Sobre un análisis de un poema de Alberto Rodríguez Tosca. Las derrotas
Un hombre se detiene. No camina más. Se mira al espejo, o se inventa un espejo, porque ya no sabe quién es. Abre una libreta vieja, una hoja suelta, un celular con pantalla agrietada, y escribe: “Aquí comienza la enumeración de mis derrotas”. Podría ser una frase de rendición. Pero no lo es. Es una declaración de existencia.
He leído el poema de Alberto Rodríguez Tosca y me ha perseguido todo el día como un animal que ha reconocido a otro de su especie. Yo también podría enumerar mis derrotas. Las mías y las que otros, con esmero y delicadeza, se tomaron el trabajo de regalarme. Pero prefiero ir más allá del inventario. Preguntar. ¿Qué es una derrota? ¿Dónde empieza? ¿Cuándo se instala en un hombre como una voz, como una sombra, como una tos que no se va?
Podría decirse que la muerte es la gran derrota. El final irrefutable. Lo irreversible. Pero ahí surge la primera sospecha: ¿de verdad la muerte es una derrota? Porque, si lo es, es una bastante abstracta. No sabemos qué ocurre con los muertos. Ni los más sabios, ni los más místicos, ni los más cínicos lo saben. Podemos hablar de descomposición, de energía transformada, de almas en tránsito o de absoluto vacío. Podemos escribir tratados, inventar dogmas, invocar a los espíritus. Pero la muerte es, por definición, el lugar sin lenguaje. El silencio puro.
Y si no podemos nombrarla del todo, ¿cómo vamos a declarar que nos ha derrotado?
La muerte no puede ser una derrota si no la comprendemos. Y todo lo que no comprendemos nos pertenece a medias. La verdadera derrota, entonces, tal vez sea otra cosa. Tal vez sea más íntima, más cotidiana, más pequeña. Tal vez sea esa sensación de haber sido traicionados por lo que fuimos, de haber apostado mal, de haber llegado tarde, o simplemente de no haber podido entender el sentido de estar vivos.
Existen muchos tipos de derrota. Algunas son públicas, con testigos, como un accidente en la carretera o un anuncio de despido leído por recursos humanos en voz neutra. Otras son privadas, sigilosas, como una tristeza que nadie ve, como un silencio que se vuelve costumbre. Las derrotas tienen grados, tonos, estaciones, geografías. Hay derrotas que duelen como huesos rotos, y otras que solo laten por dentro, como un corazón descompasado que sigue, pese a todo, bombeando.
Pero más allá de las derrotas que nos llegan por la vida, están aquellas que nos son ofrecidas como espectáculo. Las derrotas que se celebran en voz baja por quienes no saben ganar, pero se especializan en mirar perder. Hay gente —sí, gente— que vive esperando el fracaso de otros. Que afilan sus dientes con cada caída ajena. No lo hacen por dinero. No lo hacen por justicia. Lo hacen por hambre. Una hambre invisible. Una hambre sin nombre. Se alimentan de la tristeza ajena como si eso los aliviara de su propia sombra.
A ese tipo de derrota —esa que no es nuestra, pero que es celebrada por otros como si fuera un triunfo propio— hay que ponerle nombre. Tal vez podríamos llamarla derrota observada. O mejor aún: derrota pasto. Porque se vuelve pasto, alimento rancio de bestias que no saben de compasión. O podemos llamarla derrota espejo, porque lo que esos seres ven al mirarnos perder, no es otra cosa que su propio reflejo, ese que no pueden soportar.
Porque hay quienes no se sienten vivos hasta que otro ha caído. Y esa es su ruina secreta: dependen del dolor ajeno para no mirarse a sí mismos. Son parásitos del infortunio. Rumiantes del desastre.
Hay derrotas que se llevan en la sangre. No se ven, no se gritan, no se escriben con tinta roja. Son derrotas que se arrastran con el pasaporte, con el acento, con la nostalgia de cosas tan pequeñas como una mata de mango en el patio, una taza con grieta, un ladrido de perro callejero que ya no volverá.
Hay quienes lo abandonan todo. No por cobardía. No por placer. Se van porque no hay otra opción. Abandonan casa, familia, cielo, árboles. Se llevan solo el cuerpo y un par de recuerdos mal doblados. Se van del país que una vez llamaron suyo, del país que les dijeron que sería justo, libre, lleno de oportunidades. Pero ese país no existía. O se acabó. O fue solo una promesa lanzada al viento por quienes sabían que jamás la cumplirían.
El que se va, muchas veces, lo hace como un derrotado. No porque quiso. No porque no luchó. Sino porque entendió que no se puede pelear contra un país que dejó de ser país. Un país donde no hay pan, ni verdad, ni ley. Un país donde ser bueno es un riesgo, donde criar a un hijo es un acto de fe suicida. Donde trabajar no alcanza, y callar tampoco.
Yo me fui. Me fui del país que me colocaron, como si fuera una camisa prestada que no me quedaba, pero que debía usar con orgullo. Me fui del país que dijeron que era mi deber salvar, cuidar, honrar. Me hicieron creer que el destino era hacer por mi país. Me lo creí. Lo intenté. Fracasé.
Soy un derrotado sin país.
Y no hay escapatoria para eso. Porque el derrotado sin país vive imaginando el país que perdió. O el que nunca existió. Es una herida que no cierra. Una patria imaginaria que aparece en los sueños, en los olores, en las canciones viejas. Uno puede rehacer su vida, su casa, su rutina. Pero hay una parte que siempre está allá. En lo que fue. En lo que pudo ser.
