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Los sobrevivientes

OSCAR G. OTAZO

 

 

I

Cuando aquella noche de marzo corrió la noticia de que habían descuartizado al negro Marino Ascazubi en la vuelta abajo del pueblo, y que los negros congos, mandados por Belén Abakú, andaban armados con machetes, no habíamos comprendido la verdadera cofradía de esa gente que, muchas veces, pasaban hacia el cabildo Santa Bárbara dirigidos por su cabeza ni pudimos entender qué ocurría en esa parte donde solo podía entrar el cabo Reyes, un negro jurao en Palo Monte. Días atrás se había corrido la voz de un juego de palo, la juramentación de pinos nuevos y el ascenso de otro plante a la vida religiosa, pero nadie pudo saber quiénes serían los iniciados. Los paleros siempre han sido recelosos con su religión. Para no defraudar a las ánimas de sus nfumbes, mantienen una ley de tradición y de sangre sobre esas cosas. Esa noche llovía. Escondidos del jefe, descuidamos la guardia y nos fuimos hacia el bar del gallego Manuel Revilla. Como a las once, oímos el silbato del puerto. Detrás, entraron los marineros. Eran tres. Dos altos y uno bajito; todos con las ropas manchadas de sangre y las miradas sobresaltadas.

—Tráiganos ron, paisano —dijo uno.

Manuel los invitó a sentarse. El más bajo le dijo, No, ahora no, y se quedaron cerca de la barra mirando hacia la puerta. Luego oímos una ofensa dirigida contra el pueblo.

—Eso es cosa de los negros —quien hablaba era el que tenía el pelo canoso y los espejuelos de montura dorada—, pero, por lo menos, ya le cobramos hasta en el alma.

Después bebieron con miedo, a grandes trancos, hasta vaciar la botella; luego pidieron otra.

A Manuel no parecía gustarles y se largó hacia el almacén. Con los  minutos, envalentonados, caminaron hacia el salón y se sentaron en una mesa. El más bajo se volvió hacia nosotros y preguntó:

—¿Ustedes conocen a los negros de la vuelta de abajo del pueblo?

Sabíamos a cuáles se refería y nos quedamos callados.

—Pues nosotros sí —soltó una carcajada—, y muy bien porque venimos de allí mismo.

—Pero hacen bien en no conocerlos —aclaró el canoso.

El otro era un tipo de unos cuarenta años, el pelo negro y con las cejas espesas, los brazos velludos y gruesos. Hasta ese momento no había hablado, pero, con el ron y el calor, se ufanó:

—Mejor para los de por aquí. Esa la íbamos a cobrar de cualquier forma.

—Aunque dio su trabajo —aclaró el más bajo—. Por lo menos hasta que vinieron los otros negros.

Pensamos que se trataba de los Valles y se nos ocurrió preguntar si había sido con esa familia.

—No, fue con los congos —contestó el canoso.

En sus gestos había un poco temor. A nosotros no nos importó. Ya estábamos un poco turbados y vaciamos varios dobles más. Para desgracia seguía lloviendo. Al parecer no escamparía nunca.

La botella se fue con la misma rapidez que la de antes y llamaron a Manuel. El gallego trajo otra, llenó los vasos y regresó al almacén. Casi de golpe, traído por un relámpago, vimos a un niño negro de unos doce años atravesar la puerta y seguir hasta la barra. Cuando llamó a Manuel, el gallego asomó la cabeza. Al ver quién lo llamaba se apresuró a salir y lo atendió con la dedicación de un cura. La forma complaciente se le borró en el momento en que le acercó un papel. Enseguida el gallego lo agarró y lo vimos mirar hacia los marineros. Fue allí cuando lo reconocimos: era el mandadero de Belén, sí, el hijo de Marino Ascazubi, un niño huesudo, con la cara afilada y los ojos paganos.

—Esto es contra el que se meta, viejo.

Manuel dejó caer una mano sobre el hombro del niño: 

—Dile a Belén que si no hay otra solución.

El niño sacudió el hombro:

—Ninguna.

Manuel trató de explicar: No era asunto de nadie, ellos andaban por su cuenta.

—Eso a Belén no le importa.

Más de tres veces vimos al gallego secarse la frente. Al parecer Belén no quería entender razones. Belén no era un hombre de dejar las cosas enfriarse. Desde hacía años servía en el comité del viejo Benítez y se conocía por ser el más mentado de los Abakú. En el pueblo, lo respetaban por ser un hombre correcto, además de tener uno de los plantes de más prestigio y honra. Los marineros seguían despreocupados, atendiendo a la bebida y a los intercambios de odio.

Dejó de llover al rato. El mandadero de Belén ya se había esfumado. Revilla esperó otra oportunidad se acercó a los marineros y les dijo:

—Ahora mismo tienen que salir.

El más bajo se levantó y empujó al gallego:

—Viejo, ese negro venía con un recado de Belén, y no nos vamos a meter la noche corriendo.

