Avivando las cenizas de Teresa Medina Rodríguez
Con ansiedad, sigo pensando en ti…
Chelique
Sarabia, Venezuela, 1940
Tal vez estén
llorando mis pensamientos, mis lágrimas son perlas que caen al mar, y el eco
adormecido de este lamento, hace que estés presente en mi soñar… ¡Ansiedad de
tenerte en mis brazos, musitando palabras…!
Éxito por Nat King Cole, 1959; por Albert Hammond, 1976
Tengo bajo control, lo juro, la
situación operativa creada por una melómana que escribe.
Para uno que vivió su infancia en
un recóndito balneario ubicado en la costa sur de Güines, bajo el influjo de
una victrola que disparaba las 24 horas del día aquellos bolerazos que aún se
resisten a morir, de solo mirar el índice de este libro —al que las tengo a
tiesas en llamarlo cuentario— pues sus narraciones a veces explosionan los
modelos tradicionales del cuento, lo dinamitan o lo robustecen de una manera
tan teresana, y por eso —quizá pa
‘quedar bien con Dios y con el diablo— un Dios representado en este caso por
los que quieren a la Medina, y diablo personificado por quienes quizás
aborrezcan este libro— pues sin dudas resulta realmente tentador. Insisto,
resulta tentador de solo echarle una mirada a los títulos de las narraciones.
Porque echarse uno la culpa,
despedirse de la felicidad sin casi conocerla, mirar el mar como se mira un
espejo descorazonado, sentir que tu antagónico y tú… finalmente llevarán la
mismísima vestidura —y yo no sé pa’ qué tanta amargura y desasosiego— desear
que una nube nos desarraigue de la memoria de ese ser que queremos y no nos
quiere; o que no queremos y nos ama vehementemente; sentir donde fuego hubo,
solo cenizas; preguntar desesperadamente porqué nos condenan con la traición
que es la más cruel de las torturas; o decirle a tu ex, vivamos otra noche, total si después de tantas,
qué importa una más; o preguntarle a la nada que dónde andan ahora mismo fulanita o mengano que se nos fueron del corazón una mañana; o echarle en cara
al amigo de tu mujer o al amigo de tu marido por qué diablos tenía que robarte,
decirle a Jesús el Nazareno en su cara que sí, que es verdad que la escuela del
dolor es la propia vida, y ¡caramba…! vaya manera de ponerlo a uno, desde la
posición de Creador, a sufrir, como si no fuera suficiente ser mortales y
saberlo desde que nacemos… o decirle a mis Rosas o Margaritas o al Panchito
tuyo o a la Zureylis de aquel, que no importa, que sabemos, que el corazón lo
dice, que volverán... ¡todo eso es posible volverlo a vivir!
Estar uno cuarenta años atrás
sentado en el murito del muelle de un balneario del sur habanero, o debajo de
unas uvas caletas en la Jibacoa del año 1974, oyendo un VEF 206 soviético por
donde se descuelgan desafiantes Orlando Contreras o José Tejedor o Ñico
Membiela (considerado unos de los mejores boleristas hispanos) o José Feliciano
o Blanca Rosa Gil… todo eso es posible vivirlo de solo mirar el índice de este
pegajoso libro.
Y por favor, entiéndanme, lo de
pegajoso nada tiene que ver con literatura de durofríos o paparruchas de
natilla o mazapán… lo de pegajoso va porque estos narra-cuentos o como quieras
llamarles, se te pegan como un hijo bobo y no te dejan tranquilo y piden tu
atención en un buen rato, porque te quedas embarrado de ellos.
Y el embadurne se sale de los
moldes de la victrola, y se descuelga entonces de la voz de un presunto lector
de tabaquerías, que, al dispararte las narraciones, te convence de que estás
oyendo entonces un bolero actualizado, por donde desfilan situaciones a veces
hilarantes, a veces desgarradoras, a veces grotescas de la vida, de esta
cabrona vida que trae en su paquete tantos encuentros y desencuentros, esta
vida que no te deja vivir.
Y entonces es cuando vives con Zilay el
momento en que, a aquel sujeto, en fin, ya
iban a tirarle la última paletada de mierda cuando apareció el hombre que le
había dado el aventón. Y cuando vives, victrola americana mediante, o VEF
206 soviético, o ejemplar impreso al papel por Amazon de una edición que hizo
la Editorial Primigenios sobre este álbum, el
momento en que Zilay bajó la cabeza deseando que se la tragara la tierra, donde
la providencia inventó la aparición de alguien implorando echarse toda la culpa…
evocación nada panfletaria de una sociedad donde siempre la culpa de todo la
tiene el mal tiempo, el coronavirus o el enemigo de la casona del frente.
