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Triscaidecafobia

 

Por Joel Peñuela Quintero

 

 

Ese martes la muerte estaba desocupada.  Desde hacía cinco años trabajada de corrido y literalmente no había tenido ni un solo segundo de descanso, pero ese día era distinto: Desde el mediodía y hasta dos minutos pasados de la media noche del día siguiente la muerte no tendría nada por hacer.  Apenas se insinuaba el día y ya la muerte comenzaba a sentir una molesta comezón en sus enjutas carnes, era tanto que hasta le rascaba el esqueleto.

«¡Esta vaina es insoportable!». —Pensaba la muerte.  Eso de vagar por ahí dando vueltas como si fuera una vagabunda no le apetecía para nada, pero qué podía hacer, ella era solo una soldada siguiendo órdenes siempre.  Salió a observar a la gente que pasaba por la avenida Primera de Riohacha, capital de la Guajira colombiana, su ciudad predilecta en esos días.

La muerte puso boca de morro y miró a José Valencia, un comerciante de cuarenta y dos años que empujaba una carreta llena de cocos y un contenedor con hielo.  Le reparó la cara. 

—Tres meses, cinco días, veinte horas, cuatro minutos, tres segundos —dijo la muerte, inclinando su cabeza hacia el lado derecho y señalando con sus dedos índice y medio de su mano izquierda mientras tenía los otros dedos recogidos.  Cerró el ojo derecho: como apuntando con una pistola imaginaria.

—¡Pummmmssshh! —dijo, como si le hubiera disparado.

Cuando el de los cocos pasó por su lado, sacó su larga lengua negra y se la mostró. El vendedor no experimentó ese escalofrío que se siente cuando alguien se rosa con ella: Él no pensaba en la muerte desde que se había casado tres años atrás.

—¡Ya lo sabes! —repitió la muerte—, te estoy viendo.

Puso un dedo debajo de su ojo derecho y abrió el párpado.

—¡Te estoy viendo! —dijo, repitiendo su amenaza.

En ese momento Valencia sí sintió que se le escapó un suspiro involuntario; el aire salió desde muy dentro, tan fuerte que casi lo atraganta, sin embargo, continuó su camino sin pensar en la muerte todavía.  

El tiempo seguía raudo su estricto recorrido de ese martes trece.  La muerte le hacía frente a su aburrimiento mirando la cara de la gente y sacando la cuenta del tiempo que faltaba para su fatal encuentro con ella, pero nada le ayudaba.  Un niño de ocho años que iba acompañando a su abuela al rezo de las cinco, dirigió su mirada hacia el lugar donde estaba la muerte sin verla, por supuesto, y esta le apunto con los dos dedos: cerró el mismo ojo de siempre. 

—¡Pummmmssshh! —sonó de nuevo—: Un año, tres meses, dos días, tres horas, cinco minutos, tres segundos.

Lo dijo todo sin hacer pausa.  Se quedó mirando al chico, mientras meneaba la cabeza de un lado a otro.  Exageraba sus movimientos.

—Mejor no —dijo de nuevo—, mejor te llevo en treinta y nueve millones, cuatrocientos noventa y cinco mil seiscientos segundos.

Siguió meneando la cabeza y poco a poco se fue acercando al chico. Lo olfateó como un sabueso que ha sentido las hormonas de la perra del momento.

—¿Qué dices? ¡Eh! ¿Qué dices?

El niño, demasiado joven como para pensar en otra cosa que no fuera deshacerse pronto de la vieja para volver a su juego, indiferente ante la muerte cruzó la calle y se dirigió a la catedral.  La muerte miró con indolencia a dos o tres más que pasaban por allí. 

Si quería quitarse el aburrimiento, no había escogido el mejor sitio de Riohacha.  Cruzó la calle como siempre lo hacía cuando se iba de un lugar a otro: Volaba a dos metros sobre el suelo.  

Iba lento; esta vez no tenía prisa.  Cuando tenía prisa no volaba solo se desaparecía y aparecía donde se requiriera su presencia.  Se tomó algunos minutos en llegar al barrio La Cosecha a cinco kilómetros de allí.  Mientras avanzaba tocaba la oreja de algún motociclista el cual movía la cabeza hacia un lado al sentir su caricia.  Algunas veces soplaba en la oreja de algún descuidado conductor que se encontrara en el camino. 

Llegó a la calle treinta y cinco y se detuvo a ver el juego inocente de unos niños.  La calle estaba sola. Era martes trece de agosto. Dentro de poco estaría anocheciendo.  La muerte pensó que las cosas estaban muy extrañas en Riohacha, parecía ser que cuando ella no trabajaba todo se ponía aburrido.  Todos estaban sin saber qué hacer, ni siquiera había un alma en esta calle del barrio donde la muerte estaba esperando que algo pasara.

Octavio Pérez había salido temprano del colegio.  Al contrario de lo que sucedía con la muerte, a él le sobraban cosas por hacer cuando tenía algún tiempo libre.  Ese día, una vez llegó a su casa dejó la mochila con los cuadernos y se fue para donde Mario y le pidió la moto prestada. Este era su mejor amigo de la cuadra donde él vivía, la misma donde estaba la muerte sin hacer nada. 

Mario acababa de arreglar su moto y además la había lavado pero esa excusa no impidió que Octavio encontrara la manera de salirse con la suya. 

—Enseguida te la traigo —dijo Octavio ya montado en ella— voy a llegar donde Maye porque quiero salir con ella más tarde.

