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Algunas palabras sobre el infierno

¿Qué sería una marca que no se pudiese citar?

Jacques Derrida

La primera disolución del sujeto creador individual (esto es ladear a barlovento/sotavento la cabeza, para asegurarte de que permanece sobre los hombros y que no eres, por tanto, el siguiente Bautista) no comenzó a las once peeme de hoy buscando mañana. El mañana no existe (Eclesiastés, versión Casiodoro de Reina, revisada por Valera de Cipriano, no ir al detalle). Solo el hoy precolombino y casi arenoso en que los estetas sacan conclusiones sobre mis pómulos, apresuradas conclusiones, como si temiesen perder una guagua expulsada de todos los paraísos automovilísticos, un tren derruido e imposible de llevar a la preceptiva literaria que los conduzca de regreso a sus puebluchos cercados por alemanes de la película Liberación y/o por españoles de la película Tacones Lejanos.

Así comienza, y continúa así durante noventa páginas, esta historia alucinante, la de un sujeto en lucha con su pasado, su presente, su país y su ciudad. La de un ser humano que se debate entre el legado machista de sus ancestros, sobre todo de su padre, y la orientación homosexual que lo lleva a convertirse en… «un bello ser andrógino». Aplastado, más por sus contradicciones y por el engranaje implacable de las circunstancias, que por un vehículo en la calle Obrapía, el protagonista se resuelve al modo enajenante de Kafka, con la diferencia de que tal marginación se produce en pleno presente, a más de medio siglo de gestación del «hombre nuevo»: es la mirada atormentada de un paciente psiquiátrico quien, con extrema lucidez no obstante su condición mental, reasume la historia y la cultura desde una suerte de «oposición contestataria». Así, bajo su demente agudeza, no queda sano ni uno solo de los huesos de la ortodoxia oficialista.

La perspectiva onírico-patológica del relato, cargado de referencias literarias, cinematográficas, musicales, históricas, etc., muestra en aparente caos la visión de alguien que, triturado por las ruedas agrietadas de un automóvil, desciende hacia el averno. Pero en esa sinfonía delirante se perfila, insistimos, la imagen de una nación, empeñada en la construcción de un mundo que se suponía nuevo según los códigos inmutables y las eternas consignas, y que ha devenido, a juicio del narrador, en una realidad amorfa y sin sentido _especie de surrealismo insular_, estigmatizada por el absurdo y el fracaso, como el de los veteranos de la guerra de Angola, llamados aquí «los sobrevivientes del desfiladero de las Termópilas».

De ahí que el yo/no yo discursivo busque una salida que no existe, como no sea bajo las ruedas de un Citroën. Pero este es también un escape engañoso, pues el averno no es otra cosa que la propia vida. De manera que no se trata de un viaje hacia lo oscuro, o al más allá si se prefiere: es en esencia un viaje hacia lo inmóvil: una mirada lúcida, descarnada, a un tiempo que divertida y sarcástica, a nosotros mismos, a la realidad cubana de hoy. Una voz soterrada que se levanta, como una raíz que destroza el antiguo cemento de la acera.

El autor armoniza, con maestría singular, todos los registros de la lengua, «con permiso de Cervantes»: desde el más depurado castellano, hasta el más «sucio» y vívido español de la calle, lleno de creativa marginalidad. Es el suyo un modo único de decir con una sintaxis flexible y plena de hallazgos expresivos, como soporte del modo poético de expresión, poesía entendida en tanto catarsis de la deformidad social, o como la terrible hermosura de la fealdad, simbiosis de un sujeto, a un tiempo lírico y narrativo, que agoniza entre la vida, la muerte y la locura. Todo lo cual no es, al cabo, más que una defensa del Otro y de lo Otro; es decir, del hombre y de su derecho a ser desde la diferencia. Últimas postales del averno, de José Luis Santos Muñoz, es una novela corta, sí; pero de una intensidad y densidad tales, que dejará sin dudas en el lector la sensación de un interminable viaje al inframundo.

 

Alberto Rodríguez Copa (Palma Soriano, 1963).


José Luis Santos Muñoz

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