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 La osamenta fulgurante y el ladrido estelar

La poesía de Eduardo René Casanova Ealo se instala en la constelación de la herida, donde la luz de los astros esculpe en la piedra el testimonio del hambre. Como en el tapiz del Antiguo Egipto, donde el can traza en la arena la senda de los errantes, estos poemas son la brújula de una travesía que oscila entre la carne y el hueso, entre la desposesión y el esplendor.

Cada poema es un ladrido fósil, un zarpazo en la niebla de la historia que nos devuelve la respiración primordial de aquellos que han habitado el filo del mundo. Porque, si la poesía es la lenta resurrección de lo que ha sido consumido por el viento, Poemas Perros es un bestiario de espectros que se niegan a la extinción.

Como Lezama descubría en los signos del relámpago el alfabeto de lo arcano, aquí el poeta nos revela la fisonomía del derrotado que jamás se rinde, del exiliado que edifica su casa en el eco de su propia voz. Hay en estos versos la carne fragante del pan compartido con los espectros de la infancia, el llanto antiguo del que ha visto a la patria despedazarse en las fauces de la noche, la certeza de que incluso la miseria puede arder con la claridad de un diamante sumergido en el cieno.

Aquí el poeta no invoca, sino que despierta. No idealiza, sino que hunde las manos en la arcilla de lo vivido, sabiendo que toda ruina esconde en sus escombros la semilla de una nueva arquitectura. Como un perro que reconoce el rastro del ausente en la hojarasca del amanecer, Casanova Ealo nos entrega la memoria de los que han sido despojados de todo, menos de su nombre. Y en ese acto, el poema, cual bólido errante, inscribe su órbita en el cielo de lo perpetuo.

Así, este libro es un ladrido que resuena en la eternidad.

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