Hubo un momento donde vimos a Revilla quedarse quieto como un poste; detrás, amarillo de miedo, nos miró desconcertado. No sabemos si fue cosa del ron, o de ver tanto abuso, pero no pudimos aguantar y, dispuestos a pelear, les salimos al paso.

—Esto no es con ustedes, muchachos —dijo el canoso.

Si era contra el gallego, también nos metía en el lío a nosotros. Después aclaramos que si no se largaban, no respondíamos por la desgracia. El más bajo nos miró sin miedo:

—Si la sangre nos busca, no vamos a correrle a la sangre.

Nos quedamos aturdidos por un rato. El gallego se las dio de anfitrión y nos preguntó si queríamos algo más; luego:

—Es mejor que se vayan, muchachos, las cosas no andan buenas.

Eso a nosotros no nos importaba y dejamos bien claro que nos iríamos para no atizar una pelea. En la puerta nos dimos cruce con Marciano Luis, un moro grueso, de cara redonda y con la cabeza rapada. Marciano nos saludó y se acercó a la barra. Afuera nos quedamos detrás de unos tanques, cerquita del bar, al otro lado de la calle.

La sombra del bombillo de la entrada del bar pestañeó. Vimos caer varios puntazos de lluvia. Cinco casas antes, nos escurrimos debajo de un portalón hasta el puesto de venta de Emilio, el cojo y, desde allí, pudimos ver mejor. Sí, ya el gallego estaba discutiendo con Marciano, igual que los marineros discutían con la misma autoridad y levantaban la voz sin importarles dónde estaban ni con quién hablaban. Tal vez Revilla no lo creyó así, ni los marineros, claro. Marciano, quizá cansado de tanta palabra, dio un giro y lo golpeó en la barriga y en la cara. El viejo cayó y se levantó con la boca llena de sangre.

—Negro, eso era cosa de estos. Habíamos dejado claro que no os joderían tanto. Era una simple guasa. Una pegadita y varios golpes.

Marciano se ofuscó:

—Ellos lo mataron y se van a largar. ¿Y mi plata? Belén ya te mandó a su emisario. De ahí a estar por los alrededores…

El gallego se desprendió como si hubiera estado tocando un clavo hirviendo, se acercó a una de las ventanas. A esas horas la lluvia había comenzado y no se podía ver mucho. Fue entonces que escuchamos el grito. Venía del barrio del Condado, cuadras atrás de la Colonia Española y del Ayuntamiento y el Cabildo. De pronto la lluvia cesó. En el bar había gente en las ventanas. Nunca supimos qué pensaban. Cuando los vimos alejarse y llegar a la barra no nos quedaron dudas: tenían miedo.

A los pocos minutos, una silueta de mujer pasó taconeando por la calle y entró en el bar. El gallego la empujó hacia el salón. Con la claridad, nos sorprendimos al ver a Lucía.

Lucía era una negra alta, de buen ver y con gracia en la cintura. De Santiago de Cuba la había traído una tal Marakué Lundá, su yubbona. A Marakué la habíamos visto muchas veces en el cabildo dirigiendo a los iyabboses. No era de las malas. Tenía temple y algo de eso se le había pegado a Lucía.

Uno de los marineros salió, miró hacia los lados y entró. Poco después un carretón se acercó por la calle, se detuvo frente al bar y bajó una figura grande, con un sombrero calado. Reconocimos a Mariano Salas, un viejo isleño y entendido con Revilla. La luz del bar se apagó y se escuchó un agitarse de pasos rápidos, un taconeo y una puerta cerrarse. Cuando las riendas se agitaron y los caballos se fueron comprendimos que ya se las habían jugado a Belén y, aunque los persiguieran por el mundo, no aparecerían. Al otro día los marineros se habían esfumado. De Lucía, la santera, no se había conocido nada, pero Revilla no corrió con la misma suerte. A los pocos días lo encontraron muerto en una cañada. 

 

 

II

 

 

Tres días después supimos que Belén Abakú había sido encarcelado. Dos días antes habían enterrado a Marino Ascazubi en el cementerio de Guayos. A los nueve días de la muerte del gallego, la guardia rural se apareció en la vuelta de abajo del pueblo y se llevó a Belén detenido para el cuartel. A las tres de la tarde de ese mismo día lo habían dejado libre. A muchos del pueblo no les disgustaba, principalmente, al juez, a quien Belén lo llevaba del hombro; entre muchas cosas, también le servía de guapo electoral. Por eso no nos asombramos cuando lo vimos por la calle Valle entrando en el bar Pichinchiqui. El mesero, Agustín Gómez, se acercó y le preguntó qué pasaba.

—Nada de bien, peor si es por un muerto, mucho peor.

—¿Y para qué entonces te vas a manchar las manos? No vale la pena, Belén,

—¿Y qué dejas para los hermanos?

—Eso está claro, pero la cárcel no vale ni uno ni dos pesos. Y lo digo también por callarse la boca y...

—Por eso mismo chirona es para los hombres.

—¿Y dónde queda la ley, hombre?