O vivir ante el cadáver de Marcia
la negativa a reconocer que esa es nuestra muerta, clara desintoxicación de una
escritora que echa pus por sus llagas
al querer decir lo que no dijo, o no decir lo que quiso decir; claro, de que
Silvio tenía mucha razón cuando indicó qué
silencio es culpable de la muerte de un hombre, cuántas veces al día merecemos
la muerte. O la escritora es una pícara y dijo entrelíneas, o los pícaros
somos sus lectores y prologadores que sabemos destejer —o nos lo creemos — de
entre la enmarañada trama de esta narración cargada de infelicidades conocidas
y desconocidas, el misterio de la frase bíblica toma tu cruz, y sígueme. Pero entre arpegios de un bolero que se
vive ahora, en este minuto en que escribo unas líneas bajo la incertidumbre de
si finalmente Trump y su mandato apocalíptico serán cadáveres en las próximas
horas… o si la pataleta por haber caído tomará insospechadas e imprevisibles
dimensiones para que entonces el mar, ese que es el espejo de mi corazón y el
de tanta gente, pueda ser procesado judicialmente para pedirle cuenta por el
desarraigo de tantas familias y la infelicidad de tanta gente, y Alemany, Pire
o Sandra no tengan que esperar a ser atrapados por la pluma de una escritora
para decir cosas que, sabemos, son difíciles de decir, al menos en una editora
cubana del patio, y tengan que ser contadas por una del traspatio…
Avanzando
en los surcos del acetato o el dial del radiorreceptor o nuevas páginas del
impreso, llevaremos la misma vestidura tanto amigos como enemigos, alguna nube
quizá logrará borrarnos de la memoria de alguien, y solo cenizas dejaremos de
algo que no fructificó o algo que sí, pero nos fue incinerado para mal de
nuestra salud mental, para entonces aterrizar en lo que yo diría el Punto G de esta relación sensual —dije
sensual— con las historias de Teresa Medina Rodríguez, que me hacen que siga
pensando en ella cuando hace ya casi setenta y dos horas que terminé de leer el
libro: el título Traicionero, porque me
condenas.
Traicionero… una
desgarradora historia que es la que, a mi juicio, equilibra este libro. Cada
historia tiene su tintura, tiene sus aderezos, pero considero que aquí el
epítome alcanza su clímax, digamos la purga, la catarsis. Un pobre hombre
sostiene una conversación muy íntima con su pareja. Afloran reprimendas,
recelos, ocurren reflexiones sobre la vejez, el desarraigo familiar por un
exilio de los hijos que el cuento como tal cuestiona si se debe o no al mal
proceder de ambos padres, el asunto de la traición conyugal, ocurrida en este
caso al pobre narrador cuando su mujer, durante una celebración religiosa —el
traspaso del violín a Yemayá — se entrega sexualmente a su mejor amigo, y las
alegaciones de que tal acto es legal ante Yemayá… y las razones que subliman y
naturalizan el acto de la lujuria ante el amigo de su marido, basado en que ya
el viejo ni pinta ni da color en la cama… ¡tantas amarguras! Tantas miserias
humanas puestas a la palestra en solo tres o cuatro páginas de un libro, que
llegan a su final cuando el pobre pone flores a la tumba de su mujer, con la
que está hablando, pero conversación que ocurre con mucho filin y con aires playeros, y con lenguaje del siglo XXI. Estoy
seguro de que de la misma manera que me vi sentado en el murito del balneario
de Playa Rosario oyendo a un Albert Hammond ingles con versiones de boleros
clásicos latinoamericanos que me volvían loco, otros también degustaron la
sonoridad y la musicalidad del lenguaje con que está diseñado este cuentazo.
