Apostillas sobre una poética de los bordes
I. Escrutinio de los bordes
Ni el
preso como testigo vivencial o referente poético que incita la escritura, ni la
cárcel como sistema de leyes o espacio donde el hombre es privado de su
libertad, manteniéndolo al margen de una realidad que acontece más allá de las
verjas, sumido en su vejación y anhelo por escapar de esa rutina que apenas
abarca su propia supervivencia, son temas asiduos en la poesía cubana, sino más
bien nacidos de los bordes, alejados del canon, si lo comparamos, por ejemplo,
con la temática amorosa/erótica, la familia, la muerte, el tiempo y la patria,
los cuales pueden ser considerados inherentes a la lírica universal.
Una de
las posibles causas que puede justificar lo anterior es que, por lo general, la
poesía de tema carcelario deviene resultado de la vivencia del reo, quien por
su relación directa con semejante medio es capaz de describir este tipo de
contexto y situaciones. En este caso, la escritura viene a ser una manera de
lidiar/afrontar una realidad que resulta asfixiante, demoledora. Es utilizada
como instrumento que permite manejar el tormento, la espera, el
distanciamiento, la pérdida de la voluntad. Llega a convertirse en un acto de
resistencia.
Otro
argumento podría ser que esta literatura suele estar ligada a la denuncia, la
crítica y la marcha contra el sistema penitenciario, las leyes y el aparato
político que las dicta y sustenta. Se trata de una faena escritural que
testimonia los horrores experimentados por el recluso dentro de la prisión,
desde una postura que estimula conflictos con los mecanismos de poder que
decretan las normas y reglas sociales. Se genera, entonces, una contradicción
—entiéndase distanciamiento— entre el poeta, su obra, y la plataforma
gubernamental; lo cual, a su vez, provocará que las mencionadas obras y sus
autores, lleguen a ser marginados por las voces e instituciones que imponen el
canon literario.
Por
otro lado, tras los textos del poeta usualmente subyace o está manifiesta la
propensión de encontrar alivio, refugio, en el verso intenta desahogar/expiar,
alejarse de aquello que le resulta insidioso y pesa sobre su existencia. Desde
esta perspectiva, es posible comprender que la escritura poética se aleje de
esas zonas y temas que no cumplen con las condiciones anteriores. Este punto de
vista puede verse sustentado por el pensamiento ensayístico de Mercedes Melo
Pereira. Esta destacada autora, en un grupo de artículos publicados en Cubaliteraria por el año 2004, ha disertado sobre lo que en su voz se ha dado en llamar
«Los espacios Malditos». Se trata de ciertos espacios estigmatizados y
marginados por el imaginario popular y, por ello, escasamente frecuentados por
nuestra literatura, sobre todo en la poesía: la cárcel, el cementerio y el
hospital.[1]
Quizás por esto, en la mayoría de los casos, aquel que encuentra atenuante a su pena volcándose sobre una
escritura que nace y/o se expresa tras las rejas, desde la absoluta supresión
de las voluntades, es quien ha sido condenado y en su obra intenta salvaguardar
la esencia de su propio ser.
Sin
embargo, el tema carcelario ha sido y es abordado aún por algunos autores de la
Isla. Mayormente el sujeto lírico testimonia o denuncia a partir de
experiencias propias, de una memoria que guarda —palpables— esas
consternaciones vivenciadas en la prisión. Existen otros ejemplos donde la voz
poética ensaya este tópico, pero desde una perspectiva diferente —digamos
ajena— a la propia rutina carcelaria.
En su
Tesis Doctoral[2]
la filóloga Ana Casado Fernández, tomando en cuenta el espacio de la prisión
como lugar de escritura, expone ciertas consideraciones en relación a los dos
polos (el adentro y el afuera) desde los cuales es construida la literatura
carcelaria, y a partir de los mismos establece la clasificación de literatura
carcelaria in-situ (para textos escritos dentro de la prisión), ex-situ (para
textos escritos fuera de la prisión) y trans-situ (para textos que se mueven
entre el espacio exterior e interior). Aunque hemos tomado estas
clasificaciones como referente, por juzgarlas un lúcido acercamiento a esta
temática, consideramos que tras las mismas subyacen importantes procesos
conductuales, psicológicos y emocionales (auto apreciación de culpabilidad o
inocencia, causa y tipo de sentencia, estados vivenciales dentro del recinto
penal, etc…) que inciden —de forma intrínseca— sobre la percepción y
asimilación de la vivencia carcelaria, influyendo en los juicios, criterios y
comportamientos que de alguna manera van a proyectar y a moldear la
personalidad y el pensamiento del recluso, así como de los seres más allegados
a él (ya sea esposa, hijos, madre), lo que a su vez se verá reflejado en la
escritura de ambas partes, sea testimonial, de lamento o de acusación.