—¿Cuál ley? O mandan los de arriba, o los de abajo se llevan la angustia. Si  lo dices por el viejo Revilla, pa´mí no vale más que Marciano ni Lucía. Quien no se me quita de la cabeza es Marino.

—Ya Lucía está muerta, Belén, dejen eso.

—¿Y qué importa, Agustín? Los muertos no dejan de vivir

—Tú lo dices por Marino.

—Lo digo porque el hombre también pone y quita ley, y en esta vida somos ojo por ojo y diente por diente, y Marino es sangre de mi sangre.

—¿Y qué piensa el teniente Reyes?

—Reyes está con sus hermanos.

—¿Y los de la vuelta de abajo?

—Los congos solo tenemos una sola religión.

El mesero se quedó mirándolo de medio lado, como si el diablo hubiera hablado por los negros, como si el diablo fuera un negro y, en ese momento, les estuviera hablando. Días atrás Reyes había entrado en los solares de la vuelta de abajo del pueblo. Por el mismo Agustín supimos que el alcalde no iba a tomar providencias. Don Hilario Batista no lo creía así. Ante los acontecimientos, se manifestó de la siguiente manera:

—Los negros no podían hacer menos. Fueron como eran. La culpa fue de los marineros, de la negra Lucía y del viejo Revilla.

Palabras dichas por un hombre como él nos parecieron profanas. No se trataba de hablar así frente a una cosa de esa naturaleza ni creer justa la matanza. Aunque Belén participaba de la confianza de don Hilario, el alcalde no se avenía de mal con el guapetón. Entre los dos tenían juramento de plante y el negro le servía de luz. Cabaiguán por ese entonces no era un pueblecito de andrajos. La posibilidad de haber tenido la Carretera Central y de haberse dado a la siembra del tabaco, empezaba a darle al pueblo un buen vistaje entre los otros del país. Pero el alcalde necesitaba de la reelección y el año 1958 lo tenía como decisivo en su haber político. Los votos de la parte de abajo del pueblo y de la provincia, le servían de apoyo para el postulado. Los negros y los pobres eran su acicate. ¿De qué otra manera podían estar tan unidos y servirse el uno y el otro? En esa parte, la presencia de Belén era más que contada.

Pasaron dos tardes y el incendio del bar nos sorprendió a todos aquel mediodía, en la siembra de Dionisio Menéndez, allá por la entrada del pueblo. La casona de la finca entonces quedaba varada sobre una loma y, desde allí, podía verse el pueblo en toda su figura. Estábamos en el almuerzo y la columna de humo aún no había subido lo suficiente ni los vientos la habían arrastrado hacia esa parte. Fue como al rato, cuando la comadre del partidario nos servía y hablábamos sobre las cuestiones de la siembra, de los acontecimientos de la Sierra Maestra y las proclamas de buenos vientos para el pueblo dichas por el Dr. Fidel Castro desde su comandancia, allá desde la Sierra Maestra. Después algo entró en el portal y nos mandó a callar. De pronto nos vimos de pie en el patio mirando hacia el pueblo, con las bocas abiertas y pensando que algo extraño había ocurrido.

Aún no sabíamos de qué se trataba, pero, en nuestras cabezas, era como si ya hubiéramos oído a la comadre decir: Hay candela en lo del gallego. Cuando lo dijo no nos amedrentamos. Bajamos a la carrera y, casas atrás, camino real, árboles y cañaones, llegamos corriendo a la esquina donde antes habíamos velado hacia el bar. Traído por la desgracia, en el lugar donde antes habíamos visto a los marineros, el fuego mordía cada tablón, cada travesaño, cada loza testigo de los hechos y de las palabras durante aquella noche. La gente no se avenía a salvar nada. Miraban en silencio, con las caras serias, llenos de una serenidad rabiosa propia de quienes ven la pudrición, pero nada pueden hacer por eliminarla. No sabemos cuánto tiempo se quedaron allí. Luego soltó un grito, se abrió por el centro y se desplomó como había vivido.

Ese día la presencia de don Hilario y, después, la llegada de Belén Abakú junto a su mandadero nos sacaron de dudas, entre ellos, todo estaba resuelto. A esa hora, con el bar hecho cenizas, y los marineros lejos, ya no quedaban testigos. Pero nadie lo supuso, nadie, y todos se fueron como en esa época, donde se consumó el hecho terrible.

 

III

 

 

