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Kiko Pemba es un ser humano que muere de frío o un orisha al que hay que soplarle aguardiente para obtener amparo y protección.

 

José Mederos Sigler ha ido al Monte y se ha encontrado con todos los seres fabulosos que lo habitan, ceiba y jagüey, chichiricú y lechuza, majá y cotunto, pero, además, con Kiko Pemba quien, hecho de palabras y fiel a la filosofía de su creador en su peregrinar por estas tierras, emerge del tronco más fuerte para hacerle/hacernos compañía, cual sombra unida a los muchos espíritus que, desde siempre, caminan junto a él, al ritmo de sus pasos inquietos de pintor que versifica en colores.

Para viajar por el universo que nos propone, el poeta pide encender una vela que ilumine a Kiko Pemba. Luego que, con humo de tabaco, le agucemos los sentidos y, finalmente, que compartamos su fe en la espiritualidad trashumante que llevamos dentro. Así, de un poema a otro, haciendo una breve escala en las estaciones que han marcado los descubrimientos y, una vez puesta a un lado la típica incredulidad que nos hace buscar lo real en lo onírico, disfrutamos del verbo que, tras lecturas heterodoxas, pone en limpio su principal hallazgo: lo más importante es alcanzar la sabiduría y la paz en lo que llamamos alma. Todo ello sin la necesidad de morir, porque el mejor Dios es el que podemos conocer en vida, tratar con familiaridad, el que nos permite hablar con los amigos, vivos o muertos, reír con la chispeante ocurrencia y beber de la misma botella. Al menos es así como funciona para el poeta la religión y, en su caso, no precisamente monoteísta.

Ahora bien, si es usted de los que ya conoce la poesía de Mederos puede que se sorprenda al no encontrar en su nueva propuesta, guiños o alusiones punzantes a la realidad que nos agobia y que solo los poetas de su estirpe saben describir en versos cual ráfagas cargadas de sátiras o picardías. Porque justo es decir que este cuaderno supone un punto de ruptura con su obra anterior. Así, más allá de que podamos identificar en él algunas de las claves existenciales de su autor, sus frases preferidas, sus gestos inconfundibles, su alegría de vivir plenamente cualquier descubrimiento, el discurso se estructura esta vez en torno a un solo personaje, un álter ego con vida propia: Kiko Pemba. Mederos ha ido al monte en busca de las sombras de Olofi, se ha olvidado del pecado original y de sus copias o del aburrimiento que provoca invocar a un solo espíritu; por ello va pasando de árbol a bejuco, de pájaro a culebra, de yerba a curujey, de miel a sangre para descubrirse y descubrirnos en Kiko Pemba y hacer un pacto de sabiduría con todo lo que este nuevo ser representa. Pero, cuidado, no se trata aquí de padecer la desmemoria porque el espíritu que el poeta ha concebido para salvarse y salvarnos ha sido plantado, justamente, muy cerca de su oriundez, de esa raíz que floreció, quizás, del bastón de algún ilustre pero que sostuvo de una vez y para siempre, un tambor que encalló en un puerto sin mar nombrado Bejucal.

Llegado a este punto sabemos ya que Kiko Pemba es un ser humano que muere de frío o un orisha al que hay que soplarle aguardiente para obtener amparo y protección. Nos percatamos, incluso, que a través de él podemos reencontrarnos con Juan Nepomuceno Prieto, capataz del cabildo lucumí del barrio Jesús María, defendiendo ante las autoridades coloniales, a un “muñeco grande que tiene un depósito en el pecho de sangre de pichones y otros animales que, en su tierra lejana se llama Changó que es lo mismo que decir Rey o Santa Bárbara y que lo veneran como a Dios.”[1] Juan Nepomuceno Prieto, sin embargo, ha llegado a  la posteridad sin rostro y su Changó presumiblemente corrió la suerte de ser quemado por los civilizados burócratas que no creían, aunque sí temían, en esas cosas de negros brujos africanos que ahora José Mederos rescata y corporiza en su Kiko Pemba.

Historia que nos recuerda otra de hace más de setenta años cuando la antropóloga cubana Lydia Cabrera se empeñaba en documentar el saber y la práctica de la religión de los africanos y sus descendientes en la región occidental de Cuba, constatando que, entre santeros y paleros, era efectivo un mandato no escrito: “las ngangas, los orishas montados, las piedras en que se les adora, las ceremonias, no deben retratarse bajo ningún concepto”.[2] Para su fortuna y gracias al “capricho inesperado” del espíritu que moraba en la nganga de J. S. Baró, uno de sus informantes, su célebre libro El Monte vio la luz y pudo mostrar, por vez primera, fotos de toda la parafernalia litúrgica que nuestros antepasados guardaban celosamente. Desde entonces ya no es extraño que los objetos sagrados, antes relegados a patios y pequeñas casas, convivan con los creyentes en la domesticidad del hogar o viajen con ellos allende los mares. Tampoco asombra a nadie que los altares de santería o de Palo Monte hayan adquirido la categoría de obras de arte como en su momento sucedió con los iconos de los pintores populares rusos del medioevo. Precisamente el poeta que convive en sana paz creativa con el imaginero y artista visual Mederox, nos regala hace años una serie de altares en los que, desde la belleza estética y quién sabe si también desde el poderío espiritual, se veneran y reverencian divinidades de origen africano acompañadas por Kiko Pemba. Decisión que se agradece tanto como la sensibilidad con la cual el fotógrafo Felipe Rouco Llompart supo convertir las imágenes “en documentos de la historia social… pues le ayudan a construir una historia desde abajo centrada en la vida cotidiana y en las experiencias de la gente sencilla.”[3] De esta manera, poesía e imágenes se unen para que la lectura constituya un disfrute estético, simbólico y ritual.

Mederox ha ido al monte, pidiendo antes respetuoso permiso a los seres que lo habitan. Pagó su tributo, como es de rigor, con un hilo de aguardiente, un tabaco y algunos reales prietos. De su viaje, que según nos ha dicho aún no termina, regresó bendecido por el poder de la palabra.

Gracias a ello nos ha presentado al travieso, ingenioso, inaprensible Kiko Pemba, un ser que es él mismo, que somos todos volviéndonos cruz, flecha, círculo, garabato, jícara, herradura, muñeco con sangre en el pecho, volviéndonos, en fin, de una vez y para siempre, Kiko Pemba.

 

 

 

Aisnara Perera Díaz

María de los Ángeles Meriño Fuentes

San Felipe y Santiago del Bejucal, 24 de octubre del 2020

 



[1] Expediente criminal de la causa seguida contra los negros que en la tarde del día 12 de julio de 1835 se sublevaron por las inmediaciones del Puente de Chávez, cometiendo varias muertes, heridas, robos y otros excesos. Archivo Nacional de Cuba. Comisión Militar. Leg. 11, no. 1.

[2] Lydia Cabrera. El Monte, Editorial Arte y Literatura, La Habana, 1989, pp. 19-20.

[3] Peter Burke. Visto y no visto. El uso de la imagen como documento histórico, Crítica, Barcelona, 2005, p. 15.


Comentarios

  1. Interesante recorrido por nuestras raíces que se nutre de vivencias, accionar personal y fuentes fidedignas que le proporcionan veracidad.

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