Por
ello, y partiendo de las diversas situaciones que provocan el texto poético de
tema carcelario (situaciones que concederán una u otra intención al mismo),
propongo otras tipificaciones que se ajustan e incorporan, según mi criterio,
lo anteriormente planteado.
II. Poesía carcelaria escrita
desde la prisión
En
esta poesía se utiliza, por lo general, la primera persona para erigir el texto
poético. El sujeto lírico deja en claro que se encuentra dentro de la prisión y
se expresa desde el dolor, su voz es queja que permite sentir la sumisión de un
individuo que añora la libertad, esa voluntad que le ha sido negada tras la
sentencia, mientras espera recuperar lo perdido tras las verjas. El espacio
carcelario resulta asfixiante, va trastocando la esencia del hombre a quien
sólo le ha sido dado la posibilidad de subsistir en un medio hostil, al cual no
puede renunciar ni evadir, puesto que rígidas leyes lo anclan a esa realidad.
Veamos algunos ejemplos:
VI[3]
¡Oh! ¡Qué grato sería
Libre y feliz sin pesadumbre alguna,
Con la adorada mía
Por la floresta umbría
Vagar al rayo de esta blanca luna!
¡Y a orillas de la fuente
Ver la niña soltar sus trenzas blondas
Al aromado ambiente,
Y el agua transparente
Con su imagen jugar sobre las ondas!
Y no con tanto anhelo,
Harto el herido corazón de quejas
Y amargo desconsuelo,
!un
pedazo de cielo
Ponerme a mendigar desde las rejas!
En
estos versos de Juan Clemente Zenea (1832-1871) puede apreciarse el tono
melancólico, el discurso de un sujeto que implora aquello que añora tener. Hay
un firme y amargo sentimiento de pérdida que moviliza emociones y, así mismo,
la escritura. En las dos primeras estrofas la voz poética enumera, hace una
especie de inventario de lo que juzga como valioso, aunque lejano,
inalcanzable. El sujeto lírico evoca, sueña con lo que no puede poseer, con lo
que adquiere —por ello— un valor para la vida desde el escenario en que se
halla estancado, anhelos que recrean y envuelven pretensiones, desde las más
simples hasta las más capitales: la amada, andar bajo la luz de la luna, la
felicidad.
Ya en
la tercera estrofa se hace alusión a la realidad objetiva. El individuo que se
proyecta a través del texto poético, deja en claro el contexto en que se
desenvuelve su rutina, expresa —desde el lamento— su condición de recluso. Es
posible advertir la intención de mostrar una vivencia, una situación que impele
a suplicar, padecer, todo expresado en un dejo doloroso que permite conocer
—como huella en el tiempo— la historia, un pasaje de vida harto desgarrador
como lo es la pérdida de la libertad, y todos los efectos que esto trae
consigo, repercutiendo en las esferas que conforman la psicología individual
del encarcelado.
Dentro
de esta tipificación podemos citar también la obra —digamos más cercana a
nuestro presente— del poeta Roberto Jesús Quiñones Haces (Cienfuegos, 1957),
subrayando su cuaderno “Los apriscos del alba” [4], publicado
en 2007 por la Editorial Oriente.
Hoy
Hoy me acechan los actos que
añoro
la ciudad cercana
mis hijos
la mujer que amo.
Dolores como péndulos caen
sobre el escarceo del tiempo
manos apretadas detrás de los
barrotes
efímeras como un sol hundido.
Al
igual que en los versos de Zenea, puede advertirse en los de Quiñones Haces la
misma proyección lírica, atendiendo al tono quejumbroso, la nostalgia por
aquello que se ha perdido y que desde la distancia —impuesta por las rejas de
la prisión— no se puede palpar, sentir de manera cercana. La palabra poética
llega en primera persona, lo cual puede asumirse como una certeza irrefutable
de la experiencia, o de lo que se expresa. Nótese como en los primeros versos
se enumera la ciudad, la amada, los hijos, todos como parte de un
vacío/pérdida/anhelo constante que pesa en el sentir del sujeto cautivo. Ya en
los versos finales hay un tránsito del pensamiento que encierra lo perdido y la
esperanza de volver a alcanzarlo, hacia la realidad de un escenario generador
de aflicciones. El escarceo del tiempo, los barrotes, son elementos que sitúan
al lector en el espacio carcelario, en el padecimiento de quien se enuncia a
través del poema.