Y así se quemó el bar del gallego y su vida se fue como el agua dentro de aquel cauce fluyendo de los ríos y yendo a morir a la bahía. Por esa época, antes del incendio, mucho antes del paso de esos marineros, ya habíamos visto a la Lucía junta con Belén Abakú. No sabíamos qué se traían entre manos ni por cuáles rumbos corrían sus andanzas. Entraban y salían a cualquier hora a la casa de Belén, y se les veía andar con hierbas y con chivos y carneros. La sorpresa llegó una mañana al toparnos con don Hilario en la vuelta de abajo del pueblo. Para nadie era secreto que, don Hilario, visitaba esa zona solo cuando se jugaba duro en las regionales, pero ya habían pasado las elecciones y el viejo seguía enquistado a su puesto de alcalde. Si estaba allí —no nos quedaban dudas— era para otra cosa. ¿Pero en qué pagaba la Lucía? Cuando al día siguiente de la llegada al puerto del barco El Tuma, la vimos junto a tres  marineros, fue suficiente. Nos dijimos: Anda buscando alguna clientela. Palabra santa: dos días después de las andanzas de los marineros, vimos a Belén, a los marineros y a la Lucía por la vuelta de abajo del pueblo, de la mano de Marino Ascazubi. Por Belisario, el portero, esa misma la noche, supimos que habían entrado en el bayú del Chino Manteca y que estuvieron hasta las cinco de la mañana. Cerca de las cuatro de la madrugada, una discusión en el cuarto entre Belén y el marinero más bajo, reclamó la presencia del Chino en el cuarto donde estaban. A nadie le convenía una discusión. Sin embargo, Belén estaba que bufaba y palabrotas, mandó al marinero pa´l carajo. La discusión ganó más dinamita. Los marineros sin estar intimidados por Marino, siguieron enfrentándose:  

—Nosotros no vamos a quemarnos el pellejo por migajas —Belén gritaba.

—La cosa era a un precio. No me importa lo demás, hablamos de plata y, con eso no podían haberse equivocado.

—Mira, esas mujeres salen de aquí, y ya tienen su precio. Me importan tres cojones qué pasa en el Norte, pero ellas están en mi pueblo y valen como diamantes.

El marinero se levantó, ganó aire.

—Mister Church no entiende de eso. Quiere a las otras también. Para eso estamos aquí.

—Mistel Chur se puede ir para el carajo. El pago no era bastante. Al final ellas ponen el pellejo.

—Déjanos eso a nosotros, Belén —el marinero lo cortó.

Belén se acaloró:

—Aquí quien manda es Belén Abakú, Belén Abakú.

Belisario lo vio salir junto a Marino serio y frío como un roble.

Cuando pasaron por su lado oyó a Belén decir bajito:

—Si el Chur ese quiere llevarse a más putas, va a tener que pagarlas como si fueran de oro.

Marzo ya había entrado en el año y con marzo la naturaleza desató las lluvias. Eran lluvias del diablo. Al parecer, no escamparía nunca. Llovía como si la naturaleza nos reprendiera con agua para aplacar su odio, para obligarnos a entender su saña. En una de esas noches fue cuando mataron a Marino. En la vuelta de abajo del pueblo habían empezado las ceremonias de los pinos nuevos y se oían toques de tambor por muchos de los barrios y los coros de voces afligidas y el viento y las aguas. Belén no se contentó con eso: lo habían macheteado por la espalda como no se mataba a nadie. Y no lo dudamos: Fueron los marineros. Sí, los marineros.

 

IV

 

 

Con los disparos de la Revolución sonando por Santiago, en los pueblos de Occidente empezaba a creerse el final del régimen de Batista. Las habladurías de que Cuba necesitaba un cambio nos estimularon y terminamos por embarcar para Oriente en esa cuerda locura de morir en la guerra, o vivir la aventura.  Por ese entonces teníamos las barbas afuera, del cuello nos caían rosarios de santajuana y, en los bolsillos y las mochilas, llevábamos estampas de la virgen de la Caridad y de Santa Bárbara. En la Sierra Maestra, perdidos entre los recovecos y la soltura de las malas noches, nos fuimos apartando de aquella noche. Era como si al ver a la gente joven muriendo, nos quedáramos desconocidos y huérfanos, en medio de cada segundo donde la idea del cambio, de buscar en el pasado lo podrido para extirparlo y, en su simiente, sembrar lo nuevo, lo de todos. Pero el pasado no se había olvidado. Aún lejos, se había encargado de hacer más vivos sus recuerdos y sus miserias y quedarse en un rincón, esperando. Más entrañado, sin paz, avivando cada resuello de las casas, mantenía vivo aquella noche.

Así nos enteramos de que, una mañana, había aparecido muerta Marakué Lundá y, tres días después, hallaron ahorcado de una ceiba a Mariano Salas, el compadre del gallego Revilla. A decir verdad, no tuvimos tiempo de averiguar nada. Estábamos en las cercanías de la Comandancia, en un cuartel  que, años atrás, habían volado la gente del Granma y la obligación de responder por la gente de la zona nos hacía más cómplices de la tropa y de las órdenes dadas por el comandante quien no aceptaba errores ni indisciplinas. Ya caminaba el mes de agosto, habían pasado tres de la ofensiva del ejército y nos encontrábamos en los preparativos de la invasión. Una mañana, a días de salir para el llano, el comandante nos llamó y nos ordenó bajar y buscar algunos víveres en la tienda del pueblo, regalo de un colaborador suyo. Julián Bermúdez se llama el hombre, nos recalcó antes de salir.

El pueblo tenía unas cincuenta casas, la mayoría de tablas y de guano, con un puesto de correos y una panadería. La tienda estaba en las cercanías de un arroyo casi seco, a unos metros de un farallón por un lado, y de cara al camino real por el otro. Lo demás se resumía a cuatro tablones pintados de azul y de blanco y un techito de zinc a dos aguas, con un portalón a la redonda.

