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Entre muros, peceras y otros desarraigos

Además de muchos libros de autores latinoamericanos —que para mí son como una coral inmensa de acentos, dolores y luminarias—, viajan conmigo unos pocos volúmenes que llevan mi nombre en la portada. No los llevo como trofeos, ni como excusas de editor-autor; los llevo como quien carga una caja de restos: pedazos de país, de familia, de memoria, de rabia y de ternura.
Entre esos libros, Vanos lugares es quizá el más cercano a la zona donde realmente me duele la vida.
Este no es un poemario escrito desde la comodidad de una metáfora bonita. Nació en el filo de varias fronteras: la geográfica, la política, la del lenguaje, la del cuerpo que envejece mirando a la madre y sabiendo, con brutal claridad, que “en unas semanas / no más de diez años / mi madre morirá”.
Quien abra estas páginas debe saber que entra a un territorio minado: la nostalgia aquí no es decorado, es un campo de batalla después de la batalla.
Hay un verso que inaugura el libro como si fuera un machete cortando el cordón umbilical:
“No quiero mi país de vuelta. / Ya para qué”.
Con esa renuncia comienza todo. No se trata de un gesto cínico, sino de una honestidad radical. El país que se recuerda ya no existe, y el que existe es un hueco lleno de fisuras, de huesos arropados en banderas mohosas, de gente dispersa “acá en el norte”, tratando de entender en qué momento la patria dejó de ser un lugar y se convirtió en una grieta que llevamos por dentro.
Vanos lugares es el mapa de esa grieta. No un mapa turístico, sino un plano subterráneo: túneles, trincheras, Ziones de acero y concreto, peceras donde nos educaron para mirar el mundo como peces sin aletas; peceras políticas, ideológicas, religiosas, tecnológicas. A veces el poema habla en tono íntimo, casi doméstico; otras veces toma el martillo y golpea sin contemplaciones la maquinaria del poder, los políticos, los caudillos, los dioses de alquiler y sus acólitos de cuello blanco y sotana planchada.
Aquí la madre que come en silencio un plato de ajiaco está en el mismo libro que los muertos de una guerra ajena, las niñas asesinadas por un cañón, los cuerpos que solo han usado sus manos “para hacer tortas de harina, / anudar los zapatos, / peinar cabellos y cruzar una calle”.
Esa mezcla no es casual: es la textura de la vida real, donde la ternura y el espanto comparten la misma silla en la mesa.
En estos poemas el exilio no aparece como postal, sino como fractura ontológica. El emigrante no es un personaje heroico ni una víctima ejemplar: es alguien que se mira al espejo y sospecha, con razón, que ese espejo puede mentirle; que uno puede romperse en dos, cuatro, diez fragmentos, y vivir “dos vidas, / o cuatro, según la cantidad de fragmentos
Hay una pregunta silenciosa que atraviesa el cuaderno: ¿quién soy cuando ya no hay país que me nombre, cuando el uniforme, la consigna, el mito del héroe, han perdido su efecto hipnótico?
Muchos de los textos cruzan una frontera menos evidente, pero igualmente peligrosa: la que conecta la poesía con la ciencia ficción, el mito con la cultura pop, la filosofía con las películas que nos marcaron. En estas páginas aparecen Morfeo, Trinity, Zion, las cucharas que no existen, como si Matrix hubiera decidido emigrar también y encarnarse en un poeta cubano que escribe desde Miami. Pero esas referencias no son guiños superficiales: son lenguajes que se cruzan para hablar de lo mismo de siempre —libertad, manipulación, destino, elección— sin solemnidad pero sin frivolidad.
No espere el lector un lirismo de estampitas. Aquí se habla de sangre, de fluidos, de náusea, de cuerpos que envejecen, sudan, desean, odian, se equivocan. Se habla también del amor, pero despojado de azúcar: un amor que a veces es cuchillo, a veces es espejismo, a veces es la única grieta por donde entra un poco de luz. Se habla de la violencia del lenguaje mismo, de esa infección de las palabras que uno quisiera a ratos aniquilar, a tijeretazo limpio, sabiendo que es imposible.
Si algo quise en Vanos lugares fue escribir sin trampas. Sin disfrazarme de poeta obediente a las expectativas de nadie. Hay poemas más narrativos, otros abiertamente alucinados, otros casi susurrados al oído de la madre, de la hija, de la esposa, del país que se hunde. Todos, sin embargo, están atravesados por una certeza incómoda: lo que más abunda en este mundo no son las respuestas, sino los muros, la basura y los muertos que no debieron morir.
Y sin embargo, pese a todo, hay una terquedad de vida que no se rinde. El libro vuelve una y otra vez a una pregunta obstinada: ¿cómo seguir andando el camino mientras lo vamos conociendo? ¿Cómo despertar —aunque sea un momento— del adormecimiento colectivo y asumir, siquiera por un segundo, que somos responsables de aquello que amamos, destruimos o permitimos?
Cuando llevo este poemario a una feria del libro, a un evento, a una mesa llena de títulos latinoamericanos, no lo pongo allí como una curiosidad personal. Lo pongo como se pone una radiografía sobre la luz: para que el lector vea no solo mis huesos, sino los suyos; no solo mis vanos lugares, sino los suyos propios. La isla-pecera, el país-muro, la ciudad sin metáfora, la casa que se derrumba, el túnel que conduce a ninguna parte… todo eso no es solo Cuba, ni solo Miami, ni solo una biografía individual: es una zona común donde nos reconocemos, con vergüenza y con lucidez.
Si el lector decide entrar, que entre sabiendo esto: no he escrito este libro para consolar, sino para incomodar amorosamente. Para agrietar un poco más la superficie lisa de las certezas. Para decir, con la poesía, lo que a veces no nos atrevemos a formular en voz alta pero nos quema en silencio.
Ojalá, cuando cierre estas páginas, tenga la sensación de haber atravesado sus propios vanos lugares y salga al otro lado con una pregunta nueva brillándole en la lengua. Si eso ocurre, el viaje de este libro —desde una isla-pecera hasta cualquier feria, cualquier ciudad, cualquier lector— habrá valido la pena.

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