"Hay recuerdos que no vienen del pensamiento, sino del olor. Como esta colonia: un golpe de infancia, una calle en Cuba, un hombre que se ponía esto antes de salir a buscar lo imposible."
Archivo del cuerpo
Haruki Murakami dice que en algún lugar de la cabeza hay un pequeño cuarto donde vamos dejando los recuerdos perdidos: las oportunidades que dejamos pasar, los amores que no cuajaron, las palabras que no dijimos. Ese cuarto existe, sí. Pero no es el único. Porque el cuerpo entero es un archivo secreto.
Hay recuerdos que no se archivan en la cabeza. No todos caben ahí. Algunos se quedan en el estómago, en la acidez de una despedida mal digerida. Otros bajan al tobillo derecho, donde cojeamos sin saber por qué, como si una nostalgia nos jalara desde abajo, desde ese hueco mínimo que no logra cerrar.
Las manos —sobre todo las manos derechas— guardan lo que no supimos soltar. Apretaron demasiado o dejaron ir muy pronto. Allí están las caricias suspendidas, las cartas no enviadas, los golpes que no dimos por miedo o por amor. Hay un hueco en cada mano, una ausencia concreta que no aparece en radiografías.
Y el hígado, ni hablar. El hígado es el gran cantinero del cuerpo. Filtra, dosifica, esconde. A veces lo siento mezclar memorias alcohólicas con pedazos de sueño. Sirve cocteles raros: un sorbo de infancia con hielo de adultez, un trago largo de Copacabana con el sabor agrio de un no rotundo. El hígado guarda memorias fermentadas.
El páncreas, por su parte, es más reservado. Solo suelta recuerdos dulces. Pero cuando lo hace, el azúcar nos traiciona: recordamos un cumpleaños, una bicicleta azul, un beso frente al cine. Y entonces lloramos, aunque no sepamos por qué.
Y el corazón... el corazón no recuerda. El corazón late. La memoria es cosa de las tripas, de los poros, del costado izquierdo que duele cuando vemos una calle conocida.
Hay recuerdos en la piel —esa otra superficie donde se posa el mundo. Una cicatriz es un recuerdo que decidió quedarse afuera. Un lunar puede ser la señal de algo que pasó hace mucho, y que el cuerpo marcó como se marcan los árboles: con una quemadura callada.
El cuerpo no olvida. Solo aparenta.
Y a veces, cuando escribimos, es porque un recuerdo guardado en el dedo gordo del pie ha decidido explotar. Lo sentimos en la garganta, pero nació allá abajo. Lo escribimos como si viniera de la mente, pero lo hemos traído caminando desde hace años.
Mi cuerpo es un mar lleno de bares pequeños. En cada uno se sirven copas que nadie pidió, tragos con nombres de calles, de mujeres, de perros que tuvimos. A veces me siento en la barra y digo: "Hoy quiero uno de 1994". Y el cantinero me mira con pena, mezcla algo amargo, y me lo da sin hielo.
Hay ciudades enteras dentro de mí que nunca se fijaron en mí. Pero yo sigo caminando por sus calles. Porque eso es recordar.
...Y no olvidemos los hombros. Los hombros cargan más que mochilas. Allí van los recuerdos que otros nos han dejado. Palabras que alguien no se atrevió a decirnos y que se quedaron colgando como abrigos mojados. Los hombros recuerdan la infancia de nuestros padres, los silencios heredados, el peso de las promesas no cumplidas. A veces, el cansancio no es del día: es del tiempo acumulado en los hombros, como arena húmeda.
La espalda guarda las derrotas. Y también las huidas. Cada vértebra contiene una dirección que ya no tomamos. Por eso nos duele, por eso cruje. El cuerpo hace ruido cuando trata de contarnos algo. Y casi nunca lo escuchamos. Hay una curva, justo en la mitad de la espalda, donde se esconde el recuerdo de aquel día en que nos dimos por vencidos y no se lo dijimos a nadie.
Las rodillas recuerdan mejor que la mente. Recuerdan las veces que nos arrodillamos —por miedo, por deseo, por desesperación. Las veces que quisimos tocar el suelo para desaparecer. Las veces que nos rendimos sin testigos. Las veces que bailamos solos con una canción que ya nadie toca.
Y los ojos… Los ojos no solo ven: archivan. Tienen una estantería detrás del iris donde se guardan los últimos paisajes antes del adiós, la mirada de alguien que nos quiso mucho y luego no volvió. Una sonrisa de madre que ya no está, o el destello de una playa donde fuimos felices sin saberlo. La lágrima que cae no viene del alma, como dicen los poetas, viene del archivo óptico que ya no tiene más espacio.
La lengua también tiene sus recuerdos. A veces despierto con un sabor que no sé nombrar. Es salado, pero no es sal. Es como el gusto de haber dicho algo tarde, o de no haberlo dicho nunca. Los sabores antiguos nos visitan sin invitación. Uno se pregunta por qué, pero el cuerpo sabe: ha abierto un archivo, ha agitado un frasco, ha soltado un resto de memoria que dormía en la lengua, como un residuo químico del pasado.
Y hay memorias que no sabemos que están. Que solo se activan cuando una canción, un olor, una sombra las despierta. Recuerdos invisibles, sumergidos, como peces abisales. No tienen forma. Pero nadan dentro de nosotros. Y cuando suben, nos cambian la temperatura.
Somos un cuerpo lleno de archivos subterráneos. Una máquina poética de almacenamiento sensible. Lo que Murakami llama cuarto, yo lo veo como un sistema de túneles húmedos, con bares ocultos, playas interiores, techos con goteras y viejos sillones donde descansan los días que se fueron.
A veces, cuando escribimos, no es la mente la que dicta. Es el tobillo izquierdo, que recuerda un charco en una calle de provincia. Es la mano derecha, que aún guarda el temblor de aquella despedida en el andén. Es el ombligo, que recuerda lo que fuimos antes de ser alguien. Es el cuello, que aún siente el perfume de quien amamos sin remedio.
No es un cuarto.
Es un cuerpo entero.
Y cada célula tiene llave.
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