Entramos por una de las puertas. Había tres o cuatro paisanos que chocheaban con vasos de aguardiente. Detrás del mostrador, un negro rechoncho, con cachetes morados y los ojos saltones pesaba algunas viandas. Al lado estaba una mujer gruesa, con el pelo gris, las manos afiladas y los ojos verdes y viejos como dos puntos clavados en una cara redonda y dura. Uno de nosotros preguntó si allí no trabajaba Julián Bermúdez. La vieja miró al negro y terminó por decirnos:

—Aquí no trabaja nadie con ese nombre.

El negro repitió lo mismo y se quedaron en silencio.

En un principio no supimos qué hacer. Nadie nos había dicho cómo nadie era y el no saber nos mantuvo confusos. Mientras tanto, la vieja seguía en sus menesteres y el negro atendió a dos hombres. Otra vez solos, preguntamos por Julián Bermúdez. La vieja nos volvió a mirar con cara de aletargada; luego se acercó a la puerta y buscó hacia los alrededores. Cuando regresó su cara se había transformado en una sonrisa cómplice y humana.

—Ya era hora, compañeros, el comandante me tenía impaciente.

El alma se nos aflojó al escucharla hablar de ese modo.

—Es necesario guardar las apariencias —agregó más tarde.

El negro nos preguntó si nos habíamos tropezado con guardias de la rural. No nos habíamos cruzado con nadie, y se lo dijimos. Después, lo vimos salir hacia el almacén y venir acompañado de un hombre de baja estatura, de piel aindiada, con los hombros fuertes, vestido de blanco y con un sombrero jipijapa. La pinta nos pareció conocida. No a una primera entrada, sino, cuando el negro nos presentó como gente del comandante Agustín y lo vimos reír con aquella risa dura y, a la vez, elegante. En el instante donde habló, las dudas se esfumaron, lo miramos con detenimiento y le dijimos que nos dispensara, compañero, pero de cuál lugar nos conocíamos. El hombre se puso serio, miró a los otros dos y encogió los hombros:

—De ahora mismo, paisano.

Todavía desentendido preguntó si habíamos venido con alguien más y si podíamos llevarnos los víveres ahora mismo.

—Tenemos a un grupo cerca. Si quiere, nos lo llevamos un poco y con eso los mirones nos olvidan. 

Miró a la vieja:

—¿Qué hacemos?

—Tú sabes como es Agustín —respondió la vieja y se fue con el negro hacia el interior del almacén.

Cuando estuvimos solos preguntó cómo andaban las cosas en lo del comandante y dijimos que andaban. Las dudas no se nos apartaban y terminamos por insistir si siempre había sido de estos parajes. El hombre notó el aire de imprudencia, se ajustó el jipijapa y negó con la cabeza:

—Soy de una zona del mar. Antes de ahora andaba de marinero, pero las cosas fueron cambiando.

De repente, aquella noche de marzo saltó por el tiempo y se nos adentró en el recuerdo. Vimos las escenas del bar, la entrada de Lucía, la burla de los marineros, el acecho de las siluetas, la partida del carretón. Por un momento, nos supimos desconcertados. Fueron segundos donde nos sentimos caer en la  modorra, donde no sabíamos qué preguntar ni cómo evitar mirarle a la cara a ese hombre que llevaba adentro al otro. Finalmente le preguntamos si había estado en un tiempo por Cabaiguán y si por una casualidad había conocido a Belén Abakú. El nombre de Belén Abakú terminó por trastornarlo. Se puso pálido, buscó hacia la puerta, nos miró con los ojos angustiados. Segundos después, no se pudo tener en pie, caminó hacia el mostrador y se apoyó en la barra. Era él. Cuando logró recuperarse, se quitó el sombrero y habló en susurros:

—Esa noche el diablo estaba en aquel pueblo y nosotros no lo sabíamos. No era con los negros ni de las cosas esas que sabemos que hacen. Revilla nos había alertado, pero ni yo ni los otros podíamos con la carga de odio por aquellos. Belén nunca quiso escucharnos. Marino no quería entendernos. Esa gente quería sangre. Para ellos, la sangre era la que les daba la vida —hizo una pausa, tragó en seco—: Pero nadie iba a dejar que se fueran. Después de esa noche, no he tenido paz. 

Sus palabras fueron cortadas por un relámpago. Oímos un viento frío y varios puntazos de agua chocar contra el techo. Vimos como si el pueblo y los negros nos hubieran estado guiando desde la invisibilidad y se nos apoderaran de nuestros sentidos:

—¿Y los otros?

El hombre apretó el sombrero:

—Cuando salimos se nos tiraron por la esquina. Nos han matado a casi todos.