Otro
rasgo interesante que me interesa señalar dentro de esta tipificación, es que
hasta el momento en que decidí darle cuerpo a esta propuesta, solo he
encontrado voces masculinas que de algún modo se identifican con todo lo
expuesto, señalando entre ellas a Gabriel de la Concepción Valdés “Plácido” (La
Habana, 1809 -1844), José Martí, (La Habana, 1853 - Dos Ríos, 1895), Juan
Ruperto Plutarco Delgado Limendoux (Villa Clara, 1879 - Isla de Pinos, 1928), entre otros.
III. Poesía carcelaria escrita
desde afuera y para el recluso (experiencia indirecta)
A
inicios de la primera mitad del siglo XX, la entonces —aunque ahora olvidada—
prestigiosa poeta, periodista y educadora Emma Pérez Téllez se destaca por
tratar, desde otros matices, la experiencia carcelaria con el libro poemas de la mujer del preso, publicado bajo el sello de Carrasa y Cía,
en 1932. Este cuaderno, concebido no a partir de la perspectiva del reo,
sino desde afuera y para él, desde el distanciamiento y la espera (lo cual
resulta novedoso), ha marcado la poesía carcelaria cubana por abordar este
tópico a partir de una arista diferente, y sirvió de referencia para que años
más tarde llegaran otras voces a enriquecer este universo.
En el
texto que manifiesta el argumento carcelario sin la experiencia directa con
este medio, el discurso lírico se erige desde un «Yo» que dialoga o evoca a un
«Tú» o a un «Él». Esta primera persona que se expresa desde el dolor y el
sentimiento de pérdida por el encarcelamiento del ser querido, deja en claro su
condición de ente libre, pero siempre contrastando con el status de sumisión y cautiverio de la persona amada, ya sea esposo,
hijo o de cualquier otro lazo filial, o por aquella que ha despertado compasión
y/o respeto por su condición carcelaria, así como por sus valores y
convicciones. Reparemos en los siguientes fragmentos de poemas, de cuatro
autoras que apreciamos significativas dentro de esta clasificación, como son
«piedra», de Emma Pérez Téllez (Murcia, España, 1900 - Miami, Florida, 1988),
«Carta confidencial», de Juana Rosa Pita (La Habana, 1939), «La jauría», de
Andrea García Molina (Mayabeque, 1961) y «Se pierden las caricias», de Marcia
Jiménez Arce (Pinar del Río, 1973):
piedra[5]
del lado de acá de los fosos
mis brazos abiertos,
del lado de allá tu agonía
ya confundida con la piedra
bebo a sorbos la sangre de tu
angustia
que me llega en la copa del
viento
—mi afán de acercarme está
enredado
en los dedos negros de las
rejas—
inútiles brazos desnudos
que quieren vencer tanta
piedra
Carta Confidencial[6]
Esta carta que no recibirás
porque no tiene alas
para burlar los muros
porque no tiene peso
más que el sonoro
del canto de los pájaros
porque no tiene un simple
cartero cariñoso
que se atreva a llevártela
a tu celda
dentro de un pan de mayo
(…)
esta carta tan pobre
que pide amor desnuda
dando voces
desde mi oscuro intento
puedes leerla tú también
ahora
bajo la misma luz
desde tu celda
En
ambos poemas puede notarse cómo el sujeto lírico manifiesta su circunstancia de
individuo libre, al tiempo que resalta el estado de reclusión de ese otro que,
en el caso de Pérez Téllez, viene a ser el hombre amado, y en el de Juana Rosa
Pita, otro poeta que ha despertado su devoción, incitándola al diálogo a través
del poema/carta. Considero que esto trae consigo la intención de mostrar, sobre
todo, el martirio, la ansiedad que nace de la espera, y el sentimiento de
inutilidad ante las circunstancias de aislamiento de quien provoca el texto
poético. La libertad de ese sujeto que se pronuncia a través del poema es una
libertad a medias, una entidad fragmentada, situación que no puede gozarse del
todo, debido a que lo que se anhela (desde lo íntimo) y espera (desde lo
humano) del otro, no puede palparse ni disfrutarse pues este se halla
sentenciado tras un muro, una reja, un distanciamiento que no ha de
quebrantarse sino en el tiempo —o por el tiempo.
