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Jesús Arencibia Lorenzo (Pinar del Río, Cuba, 1982). Licenciado en Periodismo y Máster en Ciencias de la Comunicación. Profesor de la Universidad de La Habana (2006-2018) y adjunto de la Universidad Hermanos Saíz Montes de Oca, de Pinar del Río (2018-2021). Ha recibido premios periodísticos y literarios en concursos nacionales. Forma parte de los colectivos de autores de varios libros sobre Periodismo y Comunicación. Compiló, junto a Miriam Rodríguez Betancourt, el volumen Pablo de la Torriente Brau. Pasión de contar (Editorial Pablo de la Torriente, 2014). En 2018 vio la luz por Ediciones Loynaz su libro de crónicas A la vuelta de la esquina. Ocean Sur publicó en 2019 su compilación de entrevistas La culpa es del que no enamora. Claves de Periodismo y Comunicación desde América Latina. Y en 2020 la editorial En Vivo dio a conocer el volumen La felicidad de Actuar (entrevistas), del cual fue coordinador y coeditor. Actualmente se desempeña como periodista de El Toque y colaborador de otros medios de prensa como Periodismo de Barrio y Palabra Nueva, y cursa un doctorado en Literatura Latinoamericana.


 

La única ley de autoridad

 «Dolor infinito» podría ser el martiano nombre de estas líneas. Porque uno ha visto y le ha hincado el alma lo que nunca esperó ver, al menos en esta franja de tierra buena rodeada de mar Caribe.

Dolor infinito porque en el minuto preciso de hacer alta política —ah, Nelson Mandela, Pepe Mujica, Mahatma Gandhi…—, quien debía hacerla, investido con todo el poder para ello, recordó que la orden de combate estaba dada y que había unos dueños de las calles de todos, llamados «revolucionarios», y que solo pasarían por encima de su cadáver.

Cadáver. Ya hubo —si nos atenemos solo a los reportes oficiales— un primer cadáver. «Diubis Laurencio Tejeda, de 36 años», dice la nota oficial. Y, como si no fuera suficiente con los apellidos y la edad, añade: «con antecedentes por desacato, hurto y alteración del orden, por lo cual cumplió sanción». En la mente queda retumbando acaso el «cumplió sanción». ¿Perder la vida, era esa la nueva sanción que merecía?

Infinita pena porque haya cubanos pidiendo «intervención humanitaria» para su tierra y la de sus familias, cuando bien saben —y si no, deberían saberlo— que ciertas causas «humanitarias» solo se abren paso con bombas.

Estremecimiento hondísimo porque manos delincuentes —por las circunstancias y con las historias que tengan— intenten desvirtuar lo que en su mayoría fue un estallido social enérgico, legítimo y pacífico, desde las entrañas. Muchos pesares que explotaron, y parece no volverán al silencio. Angustia, además, porque esos vándalos, en todo caso —ah, Cintio Vitier— son nuestros vándalos. Y en cada uno de ellos, y en cada piedra que lancen, va una derrota de la educación, del civismo de esta Isla.

Caos. Las imágenes son caóticas y hay quienes se empeñan en hacerlas lucir más caóticas al crear falsedades. También quienes parecen reportar y vivir en un mundo paralelo, el de la nunca mancillada utopía socialista, faro de América Latina, con los humildes, por los humildes… Solo que ahora esos humildes dijeron basta y echaron a andar, a correr, a gritar.

Seguramente hay confundidos y anexionistas, vendepatria y hasta mercenarios dentro de una masa humana que estalla. Pero esas etiquetas, colgadas con entusiasmo en cada discurso oficial, no sirven para tapar el sol.

Pueblo. En las calles estaba el pueblo. Sin internet dejaron al pueblo. Para que no viera, ni denunciara, ni pidiera ayuda, ni se articulara. ¿Quién lo hizo? Los únicos que podían hacerlo: los dueños de las calles, del internet, de la electricidad, de los acueductos. Que debían administrarlos en nombre del pueblo. Pero al parecer lo olvidaron.

¿Le estará pagando la CIA a Adalberto Álvarez, cuando posteó «duele ver las manoplas en manos de la autoridad para agredir a personas indefensas»? ¿Con qué billete del Pentágono estarán comprando la voz de Leo Brouwer para escribir: «Cuando el cubano protesta, no cabe duda de que la política o mejor dicho, el poder político y militar se ha extralimitado. ¿Cómo pueden vivir tranquilos?». ¿De qué oficina estadounidense le estarán girando cheques a Los Van Van —aquellos que surgieron al calor de la Zafra de los 10 millones— para que lleguen a expresar: «Apoyamos a los miles de cubanos que reclaman sus derechos, debemos ser escuchados». ¿Y a Litz Alfonso, a Yuliet Cruz, y a Laura de la Uz? ¿Estará demente el respetable Noam Chomsky, que unió su firma a decenas de prestigiosos intelectuales de izquierda para pedir excarcelación de varios presos en la revuelta? ¿Y los otros, los cientos y cientos sin liderazgo de opinión ni obra artística o académica que salieron como un bólido? ¿Pagados? ¿Confundidos? ¿Manipulados? ¿Todos? ¿Al mismo tiempo?

Uno, ingenuo todavía, pensaba que aquí ni siquiera existían trajes, armamento y escudos antimotines; pero sí, todo estaba comprado y guardado para cuando hiciera falta reprimir. ¿Qué pensarán, a cuáles instintos animales echarán mano quienes tonfa o palo en mano salen a golpear a un semejante? ¿Tanto odio se ha alimentado desde los polos, que el sonido de un hueso roto no remueve hasta la médula? Ah, Vallejo, yo no sé. Pero sí creo saber que la represión descarnada es un camino sin regreso.

Hay decenas de presos y desaparecidos, aunque la cancillería y la fiscalía cubana no se enteren.

Hay madres reclamando en las estaciones por sus hijos, aunque los ministros lo ignoren.

Hay un país más fracturado, que a la crisis económica de treinta años y la pandémica de 17 meses, ahora suma una crisis de estabilidad social. Y la gestión política de los que deben resolverla parece no tener apuro.

Cerremos el paso a los oportunismos de toda laya.

Apliquemos el bálsamo de la reconciliación a los rencores.

El Amor, me recordaba una maestra en estos días, es, como sabía el Apóstol, «la única ley de autoridad». Pero la vida y la muerte no esperan.



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