El viento sopló más fuerte acompañado de un trueno y los bandazos de la lluvia.  Bajo aquel techo tuvimos la sensación de que cientos de pájaros arañaban el zinc. Luego, entre miradas de recelo, se abrió la camisa y nos enseñó algunos tajazos en los hombros y en el vientre: 

—Yo salí lo mejor que pude, ahora Belén me anda buscando.

La curiosidad pudo más y le preguntamos qué había pasado con don Hilario.

—Hilario siempre quería la mejor parte, por eso no podía con todo.

—¿Y Revilla?

—A ese Belén lo traía del cuello, como a la Lucía.

—¿Y los otros?

—La otra gente le respondía al americano. Mr Church era quien lo ponía todo y con él nosotros nos entendíamos.

La vieja y el negro regresaron con los víveres. El marinero disimuló y nos miró con desconfianza.

—Díganle a Agustín que podemos hacer algo más, pero es para mañana —el negro apuntó a los sacos.

Se lo haríamos saber, le dijimos y esperamos las primeras luces del anochecer. Salimos cuando ya la lluvia había cesado y, en el cielo, solo habían tachones de nubes grises y un crepúsculo brilloso. El hombre no se despidió de nosotros, siguió mirándonos en silencio como si ya sus palabras hubieran sido bastante para calmar el tiempo, el pasado y el tiempo que, a esas horas, seguía amparado la memoria.

 

V

 

 

Y el 31 de diciembre Batista huyó y, como a los ocho días del comienzo del 1959, las cosas empezaron a volverse diferentes. El pueblo salió a la calle y se unieron a la caravana y gritaron vivas y hurras a quienes bajábamos de la Sierra con una sola idea en la cabeza: defender la obra más grande hecha por el hombre. Una vez en Cabaiguán la alegría no faltó. Para nosotros, el cielo, las lomas y el aire de salitre de las mañanas, la bahía buscando hacia el sur, llegó como un bálsamo. A pesar de que antes significábamos poca cosa, con el regreso, los pobladores nos miraban con respeto, como si ya nos hubiéramos sacado el estigma del tiempo y  empezamos a formar parte de la nueva vida. Sin embargo, algo faltaba en ese lugar donde antes podía verse a los chulos en la madrugada, a los carteles lumínicos anunciar la Coca cola, el bar Pichinchiqui, el Cable, el algarrobo en la esquina del Paseo ni a la Virgencita puesta en el centro de la rotonda por los chóferes. Ahora se veían banderas y consignas y muera el tirano y viva Fidel. Tampoco quedaba mucho de los cierres de tambor en los cabildos, de las procesiones de San Isidro Labrador, de las escuelas de monjas ni de los Borges los Fortún ni del Club de los Leones; menos, de Belén, quien había muerto de cáncer a los pocos meses del triunfo, ni de los otros negros que se fueron hacia dónde ninguno de nosotros sabemos. A pesar de la tristeza los días, nuestra tarea era trabajar donde hiciera falta.    

En una de esas mañanas, casi al aclarar y a pocos minutos de la partida, nos vimos en los camiones en brigadas de a cincuenta destinados al corte de caña: los diez millones iban de cualquier manera. Entre nosotros venían cerca de veinte jóvenes, viejos y mujeres. Tal vez como si de eso también se hubiera percatado el pasado, se presentó de pronto un joven negro, de unos veinte años, huesudo y con la cara afilada. Cuando se acercó con la mochila y la mocha y dijo: quiero irme con ustedes al Oriente, la gente lo miró dudosa. El jefe del camión era Facundo, un negro rechoncho que, al oírlo, se volvió hacia él y cerró la libreta:

—No hace falta, este camión va completo.

El joven se desentendió de Facundo:

—Yo también quiero cortar caña —se pasó la mano por los labios.

Facundo guardó la libreta en el bolsillo del pantalón:

—Ya te lo dije, el camión va completo. 

El joven ganó aire:

—Tú no eres la Revolución y, si tengo que morirme aquí esperando, me voy a morir, pero me voy en ese camión.

La palabra revolución obró como un milagro. Nadie tenía derecho a cuestionar a nadie por no aparecer vinculado a nada y si su interés era ayudar a la Revolución, nosotros no podíamos negar la buena voluntad de los jóvenes, mucho menos Facundo que sonrió entre alegre y ofendido:

—Si es así, no hay problema, suba.

Subió al camión sin hablar, se sentó en una esquina, con el rostro frío y los ojos pequeños como dos bolas grises y amarillas, mientras apretaba la mocha. El camión partió cerca de las seis de la mañana. El sol ya comenzaba a salir y, en el cielo, iba subiendo el sol frívolo de abril. Frente al cementerio de Guayos, algo o alguien le vino al recuerdo. El joven se persignó, buscó hacia el cielo y susurró algo. 

 

VI

 

 

Cuando llegamos al Camagüey nos acomodamos en los albergues. Una hora después, sin pensar en el cansancio, comenzamos con los preparativos del corte del día siguiente. Entre la alegría por la llegada y ver a gente conocida nos habíamos olvidado del joven. Ni siquiera lo vimos durante la comida o, poco más tarde, en la plazoleta donde estaba reunido una buena parte del campamento. A las diez de la noche nos fuimos a dormir.

