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 Prólogo o de cómo raspar la palabra hasta que sangre

Creía saber —al menos intuir— qué era la poesía. Un cierto temblor en la página, una arquitectura de imágenes, una música más o menos domesticada. Pero entonces me cae en las manos este libro escrito desde Guanabacoa, y comprendo que hay poetas que no se conforman con “escribir”: se dedican a lijar la realidad con la misma saña con que uno raspa una pared llena de humedad. La poesía, aquí, no es una flor: es la raspa.
Leer estos textos —llámeseles poemas, crónicas, letanías o grafitis de largo aliento— es asomarse a una Cuba que ya no sé si existe, si existió o si sólo pervive como una alucinación compartida. El autor vive allí; yo hace años que vivo en otra orilla, en esa zona rara donde la patria se ha vuelto una mezcla de aeropuerto, memoria y pesadilla recurrente. Tal vez por eso, porque él sigue dentro del experimento y yo hace mucho que fui expulsado del laboratorio, este libro me rompe la idea de poesía: la saca de la vitrina y la sienta a sudar en la guagua, a hacer cola, a ser detenido por pintar una pared, a contar los años de cautiverio con humor negro y ternura feroz.
Aquí no hay “inspiración” en el sentido académico del término. Lo que hay es un hombre tomando nota del asco y de la belleza, del aguacero que limpia y de la consigna que ensucia, de los noticieros que dan náuseas y del gato que ronronea como si el mundo estuviera a salvo. La patria aparece y reaparece en estos textos como una herida que habla: una isla que se sabe cárcel, circo, laboratorio y todavía, tercamente, casa de alguien.
En estos versos se mezclan el olor a pared recién pintada con el tirarse un peo delante de un comunista; la devoción por Chaplin con la certeza de que “el sueldo de los generales” es un chiste sin gracia; el homenaje a un hijo que juega en un parque con la confesión brutal de “me quiero ir de Cuba” repetida como un mantra laico. No hay distancia entre lo sublime y lo escatológico: en este territorio poético, todo lo humano, lo demasiado humano, entra. Y el régimen también: con sus cederistas de hotel, sus dinosaurios de barrio, sus consignas mugrientas, sus zombies indecentes, sus noticieros burdos y su “tristeza insular” que se prolonga en décadas de atraso y desidia.
El autor escribe desde un punto exacto del mapa —Guanabacoa, una fecha, un suceso mínimo—, pero lo que está contando es la radiografía de una época y de una especie. Cuando disecciona al “Homo sapiens”, cuando enumera a “la mucha gente por ahí” que ama, envidia, roba, ayuda, juzga o se anestesia con chismes y reguetón, está poniendo al cubano dentro de una galaxia más amplia: la del animal humano que puede construir teorías morales y, al mismo tiempo, olvidar regar una planta o patear un perro en la calle.
Hay, a lo largo del libro, una ética muy precisa: la de quien ha aprendido a amar el arcoíris sobre la acera rota, el colibrí sobre la basura, los ronquidos de la abuela en el sillón, el perro sin dueño que encuentra algo de comer entre los desechos. Una ética de la empatía y de la lucidez despiadada. Nada de esto se predica desde un púlpito; se dice desde la esquina, desde la celda, desde la guagua repleta, desde el portal donde un policía te pone las esposas delante de tu abuela de 82 años porque “maltratas el ornato público” con tus grafitis.
Raspa dura es un título exacto: el libro funciona como una escofina contra el lenguaje, contra las máscaras oficiales y contra nuestras pequeñas comodidades. Raspa las palabras “patria”, “revolución”, “pueblo”, “continuidad” hasta dejar al desnudo su hueso de mentira. Raspa también el sentimentalismo fácil: aquí no hay himnos, hay confesiones. La patria no es una abstracción; es la acera donde uno jugó de niño, un trompo guardado en una gaveta, una chequera de jubilado que no alcanza, la mancha de grasa en la camisa del obrero que “ni robando le alcanza el dinero”.