La
Jauría[7]
Mi
hijo me contempla y yo respiro,
le
han regalado un traje de excluible
le
rasuran el pelo y los bigotes.
Le
han llevado sin mí a un sitio detestable,
como
un zorzal sin canto estrenando una jaula.
Y
yo que cada noche voy a su habitación
y
estiro nuevamente la sábana en su cama
beso
los almohadones,
abrazo
su peluche
y
solo está su falta.
En
García Molina el texto poético concibe un discurso en primera persona que
refiere la vivencia de un hijo, quien es apartado de su madre. Aunque en este
fragmento también puede constatarse la condición de libertad de la voz lírica,
la cual se contrapone al cautiverio de ese sujeto por el que se sufre, conjeturo,
atendiendo a la construcción y al tono del lenguaje, así como por las imágenes
que sustentan al mismo, que en este caso el poema va más allá de la queja o el
señalamiento de un malestar.
Cuando
se expresa: «Le han llevado sin mí a
un sitio detestable, / como un zorzal sin canto estrenando una jaula», advierto, en el primer verso, una forma
clara de protesta: la madre no está de acuerdo, no ha dado su consentimiento,
pero le han arrebatado a su hijo, llevándolo a un sitio que ella misma juzga
despreciable. Ya, en el segundo verso, se establece una analogía entre el hijo
perdido y un ave enjaulada: un ave nunca tiene causa ni culpa para ser puesta
entre rejas, un ave es un animal insignificante ante el poder y la hegemonía de
un otro que prepondera y ejerce su ley. Un ave no puede más que aceptar su
pequeñez, su inevitable derrota ante la grandeza de aquel que puede violentar
su arbitrio.
Se pierden las caricias[8]
¡Qué
caricias las del día
en que
te apresaron!
Como
ratón en trampa,
sin
comprenderlo aún,
tú en
la súbita jaula de dolor.
Ratoncito
al fondo
de un
mecanismo artero,
preso
del terror,
de un
poder interpuesto
entre
tu cuerpo y la urgente
mordedura
de la vida.
Aunque
en este texto de Jiménez Arce la voz poética conversa con un «Tú», que no es
sino el amado, es evidente —al igual que en el poema de Andrea García Molina—
la intención o el sentido de protesta. El hombre a quien se ama es comparado
con un pequeño roedor que no puede evadir su suerte, ante un mecanismo terrible
que lo somete: ese hombre no tiene armas para enfrentar/asimilar/escapar de lo
que en estos versos se ha dado en llamar “poder interpuesto”, una especie de
dominio que alguien ha implantado sin
apelar al consentimiento del oprimido, manteniéndolo cautivo del espanto, sin
encontrar salida o redención. Estas comparaciones de la persona que se ama —y
por la que se sufre— con animales inofensivos, pequeños y sin ardides para
defenderse contra un poder que los supera, es una manera de victimizar, y de
hacer énfasis en lo que se considera injusto. Por todo esto, resulta obvio el
tono de reproche y de censura.
Estas
cuatro poetas, a pesar de que responden a tiempos socioculturales diferentes y
encierran en sus escrituras propuestas estilísticas también diferentes, ahora
desembocan y entrelazan sus materias líricas en un tópico común, y en cuyas
concurrencias palpitan esencias que habrá que seguir escudriñando.
El
hecho de que todas las voces que se insertan dentro de esta clasificación sean
femeninas, es un elemento que subrayamos como cardinal y distintivo.
IV. Poesía carcelaria escrita
desde afuera (testimonio de una experiencia)
El
hombre proyecta un comportamiento en función de la percepción que tenga de su
realidad, comportamiento que se verá reflejado en su propio arte, como una
exteriorización de sus emociones, criterios y también de sus miedos. Es por
ello que una obra es muchas veces resultado de una experiencia —algunas más
desgarradoras que otras—, lo cual le otorgará una relevancia, una intención
desde lo humano, lo psicológico y lo personal, y cuya forma de manifestación
terminará acercándola —o no— a las masas, al universo académico.
