La única ley de autoridad
Dolor infinito porque en el minuto preciso de hacer alta
política —ah, Nelson Mandela, Pepe Mujica, Mahatma Gandhi…—, quien debía
hacerla, investido con todo el poder para ello, recordó que la orden de combate
estaba dada y que había unos dueños de las calles de todos, llamados
«revolucionarios», y que solo pasarían por encima de su cadáver.
Cadáver. Ya hubo —si nos atenemos solo a los reportes
oficiales— un primer cadáver. «Diubis Laurencio Tejeda, de 36 años», dice la
nota oficial. Y, como si no fuera suficiente con los apellidos y la edad,
añade: «con antecedentes por desacato, hurto y alteración del orden, por lo
cual cumplió sanción». En la mente queda retumbando acaso el «cumplió sanción».
¿Perder la vida, era esa la nueva sanción que merecía?
Infinita pena porque haya cubanos pidiendo «intervención
humanitaria» para su tierra y la de sus familias, cuando bien saben —y si no,
deberían saberlo— que ciertas causas «humanitarias» solo se abren paso con
bombas.
Estremecimiento hondísimo porque manos delincuentes —por
las circunstancias y con las historias que tengan— intenten desvirtuar lo que
en su mayoría fue un estallido social enérgico, legítimo y pacífico, desde las
entrañas. Muchos pesares que explotaron, y parece no volverán al silencio.
Angustia, además, porque esos vándalos, en todo caso —ah, Cintio Vitier— son
nuestros vándalos. Y en cada uno de ellos, y en cada piedra que lancen, va una
derrota de la educación, del civismo de esta Isla.
Caos. Las imágenes son caóticas y hay quienes se empeñan en
hacerlas lucir más caóticas al crear falsedades. También quienes parecen
reportar y vivir en un mundo paralelo, el de la nunca mancillada utopía
socialista, faro de América Latina, con los humildes, por los humildes… Solo
que ahora esos humildes dijeron basta y echaron a andar, a correr, a gritar.
Seguramente hay confundidos y anexionistas, vendepatria y
hasta mercenarios dentro de una masa humana que estalla. Pero esas etiquetas,
colgadas con entusiasmo en cada discurso oficial, no sirven para tapar el sol.
Pueblo. En las calles estaba el pueblo. Sin internet dejaron
al pueblo. Para que no viera, ni denunciara, ni pidiera ayuda, ni se
articulara. ¿Quién lo hizo? Los únicos que podían hacerlo: los dueños de las
calles, del internet, de la electricidad, de los acueductos. Que debían
administrarlos en nombre del pueblo. Pero al parecer lo olvidaron.
¿Le estará pagando la CIA a Adalberto Álvarez, cuando
posteó «duele ver las manoplas en manos de la autoridad para agredir a personas
indefensas»? ¿Con qué billete del Pentágono estarán comprando la voz de Leo
Brouwer para escribir: «Cuando el cubano protesta, no cabe duda de que la
política o mejor dicho, el poder político y militar se ha extralimitado. ¿Cómo
pueden vivir tranquilos?». ¿De qué oficina estadounidense le estarán girando
cheques a Los Van Van —aquellos que surgieron al calor de la Zafra de los 10
millones— para que lleguen a expresar: «Apoyamos a los miles de cubanos que
reclaman sus derechos, debemos ser escuchados». ¿Y a Litz Alfonso, a Yuliet
Cruz, y a Laura de la Uz? ¿Estará demente el respetable Noam Chomsky, que unió
su firma a decenas de prestigiosos intelectuales de izquierda para pedir
excarcelación de varios presos en la revuelta? ¿Y los otros, los cientos y
cientos sin liderazgo de opinión ni obra artística o académica que salieron
como un bólido? ¿Pagados? ¿Confundidos? ¿Manipulados? ¿Todos? ¿Al mismo tiempo?
Uno, ingenuo todavía, pensaba que aquí ni siquiera existían
trajes, armamento y escudos antimotines; pero sí, todo estaba comprado y
guardado para cuando hiciera falta reprimir. ¿Qué pensarán, a cuáles instintos
animales echarán mano quienes tonfa o palo en mano salen a golpear a un
semejante? ¿Tanto odio se ha alimentado desde los polos, que el sonido de un
hueso roto no remueve hasta la médula? Ah, Vallejo, yo no sé. Pero sí creo
saber que la represión descarnada es un camino sin regreso.
Hay decenas de presos y desaparecidos, aunque la
cancillería y la fiscalía cubana no se enteren.
Hay madres reclamando en las estaciones por sus hijos,
aunque los ministros lo ignoren.
Hay un país más fracturado, que a la crisis económica de
treinta años y la pandémica de 17 meses, ahora suma una crisis de estabilidad
social. Y la gestión política de los que deben resolverla parece no tener
apuro.
Cerremos el paso a los oportunismos de toda laya.
Apliquemos el bálsamo de la reconciliación a los rencores.
El Amor, me recordaba una maestra en estos días, es, como
sabía el Apóstol, «la única ley de autoridad». Pero la vida y la muerte no
esperan.
FELICIDADES, EDUARDO, POR PUBCLICAR ESTE LIBRO.
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