tiró un golpe, Justo soltó un grito, trató de esquivarse, pero otra
cortadura le corrió por un hombro y le rayó la espalda abriéndole una línea de
sangre. Luego, el negro se le encimó como si solo pretendiera quitarle la vida
para revivir otra. Cuando se hartó de machetearlo, se quedó unos segundos en
silencio mirando el cuerpo. Pensamos que no lo haría, pero el pasado no habló.
El pasado se acercó y tiró un tajazo por encima de los hombros del marinero.
Después, agarró la cabeza, nos miró desafiante y salió por una brecha que la
gente, asustada, le había abierto. Nosotros no pudimos hablar hasta horas más
tarde, cuando logramos alcanzar un respiro y salimos a la puerta y comenzamos a
mirar hacia los alrededores. Del joven no apareció nada. Dentro, sin embargo,
yacía el cuerpo sin cabeza de Justo. Birán.
Diciembre 31, 2009.
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