Desde
estas conjeturas, aunque apartándome de toda orla política y ciñéndome a la
mirada de esta propuesta, me acerco al poeta y narrador cubano Reinaldo Arenas
(Holguín, 1943 -Nueva York, EE. UU. 1990) y a su poemario «Leprosorio». De este
libro, dividido en tres capítulos, me interesa el último, titulado «Leprosorio
(Éxodo)». Arenas comienza a escribir este cuaderno a mediados de los setenta en
la cárcel, y lo culminó estando fuera de Cuba.[9] Justamente
esta circunstancia de haberlo concluido “estando fuera de Cuba” y, por ende,
también de la prisión, le concede ciertas esencias que vienen a engranarse con
lo que planteo en esta apostilla.
En
este acto de culminación, desde un distanciamiento de la cárcel y de los
martirios vivenciados en ella, el libro adquiere otra connotación, otro
sentido. Ya el propósito fundamental no será la queja, resistir, salvaguardar
el ser de la crudeza de las circunstancias, sino que ahora el sujeto lírico
disertará sobre esas experiencias, expondrá lo que ha visto y vivido, mostrará
—desde sus estados vivenciales— un testimonio que no podrá ser impugnado por
llegar desde una primera persona que (re)afirma en sus evocaciones cada pasaje
que le tocó afrontar. Me detengo en algunos fragmentos de este extenso poema:
(…)[10]
yo he
visto alzarse el machete y abrir de un solo golpe un cráneo rapado, he visto la
estampida a boca de jarro contra un hombre maniatado y amordazado, he visto la
patada en el rostro, el sorpresivo cabillazo en el lomo o la fulminante
puñalada en el vientre (…)
(…)
Yo he
visto, yo he visto.
Yo he
visto a un recluso afilar pacientemente durante meses un pedazo de hierro
extraído (ilegalmente) de su litera. Lo frotaba día y noche contra el piso. Una
tarde, a la hora en que nos sacaban a comer, convocó a todos sus amigos para
que presenciaran su autodegollamiento. Con violencia profesional se cercenó la
garganta.
(…)
Todo
eso lo vi alzando los ojos discretamente y sin dejar de lavar la ropa de los
oficiales.
Cierto,
Jehová no fue testigo de este acontecimiento (ni siquiera el New York Times, su
gerente financiero en la tierra), sino yo, simple preso común, lavandero y
“rehabilitado”. Por lo tanto, no se inquiete: Usted no tiene porqué creerme.
Es
notoria la utilización de la anáfora “yo he visto” en muchas partes del poema,
es como si el sujeto lírico procurara ratificar —sin espacio a la duda— su
posición de testigo, de individuo que es parte y declarante de una experiencia
que en su voz resulta incuestionable. Al mismo tiempo, esta repetición llega
como una forma de la alucinación, del miedo y el pasmo ante lo presenciado, la
voz poética repite una y otra vez “yo he visto” como lo haría un loco, un
obseso, alguien que ha presenciado algo que no conocía o parecía increíble, y
que ahora ha descubierto, dejándolo sumergido en el espanto.
Otra
característica esencial de este discurso es la transgresión de los lindes
poéticos hacia la prosa, el poema muta de una cadencia y ritmo más propio del
verso, a la índole de la narrativa, donde más que cantar, se relata. Es esta,
presumo, la intención que muchas veces prima en este texto: contar —desde la
primera persona, como es característico en el Testimonio— las experiencias de
un individuo sobre acontecimientos violentos que han marcado su vida, y que han
provocado la obra literaria.
Todo
testimonio, examinado al margen de taxonomías políticas, religiosas o de
cualquier otra naturaleza que provoque una descentralización de su plasma
humano y espiritual, es siempre una sugerente exploración sobre los umbrales de
tolerancia y la resiliencia del hombre, como partícipe de una parte de la
realidad y del tiempo que le ha sido dado como existencia. Así, pues,
precisamente desde lo humano y lo literario, valoro este poemario de Reinaldo
Arenas.
V. Poesía carcelaria escrita
desde afuera y sobre el recluso (la celda y el preso como referentes poéticos)
Hasta
aquí había disertado sobre una poesía de tema carcelario que nace a partir de
una experiencia directa o indirecta con la prisión, es decir, aquella que es
escrita por el propio recluso dentro del espacio penal, o por aquellos que
—desde su libertad— padecen por el encarcelamiento de la persona querida.
Habiendo sondeado estos ámbitos, ahora me distancio de los mismos, para
adentrarme en una senda que exhibe puntos opuestos a las anteriores,
esencialmente por no estar motivada o ligada a la experiencia carcelaria.