No hay mayor tristeza que tener que reinventar el significado de hogar.
Vuelvo a Tosca.
Me he pasado la madrugada recordando su poema como se recuerdan los sueños que nos estremecen sin entenderlos. Lo vi. No sé si dormido o despierto, pero lo vi. Caminaba por una ciudad desconocida. Podía ser Madrid, Quito, Santiago, Montreal o un barrio de Nueva Jersey. No importa. Lo esencial era el gesto: caminaba lento, con los ojos abiertos como quien aún no sabe si está vivo.
Y en el bolsillo de su chaqueta llevaba ese rectángulo maldito que nos entregan a los cubanos como si fuera un boleto hacia algo mejor. Una cartulina gris. Sin alma. Sin historia. Sin promesas. Una cartulina que no es patria, que no es ciudadanía, que apenas sirve para decir “aquí estoy, pero no soy de aquí”.
Y alzó la vista. Miró una montaña.
¿Por qué siempre hay una montaña cuando uno está perdido?
Tosca —pienso ahora— no tenía montañas de verdad. Las que vio en Cuba eran suaves, tímidas. Entre Caimito y Guanajay, las montañas no son montañas. Son lomas fatigadas, como viejos que apenas se sostienen en pie. Pero aún así, él las miraba. O las imaginaba. Porque el derrotado siempre necesita una montaña. Algo que se eleve. Algo que le recuerde su pequeñez. Algo que no se puede escalar, pero que existe.
La montaña es juicio. Es frontera. Es altar. Y es cárcel.
¿Cuáles fueron las derrotas de Tosca? No lo sabremos nunca del todo. Pero se intuyen. Están ahí: “amigos idos, cuerpos enfermos, espíritus en ruina, vinos baratos, lenguas traidoras, mujeres en fuga...” Una por una, las enumera como si hiciera un censo de los desaparecidos en sí mismo. Derrotas humanas, demasiado humanas. No políticas. No filosóficas. Carne. Fracaso del alma. Y sin embargo, las besa. Las nombra. Las mira. Las toca.
Y al final, la más feroz: “mi madre en una de las tumbas”. Porque no hay derrota más definitiva que perder a la única persona que siempre nos creyó inocentes.
Pero incluso así, Tosca no clama. No grita. No hace escándalo. Sólo dice: “buenos días, siglo”. Como si el siglo fuera un tren que llegó tarde y, sin embargo, había que tomarlo. No hay épica. Hay conciencia. Hay papel. Hay una luna doble —la suya y la del mundo— observando en silencio a todos los derrotados que se acuestan con la muerte.
Y ahora me toca a mí. A todos. A ti, que estás leyendo esto. Porque si llegaste hasta aquí, es probable que tengas también tus derrotas. Las que te infligieron. Las que tú mismo fabricaste como un artesano torpe. Las que te empujaron fuera del país, fuera del amor, fuera de la casa, fuera de ti.
Y tal vez también hayas visto una montaña.
Y como lo ven, amigos míos, el poeta siempre va hacia la muerte. No tiene otra. Aunque camine por ciudades llenas de luces, aunque escriba versos, aunque beba café con calma o se ría de sí mismo, va hacia allá, preguntándose por qué esa puta condición —la muerte— es la mayor derrota de cualquier hombre.
Tal vez porque es un acto de excomunión. Nos arranca del mundo, nos separa de los nuestros, nos deja sin nombre, sin casa, sin papeles. Tal vez porque uno, en el fondo, siempre espera ser absuelto. Por eso hay quienes la ven como redención: “que me libre de mis pecados, de mis errores, que me dé luz, aunque sea un poco de luz”. Pero no. La muerte no alumbra. La muerte apaga. Lo que brilla, si acaso, es lo que uno deja encendido antes de irse.
Y sin embargo, vivimos como si fuéramos a durar para siempre. Queremos más tiempo, más afectos, más riquezas, más seguidores, más aplausos. No queremos derrotas. Absolutamente no. Queremos ser invictos hasta el final, como si la vida fuera una competencia de fondo, y no un campo de heridas que se van cerrando como pueden.
¿Y qué se puede decir entonces de las derrotas de los grandes hombres? ¿De aquellos que perdieron todo y, aun así, algo sembraron en el mundo?
Pienso en mi abuelo.
Un hombre sin libros, sin discursos, sin honores. Pero con dignidad. Con tierra en las uñas. Con el gesto justo. Con la palabra medida. Tuvo sus derrotas, muchas. Algunas las cargó con silencio. Otras con rabia. Pero siempre siguió. Y sin darse cuenta, me enseñó que perder no es el problema. El problema es dejar de caminar, dejar de mirar, dejar de escribir.
Tal vez no se trata de vencer. Ni siquiera de resistir. Tal vez se trata de aceptar. De mirar a la derrota como se mira a una verdad que incomoda. De decir: sí, fui derrotado. Pero aquí estoy. Con esta carne, con esta memoria, con este pedazo de voz.
Y escribir. Escribirlo todo. Aunque nadie lo lea. Aunque nadie entienda.
Porque si algo nos queda, cuando todo se pierde, es eso: el derecho a decirlo.
Eduardo René Casanova Ealo
CON OBSTACULOS Y DERROTAS EL DERECHO DE DECIRLO, EXPRESARLO, TE HACE VENCEDOR,..ETC.
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