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Tiempos difíciles, tiempos difíciles:

queda prohibido el amor.

 

María de los Ángeles Félix Santamarina Espinosa

 

 

Con el sabor de una buena copa de vino, se te queda el paladar luego de mirar y sufrir cada cuadro de este hombre que hoy te presento.

Y escribo sufrir en cursivas con toda intención, algunos creerán que el sufrir que invoco tiene que ver con una obra mediocre que te hace náuseas de esas que a veces disimulamos en las galerías, pero los que conocen tanto al autor de estos cuadros como al poeta atrevido que suscribe,  saben perfectamente de qué hablo: una obra sufrida de verdad, como dando la razón a aquel pastor que dijo que el día que no sufra ante el púlpito, habré dejado de respetar a los feligreses, o el cantante popular que dijo: el día que yo no tiemble de miedo ante el micrófono, habré dejado de respetar a mi público.

Por ello sé que este poeta del pincel ha sufrido, ha sido atormentado por las musas a la hora de concebir estos pequeños milagros de lienzo y óleo. Se te queda al digerirlos, como un aroma procedente de los mostos de las uvas tintas… lo cual pudo sentirse perfectamente por los que estuvieron con él la vez que presentó sus cuadros  en aquella humilde tertulia restringida de público y técnicas audiovisuales por un arremetimiento de última hora de la pandemia de turno: Noche de tertulia con plenilunio, donde sus palabras tímidas y su humildad hablaron de un legítimo sufrimiento, un tormento convincentemente elevado que denotaron un genuino artista atrapado en las garras de la disciplina y el talento.

Tal vez pasó por mi mente la idea de entrevistarle para escribir un artículo en aquel momento, pero no lo hice, no me sentí autorizado. Cómo podría uno pararse al lado de Leonel Cobo Imas y ponerse a hablarle de tormento, enumerarle una retahíla de sinónimos como tortura, martirio, suplicio, sacrificio… sin caer en la pedantería, ante un hombre que acaba de exponer un rosario de cuadros donde el tormento, el sufrimiento, ha sido develado a todo color sin tener que mediar una sola palabra. Entonces estaría más que justificada la mirada irónica y silenciosa del artista.

Es entonces cuando, el potencial entrevistador, debería reflexionar antes de importunar al pintor, y no causarle más tormentos con preguntas, toda vez que ya sabe que se llama tormento al dolor y daño corporal que se causaba al reo contra el cual había prueba semiplena o indicios para obligarle a confesar o declarar. Que no, que a Cobo no hay que obligarle a nada, sus obras confiesan y declaran el tormento de una era, de un lugar geográfico, de un momento histórico donde no es precisamente el corona-virus vigente en febrero de 2021 el mayor tormento al entorno, sino la pandemia de infelicidad que cañonea cada pedazo de nosotros desde los siglos de los siglos… desde que Dios decidió sin consultarnos que el sufrimiento es parte de la agenda o programa para alcanzar la felicidad, dígame usted qué madre realmente lo ve así. La madre, el ser más capacitado para inventar la alegría en medio de tanta penuria y tormento.

Inventar la alegría ha sido la constante de la raza humana desde los tiempos de los tiempos: una estirpe natural a la que le fue impuesto el tormento como condición para lograr las cosas: del entorno, el desgastar su cuerpo mediante el ejercicio para comer, resguardarse de las inclemencias del medio ambiente o simplemente sobrevivir en la jungla ante el embate de otros seres para los que, precisamente, fue inventada la alegría a través del desguace e ingestión de los cuerpos humanos.  O del Creador, para ganar la vida mediante una cadena insólita de privaciones. El hombre ha tenido que inventarse la alegría para perdurar como especie en medio del embate del sufrimiento constante.

Cómo preguntarle a Cobo qué es para él el tormento, si acaba de decírtelo en esta magnífica colección de cuadros donde el concepto traspasa los límites y las fronteras, toma diferentes formas y situaciones, y se te da pincel mediante como una respuesta acabada a la pregunta existencial que el hombre se hace tantas veces desde que fue fabricado por la máquina de Dios —perdóneme no querer usar la palabra creado, porque con toda honestidad pienso que solo un objeto fabricado en serie viene a la existencia para recibir tantos embates de sufrimiento, tormentos, privaciones— Que me perdone el Altísimo, pero acabo de oír de la boca de un necio en una comedia televisiva la siguiente reflexión: Cómo es eso de que Dios amaba tanto al mundo, si le mandó un diluvio para destruirlo…  Que me perdone, porque esta reflexión me dejó desarmado. Desde entonces, la raza humana ha tenido constantemente que ponerse a inventar la alegría porque la tristeza y el tormento vienen por la canalita, en una especie de canasta básica de entrega diaria que no falla y para la que no hace falta libreta de abastecimiento. El único antídoto posible es el invento de la alegría.