La muerte miraba hacia todos lados; daba pequeños saltos, primero en un pie, luego en el otro; trataba de tomarle el pase a la canción que estaba sonando, pero ella nunca había aprendido a bailar, entonces cambio su juego: Estiraba su lengua tratando de meterla en su nariz, pero tampoco pudo.  En uno de sus cansinos movimientos se tocó la lengua y olió su saliva.

—¡Uy! ¡Qué bien huelo!

Miró de nuevo su agenda.  El itinerario comenzaba dentro de siete horas más tarde, en la madrugada se reiniciaría su labor: Alguien tendría su ineludible cita y por supuesto, en aquellos momentos no estaría pensando en eso, como siempre pasaba.

—¡Un momento! ¡Un momento! —dijo la muerte y su gélida sonrisa bajó la temperatura de toda la ciudad—: ¡Cómo es posible que me haya olvidado? ¡Hoy es martes trece de agosto! ¡Vaya! ¡Qué suerte! —dijo la muerte.

Se dio a sí misma algunos besitos de felicitación; estiró la cara hacia un lado dejando su huesudo rostro al descubierto; estaba pálida, tanto como siempre es ella.  Su mirada negra, perturbadora e inquebrantable.  Ese día estaba vestida de una manta larga color rosa. 

Como todo el mundo sabe, ella no tiene pies, solo sus dos muñones en forma de una Te al revés, en ellos llevaba puestas unas zapatillas sueltas que hacían juego con su manta sucia, que olía a alcanfor.

Pensando en su buena suerte ideó de inmediato su sombrío itinerario: Decidió dar una vuelta por el barrio El Dividivi, a solo dos kilómetros de allí.  Hacía unos días que había visto a un muchachito coqueto que le había caído mal desde el primer momento. Decidió que le haría una visita inadvertida. 

Como siempre hacía cuando se disponía a cruzar la calle, comenzó con un vuelo a ras de tierra para luego poco a poco comenzar a elevarse.  ¡Disfrutaba tanto esto que hacía que se sintiera viva!  A menudo acostumbraba ir volando horizontalmente rosando a los transeúntes, carros, motos y todo lo que estuviera en el camino: Le gustaba ver la piel humana erizarse al rose siquiera de su tacto. 

Ese día poco después del meridiano antes de llegar a La Primera había estado jugando a leer los labios de la gente.  Para hacer más interesante el pasatiempo se había colocado unos tapones de goma en las orejas.  La muerte no se los había quitado por puro olvido, fue por esto que no alcanzó a escuchar la moto de Octavio cuando venía a toda velocidad en una sola llanta, en picada como dicen estos intrépidos busca problemas.

Todo ocurrió con una sincronización asombrosa: Cuando la muerte emprendía su rasante vuelo antes de ponerse horizontalmente como le gustaba viajar, Octavio picaba la moto y engarzaba a la muerte por el lado izquierdo justo donde ella tiene el ojo tuerto. Ella no sintió nada más que un zumbido y un cosquilleo que le hizo soltar una carcajada. Había quedado apropiadamente acomodada frente a las narices del motociclista.

Octavio vio la muerte de frente y experimentó esa maraña de recuerdos que le caen encima a la gente cuando se encuentra con ella: Vio toda su nefasta vida pasándole frente a sus ojos como en una película veloz.

—¡No me lleves! ¡Por favor! —dijo el infeliz—: ¡Soy muy niño todavía!

—¿No me lleves? —Preguntó la muerte, tratando de detener su chillona risa infernal—. ¡Yo no te estoy llevando, estúpido! ¡Eres tú el que me llevas por delante!

Puso sus manos a lado y lado de la cara de Octavio mientras lo rociaba con su efluvio fétido.

—¡Qué suerte tienes! —dijo la muerte.

Los dos se contemplaron un momento.  El infeliz sintió que en ese instante la muerte estaba viendo sus más íntimos secretos. Puso ojos como un plato mientras su ritmo cardiaco estuvo a punto de explotarle.  La muerte no podía creer que ese estúpido fuera tan cobarde.

—¡Las cosas que me toca ver! —dijo la muerte, muerta de la risa.

¡Debería ser muy estúpido para tratar de convencerla con el argumento que era muy joven!

—Mira la hora —ordenó la muerte—, ¡estúpido cobarde!

Octavio miró su reloj negro, digital, arcaico.  En la pantalla rallada por el maltrato se mostraba la hora: Seis de la tarde, siete minutos, nueve segundos. Octavio no comprendió nada en lo absoluto. Sintió que el tiempo transcurría con tanta lentitud que parecía gatear en lugar de caminar. En este trance de su corta e inútil vida, escuchó a su profesor de matemáticas: “El tiempo es solo un artificio ilusorio que encadena a los humanos”.  «Era en la clase de Filosofía»: recordó.

La muerte no se equivoca ni se extravía, pero es terriblemente caprichosa.  En momentos como este cuando no se encontraba aburrida no tenía que mirar el reloj para saber que todavía tenía tres larguísimos segundos, suficientes para hacer mil cosas que quisiera, pero lo más importante: cuando fueran las seis y siete minutos, más trece segundos de ese martes trece de agosto, del año dos mil trece, ella tendría el único segundo en toda una centuria, en el que tenía permiso para hacer lo que se le viniera en gana. A sabiendas de esto, miró al motociclista sin poder disimular su chanza.

—¡Qué suerte tienes, Gerardo! —Dijo la muerte, y volvió a reírse a carcajadas.

—¿Gerardo? —Preguntó Octavio, justo antes de cerrar los ojos.

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