En
estos páramos encuentro que la voz lírica no necesita la vivencia dentro del
recinto de la prisión, ni experimentar el dolor que llega cuando una persona
cercana es puesta tras las rejas. El preso o la cárcel vienen a ser referentes
del texto poético, pero desde un distanciamiento emocional donde el sujeto
lírico se expresa —por lo general— en tercera persona, y utiliza como pilastras
de su escritura estas situaciones que le causan admiración, o la necesidad de
una mirada crítica desde lo social, quizás desde lo humano.
11[11]
La mujer entró en la cárcel.
¡Que luz dejaban sus pasos!
Tras ella, con seco golpe
recias rejas se cerraron
y el cielo empezó a medirse
por centímetros cuadrados.
—«Salud, camarada», dijo
un fantasma numerado.
Ella levantó su puño
y dobló en escuadra el brazo.
¡El saludo socialista
rebrilló como un relámpago!
¡Qué luz tenía su cabeza!
¡Qué luz lanzaba su mano!
Estos
versos pertenecen al libro Romances y
otros poemas (1932-1940), de Mirta Aguirre; y llaman mi atención pues en
ellos el recluso no es un hombre como se ha podido observar en las apostillas
anteriores, sino que en este caso se trata de una mujer, de una prisionera. En
el texto citado la voz poética muestra una intención de alabanza, la admiración
que le provoca esa fémina cautiva por lo que acá podría considerarse una causa
justa, como lo es la lucha por los ideales, la defensa de las convicciones
morales y sociales. Es este un poema de esencia épica, donde se ennoblece el
coraje de una mujer que ahora rompe esquemas y estereotipos, jugando un rol más
activo en la sociedad y en el tiempo que le ha tocado vivir.
Escoba
amarga[12]
(con comentarios al margen)
La muchacha barre.
(Rubia
barriendo, toma uno.)
Barre y limpia.
Vierte agua en los baños,
sobre el suelo del hospital.
Después lo seca todo.
Un día sí y un día no, viene
la prisionera.
(No viene, la
traen.)
(…)
Las ventanas están abiertas
para que el aire seque el suelo.
Hay quienes no esperan,
caminan sobre el suelo mojado,
enfangan sin piedad,
duplicando, triplicando,
multiplicando el castigo
(…como los panes y los peces…)
Aunque
también se refiere a una reclusa, este texto de Laura Ruiz Montes (Matanzas,
1966) se encuentra a las antípodas —en cuanto a intención— del poema de Mirta
Aguirre. Reparo en él no solo por su naturaleza experimental en lo temático,
sino por sondear —desde lo espacial, al mismo tiempo— dos sitios que resultan
en extremo asfixiantes y demoledores como son la prisión y el hospital; por
estar escrito como si fuera un guion para una escena de algún audiovisual y,
además, porque también dirige su mirada hacia una prisionera.
Acá la
voz lírica describe el trabajo denigrante de la cautiva (denigrante en el
sentido de ser una tarea impuesta), y de ese modo también refiere su tránsito
de una prisión a otra: cárcel y hospital. La primera es el espacio donde se
anula la voluntad del individuo preso, no hay albedrío ni posibilidad de
decidir. La segunda es la prisión del cuerpo, el cual llega a un sanatorio,
convaleciente por dolencias físicas y/o emocionales, y que le mantendrán
sometido en la cama de alguna sala, hasta que dichos padecimientos mejoren,
desaparezcan, o la muerte traiga redención ante el sufrimiento. En el encierro
dentro del recinto hospitalario, impuesto por la enfermedad, el crónico/recluso
mantiene la autonomía de sus voluntades, a pesar de esto, las mismas le resultan
inútiles ante un cuerpo que declina frente a su propia fragilidad.
Mirando
un poco más allá de los barrotes y de los pabellones del hospital, puede
advertirse que cuando se lee: «La muchacha barre. / (Rubia barriendo, toma
uno.)», pareciera que se trata de un guion o documento de producción
cinematográfica, que se divide en secuencias o escenas, y describe las acciones
que se producen en relación al personaje. Sin embargo, todo guion implica una
fabulación o conocimiento previo sobre lo que acontecerá, entonces, ya en el
imaginario de ese “guionista”, la reclusa estaba sentenciada, esta mujer —como
personaje— llegó al poema/guion condenada, lo cual le otorga un carácter mucho
más aplastante, incluso morboso a este texto.
En
este poema se tensiona la visión sobre el preso, la cual es expuesta y llevada
a un punto donde se redimensiona por el hecho de tratarse de una mujer y, sobre
todo, resulta casi imperioso reflexionar sobre la condición humana desde ambas
posiciones: la del sometido y la de quien somete.