En la galería de los tales inventos se muestran imágenes de los soportes que usó la raza humana desde siempre para inventarla…

Pero ninguna imagen de las tantas iconografías expuestas en el corredor de la Humanidad alcanza el patetismo y la gracia con que hoy, después de millones de años, danza el ser mortal, como son el arte, y el vino.

El vino, que al decir del gran Jorge Luis Borges “fluye rojo a lo largo de las generaciones como el río del tiempo”. Ese vino borgiano que en la noche del júbilo o en la jornada adversa es capaz de exaltar la alegría o mitigar el espanto.

Y el arte, un abanico de manifestaciones que se yerguen en inventos alegres de la maltrecha raza humana para mitigar los sequedales del alma —la religión como arte de buscar respuestas al desconocimiento, la música como habilidad para descongestionar el cauce de las venas, o la poesía como práctica para bombear sangre al corazón.

Y vaya suerte, que el vino tinto de Borges, ese vino que quedó mágicamente retratado en un poema que diluye el mosto de la uva con metro, ritmo y rima… tenga un edredón de seda para dormitar en los brazos del método más sublime para inventar la alegría: el arte.

Porque de tales bombardeos padece esta batalla campal que se llama Como el río del tiempo, porque no es más que un río rojo que corre hacia la vida, tratando de ponerla alegre, reinventándola, de la mano del pincel que esgrime un joven artista dejado en ponerle arte a cada empeño de la Naturaleza o de la Creación —vaya usted a saber— de poner tristeza y sequedad en todo lo relacionado con la vida humana.

De tal modo, te presento un libro en que he tratado de escrutar las criaturas de Leonel Cobo Imas en el intento de este de convertir en placer los tormentos de la existencia, en guateques los velatorios, en carcajadas los gritos desgarradores, en coitos placenteros las muertes súbitas, en arroyos salvadores de piernas-senos-glúteos miradas brujas las pobres hechiceras achicharradas en la hoguera de la existencia humana… en jolgorio la incomunicación oficial  y en algo creíble la comunicación social en estos extraños tiempos del caimán que tenemos fondeado. Del intento de promover el sacar a flote el reptil te estoy hablando, y de ahí el maridaje pintura-soneto, donde el arte menor y mayor  —sonetillo, soneto inglés o dialogado, polimétrico o alejandrino— y a veces la irrupción clandestina de alguna décima, se diluyen en los óleos y lienzos, en los colores y en las imágenes poéticas de un pincel que en medio de la gran tormenta que es la existencia humana, inventa día a día la alegría, y a ratos no es otra cosa que un sorbo del vino alegrador… el mosto alborotador que fluye por el río de un tiempo en que cruzarse de brazos, escribir o pintar huyendo de la posibilidad de buscarnos problemas, es una asistencia al dios del egoísmo y al duende de la mediocridad… cuyo acto de idolatría el evangelio del futuro no nos perdonaría como artistas, y quedaríamos ahogados en el río del tiempo.

 

 

 

José Luis Riverón Rodríguez




Vino Amigo, isla olvidada y techo de tormenta

Yo la piedra más baja, tú el mejor arquitecto.

Yo isla sin melodía, tú músico brillante.

Yo no encuentro el amor, tú amando a cada instante.

Yo solo humilde orquesta, tú importante concierto.

 

Yo la palabra torpe y el camino incorrecto.

Tú la palabra sabia y el sendero constante.

Tú realizando sueños de soñador perfecto.

Y yo islote sin sueños, barca sin navegante.

 

Yo pidiendo señales para ver si te creo.

Yo que un cielo agresivo sobre mí siempre veo,

mientras tú permaneces doctamente invariable…

 

Tú que enraízas el mar, yo que arraigo muy poco,

no merezco tu ayuda ni tu aliento tampoco.

Mas, ¡gracias por tus hojas, amigo formidable!


José Luis Riverón Rodríguez, Güines, 1964. Licenciado en Estudios Socioculturales, ha alternado la docencia con los medios de comunicación durante años. Es asesor literario del municipio Güines. Ha publicado con Lantia y Samarcanda y el sello Guantanamera en España Entre dos polvos (cuentos eróticos), Los rehenes de la nostalgia (cuentos) y la novela Vals del animal.  Con la Editorial Primigenios de Miami ha publicado: La corte de los lobos (narrativa), Aquellos ojos verdes (novela), La virgen sumergida (novela sobre la desaparición de Playa Rosario), Como arrullo de tórtolas (poesía), Levitas del siglo XXI (ensayo), los libros de cuentos infantiles NoSéDónde y el País de las Cosas Perdidas y El reino perdido de La Zapatucia, y los humorísticos De picha, y señor mío, y Cosa más grande la vida (homenaje a Leopoldo Fernández, Trespatines) y el programa radial La tremenda corte, ubicado este último entre los más vendidos en Amazon.  También Por el camino verde, una aproximación en décima a la obra de un joven pintor.


 

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