Pero junto a la rabia hay siempre humor. Un humor que no es evasión sino mecanismo de defensa y de ataque. Reírse del comité, del discurso del “viejo aquel”, de la “Mesa Redonda” y del “social ismo o muerte” no es banal: es un acto de supervivencia espiritual. El libro está lleno de comparaciones que harían sonrojar a un retórico clásico, pero que a mí —lector formado en otros protocolos— me reconcilian con la poesía: una virgen con condón, un cederista solo en un gran hotel, un gerente febril camino de la cárcel, un obrero tan triste que ni robando alcanza. La metáfora aquí no adorna: muerde.
Hay también textos que abandonan la versificación y entran en la crónica directa, casi periodística, para contar arrestos, interrogatorios, tormentas metereológicas y políticas, películas censuradas, graffitis borrados, tornados que arrasan barrios en 16 minutos y un huracán mucho más antiguo que sigue soplando desde una tumba en Santiago. El poeta hace lo que mejor sabe hacer: anotar, con prosa limpia y feroz, cómo se vive en una “zoociedad incivil” donde la bala perdida puede ser la de un delincuente, pero también la de un decreto.
Lo que me conmueve —y lo digo como editor, como escritor y como exiliado— es que, a pesar de todo, este libro no está escrito desde el rencor puro. Está escrito desde una mezcla peligrosísima: lucidez, dolor, erotismo, ternura y sentido del humor. El sujeto que aquí habla ha aprendido del Kibalión y de Chaplin, de Martí y de los Aldeanos, de su niño y de sus manos, y se permite todavía el lujo de creer en la amistad, en la lealtad, en la evolución espiritual. Al mismo tiempo, declara sin rodeos su deseo de ver caer a los “dinosaurios chivatos”, de asistir al fin de un régimen tramposo y vitalicio, de poder un día correr desnudo por un campo de margaritas y sentir que es “ciudadano del mundo” y no de un experimento fallido.
Quizás eso es lo que más me despeina como lector: que estos textos rehúyen la corrección política y, a la vez, no caen en el odio fácil. Señalan con nombre y apellido a los responsables del desastre, pero reservan lo mejor de su energía para celebrar “las cosas simples que me llenan”: un perro aburrido, un hijo dormido sobre el pecho, diez cervezas en el malecón, una parrillada con amigos, un buen libro, una función de teatro, el olor a sábana limpia o a cabello desconocido.
Hay libros que uno recomienda porque son “importantes” en el mapa de la literatura. Este, sospecho, será importante en otro mapa: el de quienes han vivido —o viven todavía— en la isla limítrofe entre la esperanza y el cansancio, entre la fidelidad a una memoria y la urgencia de romper con ella. La poesía que aquí se practica es una forma de resistencia civil, pero también una forma de higiene espiritual: limpia el lenguaje de la mugre oficial, desinfecta la nostalgia, ventila los prejuicios, y de paso nos saca del cómodo lugar del lector que mira la historia desde lejos.
Si este libro rompe mi idea de lo que es la poesía, no es porque niegue la poesía que yo conocía, sino porque la ensancha: le añade el olor a guagua llena, el sudor del calabozo, la risa del travesti que colecciona cicatrices en el brazo, los grafitis que alguien pinta de noche y que otro borra al amanecer, la confesión de un hombre que se sabe vulnerable, libidinoso, indignado, cansado y, sin embargo, todavía capaz de escribir, amar, criar, singar, aprender, vibrar, bromear y decir “me quedo un poquito más”.
Raspadura no es un libro para leer de corrido y olvidar en un estante. Es un manual íntimo de supervivencia en tiempos de cinismo. Un espejo abrasivo donde Cuba se mira sin filtros y nosotros, los de dentro y los de fuera, tenemos que decidir si aguantamos la imagen o si preferimos cambiar de canal. El autor ya hizo su parte: escribir con la piel en juego. Ahora le toca al lector asumir el riesgo de dejarse raspar.
Eduardo René Casanova Ealo
Editorial Primigenios

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