Réquiem[13]
Las
sombras están entrando en las rejas de la celda. Juan Clemente Zenea levanta
los ojos a lo alto al mismo Dios que el Capitán General Valmaseda. La cinta de
la bahía golpea con cruces salobres el cantil, chirría encima de las cureñas.
Agosto trae peces y espejos, ramas quebradas de ciprés. Los soldados arrastran
a Zenea a los fosos sobre el sur. La pesadumbre
ha caído en su corazón. Desfilan ante él los fantasmas, ve a lo lejos a
Fidelia, los anillos y tarjetas de Adelaida. Los fusileros disparan a su cuerpo
que no existe. Agosto de San Carlos de la Cabaña trae peces y espejos, ramas
quebradas de ciprés.
Como
puede apreciarse en los versos anteriores de Pedro Llanes (Placetas, 1962), se
ha construido el poema desde la evocación —que también puede ser admiración— a
una voz destacada dentro de la poesía cubana. El sujeto lírico se expresa en
tercera persona, y rememora el encarcelamiento y fusilamiento de Juan Clemente
Zenea, que tuvieron lugar en los fosos
de La Cabaña, en 1871. A
diferencia del poema de Ruiz Montes, acá se puede palpar un sentimiento de
melancolía ante las memorias de un suceso que aún palpitan en esta prosa, y que
de esta manera trae hasta el presente la figura de quien se recuerda. En estos
tres poemas antes citados, se escribe sobre un «Él» o una «Ella», aunque la intención en cada uno toma senderos divergentes.
VI. Poesía carcelaria escrita
desde afuera y sobre la esposa o amante del reo (una nueva mirada)
Hasta
este momento había disertado sobre la poesía de tópico carcelario que toma al
reo y al espacio carcelario como pretextos para la escritura, la cual mostrará
una intención de acuerdo a las circunstancias en que fue concebida. Sin
embargo, en su poema «1», del libro Romances
y otros poemas (1932-1940), Mirta Aguirre se aleja de estas miradas y ya no
se centra en el recluso, sino que sus disertaciones están dirigidas hacia la
esposa del mismo:
1[14]
La mujer del líder preso
va con luz diurna a la cárcel.
¡Dolor de estar libre el cuerpo
mientras el alma está en rejas!
(…)
La mujer —carne dolida—
va con luz diurna a la cárcel.
Mujer de líder rebelde…
¡Surco de angustia constante!
Tras
leer estos fragmentos, es posible advertir un discurso que encuentra su eje en
la esposa que visita a su hombre en la cárcel, la cual padece y aguarda por la
libertad del cónyuge, siendo esta —quizás— una posición/actitud más pasiva, más
“socialmente aceptada” y esperada para una mujer que cumple con este rol. Se
hace énfasis en el sufrimiento que genera el encarcelamiento del hombre amado,
sufrimiento que es al mismo tiempo una forma de sumisión de esta mujer ante las
circunstancias.
Luego,
al tropezar con el poema «Pabellón», de Reina María Rodríguez (La Habana,
1952), resulta ineludible repensar todo lo expuesto:
Pabellón[15]
Las
mujeres solo se conforman con ese dinero del pabellón. Se conforman con el
preso, la prueba vaginal, la pomada protectora contra el herpes. Las mujeres
solo llevan blusas de encaje a la prisión y tacones en los pies manchados de
fango. Tienen las uñas negras que no es carbón. Tiene las cejas arqueadas por
la incredulidad. Van y vienen del pabellón. Se desnudan, se dejan revisar,
sostienen las monedas con la pelvis. Las mujeres solas llevan sus cuerpos a
prisión y allí, se regeneran.
Aunque
es especialmente interesante el hecho de que en el discurso de ambos textos ya
no es el reo, ni la prisión lo que ha provocado la escritura, en estos versos
de Reina María ahora acapara la atención esa amante que llega hasta los
pabellones de la cárcel para dar placer al recluso, lo cual valoramos como una
nueva exploración sobre el tema de la poesía de tema carcelario; exploración
—desde lo escatológico— que se aleja del propio convicto, para
escrutar/descubrir a esas visitantes sexuales que quizás siempre estuvieron,
pero que antes no fueron tomadas en cuenta.
Cuando
en el poema se lee: «Las mujeres solo se conforman con ese dinero del pabellón.
