Eso que oyes rugir
Por Carlos González Carvajal
Eso
que oyes rugir, no te asustes, es el río. Está así por el ciclón, pero
normalmente es mansito, como tu madre, que tienen que darle y darle para que se
defienda…
Aquellas
dos cositas son las chimeneas del central. Antes, en tiempo de zafra, si el viento batía por esta vuelta se
sentía el olor de la melaza, que es lo más rico que hay. Allí trabajaba tu
abuelo y siempre que venía del pueblo me traía algo: un caramelo, un pedacito
de raspadura…
Eso
gris es la mina que le prestó su nombre al barrio: “La Calera”. Ahí vivimos
nosotros hasta que pasó lo que pasó. Era un lugar feo, por las tardes se
levantaba un viento seco que se te metía en los pulmones y los dejaba en carne
viva. Pero eso no es nada, comparado con lo que pasé después.
A
tu abuelo lo mataron por allí, donde están esas tres palmas. Si le hubiera
hecho caso a mamá las cosas habrían sido distintas. Ella quería que nos
fuéramos para La Habana cuando cerraron el central.
—¿A
hacer qué? —le preguntó papá.
—¡Lo
que sea, aquí vamos a desgraciarnos!
Al
final, se puso a sembrar unas rosas de tierra y a criar unos animalitos, pero
los robos no lo dejaban levantar cabeza. Una noche cogió al hijo de Ramoncito
Fernández afanándole un puerco y para no tener que matarlo le tiró la ley. Todo
debió quedarse ahí, pero los Fernández siempre han sido unos bandoleros y antes
del juicio le cayeron a machetazos. Después, no nos quedó más remedio que subir
para acá: nos estábamos muriendo de hambre…
Allí,
abajito, estaba la casa donde nació tu abuela, no se ve porque el río se la
llevó. La primerita vez que puse un pie en ese lugar fue como si me metiera en
la boca del lobo. Ese día Justo estaba tirado en el portal y ni nos miró. Yo casi
no lo conocía, pero le había escuchado a mi madre que era un borracho y un
abusador, que no quería más que a sus gallos.
Desde
el principio nos trató como perras, sobre todo a mamá que, además de la casa,
tuvo que pegarse a trabajar en el campo para
buscar mi sustento. La faena era dura, pero estaba habituada; a lo que nunca se
acostumbró fue a vivir sin tu abuelo. Creo que por eso empezó a tomar y a cada
rato me la encontraba borracha en un rincón, llorando… Entonces, tenía que
agarrarla, rellenar la botella y darle un baño bien rápido para que su hermano no
se apercibiera de lo que había hecho.
Yo
hacía poco había despuntado y tenía el pálpito de que algo malo me iba a pasar porque
Justo, que antes nada más me miraba para gritarme, empezó a tratarme distinto,
a hacerme regalos, a pedirme que me sentara en sus piernas… Después, lo cogí hendijeándome:
ese día me estaba terminando de bañar cuando vi una sombra detrás de las tablas
y salí asustada. Entonces, lo vi arrecostar un taburete a la mata de
guácima con los ojos cargaditos de malicia…
Esa arboleda que está por allí es la valla,
donde los guajiros van a jugarse la poca plata que tienen con la desgracia de
esos animalitos. De allá venía la noche que se metió en mi cuarto. ¡No sé dónde
saqué fuerzas para chillar y tirar patadas, con el pánico que le tenía! En eso
oí que mamá le dijo: “¡Suéltala, malnacido!”, y sentí que me volvía el
resuello. Me levanté y vi que le estaba dando con la hebilla del cinto. Le dije
que la dejara tranquila y me tiré en la cama.
Cuando
terminó, me metí en el río a lavarme. No sé cuántas horas me pasé allí, llorando,
pero no tenía más remedio que regresar. Una luna grande y clara me alumbró
aquella noche. Cuando llegué, el muy perro estaba durmiendo la mona en el
portal. Busqué un machete y lo tuve a dos centímetros de su cuello, temblaba
enterita de la rabia, pero no me alcanzó el valor para matarlo.
A
partir de ahí me forzaba casi todas las semanas. Al principio me resistía,
después dejé de hacerlo; total, no servía para nada. Mamá también dejó de
defenderme: el alcohol, el hambre y las palizas de su hermano la estaban
matando en vida. Un día decidió que no podía más y se colgó de un gajo de esta
mata.
Yo
estaba resuelta a hacer lo mismo cuando descubrí que estaba preñada, la idea de
ser madre me salvó. A Justo no le dije nada, pero igual se dio de cuenta. ¡Casi
me mata! Después, a cada rato me preguntaba si había visto la regla y yo le
decía que sí, pero mentira… Cuando la barriga empezó a crecerme no pude seguir
engañándolo. El mismo día que se supo lo del ciclón me soltó aquello de:
“¡Haces algo para botarlo o te lo saco a patadas!”.
Ayer,
cuando empezó la lluvia, entró sus gallos y se puso a tomar. A cada rato me miraba, yo sabía lo que estaba
pensando, pero no hacía nada… En una de esas se levantó y me vino arriba. Fue
una cosa que toda la rabia que tenía por dentro me subió al pecho. Por suerte
no me cegué, agarré un jarro de agua hirviendo y se lo lancé en la cara. Luego,
cogí el pilón y le estuve dando leñazos hasta que me cansé. Salí al patio, el río
había empezado a crecer y comprendí que se iba a llevar la casa. Entré para recoger
algunas cosas, lo sentí llamarme y pensé salvarlo. Mas sin embargo, si lo
hubiera hecho, ¿qué habría sido de nosotros? Así que lo dejé y subí para acá, a
esperar que pasara el temporal.
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