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La piel ausente
Para Dulce Casanova
"El recuerdo del cuerpo es el más fiel de todos los recuerdos."
—Anaïs Nin
Escuchar Wish You Were Here no es simplemente oír una canción: es abrir una puerta hacia todo lo que hemos perdido. Hay algo en esa guitarra —su ritmo lento, su claridad melancólica— que parece hablarle directamente a la parte del cuerpo donde se guardan los recuerdos del amor. No los recuerdos racionales, sino los sensoriales: el olor de una piel, la temperatura de una espalda, la textura de una despedida.
Pienso en los hombres que marcaron la historia de Cuba. No en su grandeza política o literaria, sino en su intimidad, en su hambre de amor. Martí, por ejemplo. No lo imagino con la pluma, sino con las manos desnudas. En una habitación fría en Nueva York, lejos de todo lo que amaba, abrazando un cuerpo fugaz, quizás imaginando otro. La historia no dice nada sobre eso, pero está ahí, en sus cartas, en sus silencios, en su necesidad de ternura. Hay versos suyos que huelen a pelo mojado, a cuerpo envuelto en sábanas que ya no están.
Máximo Gómez, durmiendo sobre la tierra mojada, debió soñar muchas veces con el cuerpo de una mujer. No hay guerra que borre esa necesidad. No hay machete que reemplace un abrazo. Dicen que el cuerpo también se convierte en hogar, y que los hombres que lo pierden se vuelven nómadas de por vida. El guerrero que sobrevive al combate nunca sobrevive del todo a la ausencia de un cuerpo amado.
Lezama Lima, con sus excesos, sus sombras, su sensualidad barroca, entendió mejor que nadie que el cuerpo es también un territorio donde se libra una batalla. No sé si fue feliz, pero sé que escribió como quien toca. Sus palabras eran una forma de penetrar el mundo, de acariciarlo con metáforas. En él, el amor era carne de biblioteca y de pasillo oscuro, una ofrenda que nadie entendía del todo, pero que latía.
Reinaldo Arenas, por su parte, vivió el amor como furia. En las celdas, en los parques, en los exilios. Fue perseguido por lo que amaba, y aun así amó sin pedir disculpas. En su cuerpo, herido por la represión y por el VIH, persistía la voluntad de ser tocado. Cada caricia era una victoria. Cada orgasmo, un poema que no podían censurar.
Stephen Hawking también deseó. Aunque su cuerpo se negara al movimiento, aunque no pudiera pronunciar una palabra sin ayuda de una máquina, su deseo no fue menos humano. Tuvo hijos. Tuvo esposas. Hizo el amor. Lo pensaba, lo soñaba, lo vivía desde la profundidad de su mente. “Puedo estar pensando en el universo y en el sexo de mi esposa al mismo tiempo”, dijo. Y tenía razón. Porque en el fondo, los misterios del universo y los del amor son ramas del mismo árbol.
Y pienso también en ese misterio físico: cuando dos cuerpos se encuentran, algo queda. Algunos lo explican con biología, otros con superstición. Da igual. El caso es que, después del amor, hay una marca. Invisible, sí, pero persistente. Un perfume que no se va, una mirada que regresa sin aviso. Incluso después del olvido, algo permanece.
"La piel es el órgano más extenso del alma."
—Eduardo Galeano
Quizás el amor no sea otra cosa que eso: una insistencia de la carne. Una memoria que se niega a morir. Pink Floyd lo entendió mejor que muchos poetas. “Ojalá estuvieras aquí”, cantan. Pero no lo están. Y aun así, seguimos buscándolos entre las sábanas frías, en las calles de ciudades que ya no existen, en las canciones que nos siguen doliendo.
En cada hombre que dejó huella —en Martí, Gómez, Lezama, Arenas, Hawking— hay un cuerpo que no está. Un amor que no se dijo del todo. Una piel que no regresó. Pero quedó la escritura, quedó la lucha, quedó la ciencia. Y en el fondo, quedó ese temblor que solo el amor verdadero deja cuando pasa.
Y uno —que no se atreve a compararse con ellos, pero que los escucha, los lee, los sueña— también tiene algo que decir. He sido un hombre dichoso, hasta cierto punto. No por haberlo tenido todo, sino por haber tenido lo esencial: el amor de una mujer que me quiere, que comparte conmigo las cosas buenas y las malas. Eso, al final, es lo que permanece. Lo que sostiene. Lo que no se ausenta.
Y ahora, cuando los años comienzan a hablar en voz baja, descubro que envejecer no es perder. Es ver con claridad. Es caminar por las calles sabiendo que el tiempo no se ha ido: está en cada paso, en cada rostro que ya no vemos, en cada cuerpo que amamos y que nos amó. Es como decía aquel verso mío, que vuelve de pronto:
“Los años pasaron vacíos por las calles preguntando,
pero no había ninguna boca que dijera algo sobre el desamparo.”
Hoy, tal vez, esa boca sea la mía.

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