Nos levantamos con el toque de diana; luego de asearnos, agarramos las mochas y salimos para una cancha situada detrás de las barracas. En algunos de los grupos había rebeldes conocidos y nos pusimos a conversar sobre los desencuentros de la guerra y del sueño del cambio y de vivir en un país donde todo  ya estaba en el poder de todos. Fue entonces que salió primero la voz mandándonos a callar. Detrás, lo vimos salir junto a dos oficiales, llegar frente al grupo, pronunciarse como el jefe del campamento y hablar sobre el deber de los subordinados, sobre la función de la tropa, y recalcarnos que estos tiempos exigían mayor disciplina, de lo contrario no podíamos entender por qué habíamos peleado por transformar a la sociedad y al hombre. Desde aquella ocasión en la tienda había cambiado bastante, pero era el mismo marinero, enlace del comandante, ahora un militar con grados, las manos en la espalda y la barbilla altanera, vanidosa.

Cuando se acercó y destinó las brigadas al corte y mandó a romper la formación y cruzó de largo, sin vernos, pensamos que, definitivamente la Revolución le había borrado el recuerdo, reivindicándolo como el hombre nuevo, como una creación distinta, surgida por obra y gracia de la Revolución. Parecía que su carácter se había disuelto en las aguas definitivas del ayer y le había otorgado otra personalidad. Aún así nos dijimos: Así es el destino.

Durante esa mañana, se trabajó sin pensar en el tiempo ni en el cansancio. Las cañas caían y entraban en las carretas de una forma consiente, ágil, revolucionaria. Las carretas salían hacia los centrales con el fervor de los religiosos durante las procesiones. Nuestra meta era el fin y, el fin, ver cortados los cañaverales. El negro joven no se quedó atrás. Cortaba como un endemoniado. Si  tumbábamos una, él tumbaba dos y luego tres y cuatro y cientos con esa cadencia de negro joven, pero negro comprometido. Es sangre del futuro, chachareábamos entre tajo y tajo.

A las doce, los militares se presentaron en el corte. Venían en un camión de guerra y se bajaron en la entrada del cañaveral. Entre ellos venía el marinero que, sin saludar ni preguntar cómo se iba el trabajo, llegó donde estaba el jefe brigada, un moro flaco, con la cara chata y vestido de azul, llamado Benito Ruíz.

Al rato, ya estaban alterados y, mientras gesticulaban señalando hacia los cañaverales, se oían palabras de que era insuficiente, así no se podían llegar a los dos ni los diez millones. Benito no se veía entre ellos. Con la mocha en una mano y el sombrero en el otro ni siquiera lo vimos hacer un gesto de rebeldía.

Cerca de las doce, como no se hablaba nada del almuerzo ni de parar, la gente comenzó a reclamar por el almuerzo. El jefe de campamento buscó hacia los lados tratando de localizar las voces. Cuando lo hizo, se apartó de los otros y se encaminó hacia donde estaban. De la misma manera que antes, el hombre no nos reconoció. Nos pasó por el lado, indiferente, con esa expresión en la cara, mezcla de capataz y pandillero machadista. Después, la arremetió contra los protestones y dijo que la Revolución no quería a vagos; al corte no se venía a comer, cojones. Si era así, mejor nos íbamos y sanseacabó.

Sus palabras no nos molestaron tanto como la arrogancia de verlo caminar sin apenas tocar una mocha, entrar en el surco o rozar alguna caña. Por un momento pensamos que estos nuevos jefes se parecían a los otros terratenientes y a los ricachones del pasado. Quizá estábamos equivocados: el hombre revolucionario había roto con el pasado, y los terratenientes y toda esa escoria de dueños de destinos, para suerte del pueblo ya se habían acabado. ¿Pero cómo podían ser tan iguales?

 Esa tarde terminamos a las seis y regresamos al campamento. A pesar del incidente en todos corría el júbilo por la tarea cumplida y por la promesa de hacer más y de cumplir lo prometido. En medio de la alegría, podíamos reírnos, festejar, pero no nos olvidamos. Olvidar implicaba sacar del tiempo aquello con más vida que el tiempo, e incluso, perturbaba al tiempo mismo; nosotros solamente teníamos un propósito: trabajar. No se trataba solamente de incumplir, no. Necesitábamos trabajar y cumplir, pero primero fue una cosa; luego, otra; después, el torrente se desató y el polvorín reventó seis días más tarde.

Habían pasado más de la siete. Nosotros estábamos en el baño y, con los gritos y algunas voces reconocidas de los macheteros, salimos casi desnudos pensando que no estábamos en un campamento, sino en una prisión donde los guardias aconsejaban a los presos apunta de bayonetas y a patadas por el culo. Cuando entramos al dormitorio y vimos al jefe del campamento rodeado por los mismos militares y a Benito esquinado, con la toalla sobre los hombros, serio y con esa expresión de ingenuidad rebelde, nos escurrimos hacia un rincón y preguntamos a un grupo de hombres qué pasaba allí. La discusión, nos dijeron, era a causa del escaso corte del día. Debido a eso, teníamos querían que regresáramos al cañaveral. Benito, por su parte, se hallaba atrincherado a su carácter pasivo y le respondía. 