Ya
después desfilan por la pista otras historias repletas de devenir. Un Qué importa uno más, conmovedor sobre
todo cuando nos enteramos por qué aquel pobre profesor arrastraba tantas
amarguras, y cómo la amargura mayor fue descubrir al chico que acababa de
endulzarle la vida, en su propia cama con otro amante… y tiene lugar un acto de
justicia criminal, ácido, cruel, pero
que me atrevo a justificar desde la innobleza a que me convoca el acto en sí de
la traición, pues posibilidades tenía el joven de no herir con tanto salvajismo
al profe, que terminó hiriéndolo a él mortalmente como consecuencia. O el Quién sabe por dónde andarás, donde se
retrata la gran tragedia de la obesidad, en una mujer que lejos de recibir de
alguien comprensión, es víctima de la burla, la humillación constante por gente
muy cercana, y solo encuentra consuelo en rememorar una gran trampa que hizo en
la vida que la convirtió en mujer casada, cuando ya tenía un embarazo de otro;
o el cuento de los amigos que dicen ser amigos donde a golpe de arpegios de una
guitarra virtual conocemos de situaciones muy engorrosas que viven los hombres
alrededor de la amistad y los tríos y la homosexualidad, o el otro sentimiento
donde queda claro, muy claro, que la vida es la mejor manera de aprender los
dolores de parto de la existencia, puestos de manifiesto en un encuentro aparentemente
casual, un reencuentro entre un tatuador que hace unos cuántos años hizo un
trabajo en la piel de una chica, y que ahora se redescubren a tantos años, pero
que mirándole desde el ángulo escritural que dice que no se mueve la hoja de un árbol sin que Dios lo permita, el
encuentro no fue tan casual sino que estaba en la agenda del que nos creó… y
alguna intención misteriosa de Dios hubo en todo este asunto, que tal vez
incluso para la autora haya pasado desapercibida. Pero ahí está la magia de lo
que escribe Teresa Medina Rodríguez, textos vivos, que, como la biblia,
palabras vivas, uno descubre y redescubre todos los días, y por eso será lícito
al lector, sea quien sea, darle la lectura que desee al asunto del reencuentro
de la periodista con el dibujante. Tema quizá para una futura novela viva.
Para
cerrar con el testimonio desconcertante de una chica que, desde Miami, lo
recuerda todo… y desde la comodidad y el supuesto gran amor atrapado para
siempre, escribe a los que quedaron aquí, pero donde quizá el gran ausente sea
un segmento del libro—el último— el hacer más énfasis en que uno no se va del
todo. A mi juicio, la lectura entrelíneas de este segmento del libro es la que
lo hace trascendente—vuelvo a insistir en lo de letra viva, que uno descubre
detalles nuevos cada vez que lee, y lo leído se acomoda al lector que gusta de
pensar y maquinar a su antojo sobre lo leído. Donde quiera que esté el nativo
de estos lares, en cualquier recóndito lugar del Universo, siempre suspirará
por su isla. Eso está escrito, no sé dónde, pero lo está porque se cumple con
creces. Y la chica del último guateque o cuento o paparrucha… da fe de ello,
tal vez inconscientemente se está dirigiendo a una isla que no ha podido
arrancarse del alma, a la que le cuenta sus cuitas y sus pesares y su dicha,
invitando a pensar que dentro de cada uno de los que le rodean en la azarosa
aventura de estar allá, hay historias-bolero, hay engañifas que cantar-contar.
Y de ello, de la maestría de la Tere para sugerir con una trama inventada por
ella, el trasfondo de una trama inventada por esta vida tan nauseabunda que nos
ha tocado. En eso, la escritora es Máster, con el perdón de los marcianos que
seguramente llegarán ya a bailar el chachachá de los que critican con
argumentos tan estúpidos que hacen que un libro, por ejemplo, sea vetado en
tres o cuatro editoriales nuestras, y de pronto se publique y se venda muy bien
vendido en el mundo entero. Porque si de boleros se trata, recuerdo un montón
de gente nuestra que triunfó en el escenario extranjero cuando en el nuestro no
se les tomó en serio. Voto por tomar en serio a esta dama, y a este libro
cancionero, que tiene en donde cantarle… las cuarenta a la soledad.
Y
esa es la situación operativa que presenta Teresa Medina Rodríguez en su libro.
Ahora, nos corresponde actuar, superar las emboscadas que la escritora nos
tenderá, ponernos con ella, a bolerear… les auguro que la semana que viene,
todavía estarán pensando en la madre de estas criaturas.
José Luis Riverón Rodríguez
Teresa Regla Medina Rodríguez. Natural
de San Antonio de los Baños, municipio de la antigua provincia Habana, actual
Artemisa. Hace cuarenta años que reside en Bejucal provincia de Mayabeque. Se
ha destacado en la vida cultural, en la que ha logrado méritos como escritora
de literatura infantil, juvenil y para adultos. Ha publicado con Editorial
Primigenios los libros: No despierten a las mariposas, narrativa para
jóvenes; Y todo a media luz, cuentos para adultos; El eco del
silencio, poesía; Salsiquieres city, novela para jóvenes y Por
culpa del amor, novela para adultos.
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