Dientes
de perro de Manuel Pereira
es la primera parte de las memorias de este importante escritor cubano, de “una
generación que creyó en tantas cosas y de tantas se desilusionó”, de ahí su
importancia como testimonio de quienes sufrieron acusaciones por padecer de
“algunas desviaciones ideológicas” por aquellos inquisidores que aún perviven
en la sociedad cubana. Más que historias o anécdotas, el lector encontrará,
profundas reflexiones, porque en el fondo Manuel prefiere ser clasificado como
un ensayista que escribe novelas y no al revés.
Seguidor de la tradición
de Montaigne, Cioran, Tanizaki, Chesterton, Manuel Pereira rompe la camisa de
fuerza de las academias diciendo lo que tiene que decir cual testigo de una
época que comienza con la propia Revolución Cubana, pasando por el Boom
latinoamericano del cual participaron, entre otros, García Márquez, Cortázar,
Fuentes, Carpentier y Lezama Lima, el cuál escribió en 1970: “Manuel Pereira es
un escritor cuya alegría secreta es capaz de fabricar una mañana y sostener la
luna con el hilo de la imagen”.
Mi
Papá y José Martí
—Profesor —me
pregunta un joven mexicano al que le gusta leer
—¿Su papá le mintió alguna vez?
—Solo una vez. Yo tenía entre ocho y nueve años y
él llegó corriendo a la estación de policía de Empedrado y Monserrate, donde yo
estaba detenido por robarme en la librería “La Moderna Poesía” una novela de
Julio Verne titulada Aventuras de un niño irlandés. La anécdota la he
contado en otras partes. En un típico tropelaje de mataperros me habían
agarrado con ese libro en la calle Obispo. Yo no sabía quién era el autor, lo
que me llamó la atención fue la portada de colores satinados, pues yo no era
lector de libros, solamente leía muñequitos. Enfrente había dos mataperros tratando
de robarse un par de zapatos en la peletería “La Rusquella”, que tenía en su
entrada un mosaico policromado con una mujer de muslos fascinantes. Los
mataperros se embelesaron con ese mosaico donde esa mujer enseñaba sus
sensuales curvas. Como ella tenía un casco y una capita, uno decía que era un
disfraz de Batman, otro, que era de Superman. Yo me embelesé con la portada del
libro, que era un niño saltando de un edificio en llamas, y ese apellido Verne
me sonaba vagamente de alguna película americana de la época. Todavía recuerdo
que la editorial era argentina, colección Cadete Juvenil.
—¿Usted sentía miedo en la estación de policía?
—Claro, pero más miedo me dio ver llegar a mi
papá, quien de pronto se subió en una silla improvisando uno de sus discursos,
pues era líder sindical de los gastronómicos. Venía con su uniforme de
camarero, filipina blanca, la pajarita negra y el delantal con el menudo, pues trabajaba
en el Bar Palacio, en Monserrate esquina Chacón, a donde alguien corrió a avisarle
de que me tenían detenido allí. Mi papá
tenía pico de oro a pesar de sus escritos a mano plagados de faltas
ortográficas. Desde lo alto de la silla recordó que en aquella misma estación
había estado preso José Martí, y que Martí había dicho que “hay que ser cultos
para ser libres” y que “robar un libro no es robar”. Los policías emocionados,
y viendo que yo era menor de edad, enseguida me soltaron previo pago de mi papá
al librero.
—¿Y cuál fue la mentira?
—Cuando yo tenía unos treinta años ya había leído
muchos libros de José Martí sin encontrar la segunda cita, incluso les había
preguntado a los mejores especialistas que eran Cintio Vitier y Fina García
Marruz. Le pregunté a papá de dónde la había sacado. Me miro muy serio, y de
pronto empezó a reírse: “me la inventé, chico, me la inventé”.
Eso
fue hace muchos años y puedo garantizarte que mi papá fue siempre mi mejor
amigo.
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