—Hoy trabajamos bastante, no es justo volver a esta hora.

El jefe de campamento ya lo miró con desprecio.

—¿Tú estás discutiendo mis órdenes?

Benito bajó la mirada:

En ningún momento, compañero. Pero sus órdenes tenían cara de capricho, y con el capricho no se mandaba a nadie.

¿Qué le estaba diciendo?

Vimos a Benito crecer:

—Mire, jefe, hoy trabajamos como bueyes.

Creímos necesario poner fin a la bronca y comenzamos a discutir también en defensa del lugareño. Para recalcar más dejamos claro que se trataba de una movilización voluntaria, no de un jornal sacado del cuero por unos miserables centavos. El jefe del campamento habló sin vernos:

—Aquí nada es voluntario.

Después, se dirigió a Benito:

—Tienen dos horas más en el corte, díselo a la tropa.

Hubo un momento donde Benito no pudo aguantar más, se quitó la toalla de los hombros y la tiró sobre la litera.

—Tú eres peor que un esbirro.

Fue cuestión de segundos: vimos salir un puñetazo y un quejido llegó después. No supimos quién lazó el golpe. Solo nos dio tiempo para ver al marinero con la cara roja y a Benito en el suelo, con la nariz ensangrentada como un niño zurrado, ripostándolo con ofensas.

El albergue calló y se levantó con Benito para estallar como una bomba de nitrógeno cansada de batuquearla luego de ser pasada por un serpentín de dinamita. Casi en el acto, nos vimos maldiciendo y lanzando injurias contra los jefes y dijimos que si seguían allí, de mandamases, nadie cortaría un centímetro de caña, sí, esos esbirros, esos terratenientes, esos dirigentes. Cuando vimos entrar a otros paisanos y la gente de otras provincias intentaron poner orden con palabras persuasivas, no entendimos. Les gritamos que esos hijos de putas no podían tratarnos así, como si nosotros no nos hubiéramos partido el lomo; parecía que la Revolución, en lugar de formar cuadros decentes, mandaban a esos perros con látigo. Fue entonces que ocurrió aquello: el negro joven salió detrás de unas literas con una mocha, caminó hacia donde estaban los militares, buscó al marinero y le gritó su nombre. El marinero se quedó unos segundos en vilo como si ya no se acordara de cómo se llamaba. Cuando el silencio corrió en el albergue, oímos la voz nuevamente:

—Justo Birán.

El marinero se volvió hacia todas partes con una mirada de locura para enfrentarse contra todo el pasado que se concentró de golpe en el negro. Quizá el negro lo había previsto, y no le dio tiempo:

—Llevo años buscándote, y mira cómo hoy nos vemos.

El marinero trató de balbucear algo, pero las palabras se le atragantaron y solo pudo buscar hacia la gente lleno de angustia.

El negro pareció no oírlo. Su cara seguía serena:

—Pero siempre hay dos razones para esperar. La vida fue cambiando y un día me hice hombre y empecé a buscarte. Y ahora te digo lo que Belén te dijo aquella noche: Déjalo Justo, deja ya a Marino.

Justo caminó hacia atrás, dio un traspié. Nadie se había movido. Mitad sobresalto y resentimiento lo mirábamos sin atinar a nada sin poder interceder ni llamarlos a la comprensión.

—Y luego pasó lo del bar —prosiguió—. Pero Belén antes de morirse me hizo jurar que te buscaría. Y hoy te estoy matando, Justo, como tú mataste a Marino.

Justo previó el fin y trató de correr. Por ese entonces de desgracia el negro no le dio tiempo. Fue como si el pueblo, como si el pasado de ese pueblo, como si los negros en la mano de su representante venido desde el pasado, se hubiera despertado y, desde el sueño inalcanzable que es la justicia y la venganza, no le diera tiempo a huir porque nadie podía hacerlo del pasado. Y lo vimos así: el joven tiró un golpe, Justo soltó un grito, trató de esquivarse, pero otra cortadura le corrió por un hombro y le rayó la espalda abriéndole una línea de sangre. Luego, el negro se le encimó como si solo pretendiera quitarle la vida para revivir otra. Cuando se hartó de machetearlo, se quedó unos segundos en silencio mirando el cuerpo. Pensamos que no lo haría, pero el pasado no habló. El pasado se acercó y tiró un tajazo por encima de los hombros del marinero. Después, agarró la cabeza, nos miró desafiante y salió por una brecha que la gente, asustada, le había abierto. Nosotros no pudimos hablar hasta horas más tarde, cuando logramos alcanzar un respiro y salimos a la puerta y comenzamos a mirar hacia los alrededores. Del joven no apareció nada. Dentro, sin embargo, yacía el cuerpo sin cabeza de Justo. Birán.

          

 

                                                                    Diciembre 31, 2009.

 

 

 

 

 

 

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