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 LA PATRIA EN LA CINTURA

Aquel niño no sabía que le habían robado los juegos. Tenía seis años y ya le colgaba la patria del cinturón, como una carga que no pidió, como una herida que aún no sangraba. La boina ladeada, que juraría fue la misma con la que enterraron a su padre, sellaba un destino. Era 1966, año de la solidaridad, decían, y el niño posaba con una pistola del padre, una cartuchera grande para su cintura pequeña, con la mirada seria que no entendía. No eran juegos. No era infancia. Era una foto. Una imagen cuidadosamente armada para dejar claro en qué lado de la historia crecería. ¿Pero cuándo un niño vestido de soldado deja de ser niño? ¿Quién responde por esa renuncia temprana a la inocencia? En el reverso de la foto, una consigna: "Con saludos de Patria o Muerte". Porque así se saludaba entonces. Así se vivía. Así se repetía, como una oración invertida, la promesa de morir antes que dudar. Fidel nos enseñó a marchar antes de pensar. Nos puso el uniforme antes del pensamiento crítico. Nos entregó una fe sin cielo. Yo fui ese niño. Y a veces todavía lo soy.
Mi alma fue una trinchera excavada entre dos mundos: la consigna gritada por el padre y el silencio humilde de los abuelos. El abuelo era pobre, un hombre sencillo, católico en su forma, con una fe discreta heredada de sus padres. Pertenecía a una logia, hablaba poco, pero decía con sus gestos que la dignidad no se enseña, se vive. Tenía un sombrero de paja, no boina, y trabajaba con las manos como quien reza con el cuerpo. La abuela, aún más humilde, lavaba en un latón y tejía su fe con hilos invisibles. Compartía el pan cuando apenas había harina y decía su nombre con voz baja, pero firme. Entre ambos levantaron una isla dentro de otra isla, una patria sin himnos ni fusiles, donde la ternura era la única bandera posible. Ellos no sabían de Marx ni de Fidel, pero conocían el hambre, la resistencia callada, el valor de no traicionar al prójimo. Así crecí: entre la euforia impuesta de las escuelas y la calma gastada de la casa; entre la voz que me obligaba a decir venceremos y las manos que me enseñaban a no rendirme sin necesidad de consignas.
Hoy miro esa foto y me pregunto qué clase de país necesita disfrazar a un niño para sostener una idea. ¿Qué clase de Revolución exige lealtad antes de los dientes definitivos? Ya no llevo la patria en la cintura. La perdí, o la dejé caer en algún lugar entre los pasos que me sacaron de Cuba. Pero llevo otra cosa, quizás más cierta: la memoria de una infancia dividida, de un país que quiso cambiar el alma de su gente como se cambia un uniforme. Serás comunista, pero te quiero, escribió Félix Luis Viera, y ese “pero” es todo lo que nos queda. Un “pero” como trinchera. Como refugio. Como la única forma de decir que, sí, alguna vez fui miliciano entre comillas… pero nunca dejé de ser nieto de aquellos que creían en el amor sin dogmas. Y ese amor, al final, me salvó.

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