Se conforman con el preso, la prueba vaginal, la pomada protectora contra el
herpes.», es posible imaginar a unas mujeres sin pretensiones ni aspiraciones,
resignadas ante la rutina, mujeres de pocos escrúpulos y escasos recursos,
mujeres que buscan sobrevivir al presente por cualquier medio posible; sin otra
alternativa que venderse por algo de dinero a la “escoria de la sociedad”, a
esos presos siempre tan necesitados de hembra y que aceptarían “una cualquiera”
para satisfacer sus necesidades de hombres solos.
Desde
estas observaciones, percibo la intención de señalar lo decadente, lo sucio,
aquello que se tiende a ignorar/olvidar/silenciar, y que es —o podría ser—
parte de toda sociedad. Hay un asomo a ese lado oscuro, casi siempre oculto
tras las apariencias: se desenfoca al recluso para dirigir el ojo poético hacia
otros bordes. Es en este sentido que se distancian el texto de Aguirre y el de
Reina María, pues la manera en que esta última hurga en lo escatológico no es
muy frecuente —o casi nada— en la poesía femenina cubana, o al menos no lo eran
en el momento en que se escribió/publicó el cuaderno donde se puede leer esta
prosa poética.
«Pabellón»
es, entonces, un texto que propone un atisbo fresco y auténtico en relación a
la poesía que aborda lo carcelario, puesto que cambia la visión e intención del
sujeto lírico: no habla del preso, aunque sí de su amante y de lo que esta va a
hacer en los pabellones; no hay dolor, ni queja, ni angustia, ni protesta por
el encarcelado o del encarcelado, tampoco consternación, ni ansiedad de la
mujer que sufre y espera por el preso. Ahora se pone al descubierto una
realidad apenas cantada en poemas, una zona menos digna de ser “poetizada”
quizás por estar distante de lo que se percibe y entiende por bello ante los
ojos de la poesía.
VII. La luz en el brocal (un
leve atisbo dentro de las celdas)
Hasta
aquí he expuesto diversas consideraciones que permiten comprender —al menos un
poco— el comportamiento de la poesía carcelaria escrita por algunos autores
cubanos. Este comportamiento siempre estará permeado por las circunstancias en
que fue pensado y llevado a cabo el acto de la escritura, y desde las cuales el
texto se impregnará de una intención, cuya esencia no será solo humana y
literaria, sino también histórica. Siendo que esta temática ha sido, aún hasta
este instante, apenas —o nada— tratada por críticos y ensayistas de la Isla,
conjeturo que esta es solo una pequeña mirada a un universo de enormes
proporciones, una hebra de luz que pretende desafiar a las sombras, dentro de
todas esas celdas desperdigadas en los poemas de nuestra historia literaria, y
que guardan tras los barrotes misterios y maravillas que quedan por descubrir
todavía.
[1] Cfr. Raydel
Araoz: Las praderas sumergidas,
Editorial Letras Cubanas, La Habana, 2015, p. 36.
[2]Cfr. Ana Casado Fernández: Escritura entre rejas: literatura carcelaria
cubana del siglo XX, Memoria para
optar al grado de Doctora, Madrid, 2015.
[3] Cfr. Salvador
Arias: Las costas ignoradas. Poesía de
Juan Clemente Zenea, Editorial Letras Cubanas, La Habana, 2010, pp.
122-124.
[4] Versión corregida y ampliada de su
poemario Escrito desde la cárcel, Ediciones Vitral, 2001. Gran Premio de
Poesía Vitral, en ese mismo año.
[5] Cfr. Emma
Pérez Téllez: poemas de la mujer del
preso, Sello Carrasa y Cía, Cuba, 1932.
[6] Cfr. Juana
Rosa Pita: Mar entre rejas, Ediciones
Solar, Washington, 1977, pp. 38-39.
[7] Cfr. Andrea García Molina: La jauría, Editorial Montecallado, Mayabeque, 2016, pp. 49-50.
[8] Cfr. Marcia Jiménez Arce: Mujer en gris, Editorial Cauce, Pinar
del Río, 2013, p. 23.
[9] Cfr. Dorita
Nouhaud: Un desangramiento frenético, Leprosorio de
Reinaldo Arenas, Lira: Laboratoire interdisciplinaire de recherchesur les
amériques, Francia, 2010.
[10] Cfr. Reinaldo
Arenas: “Leprosorio (Éxodo)”, en Inferno
(poesía completa), Editorial Lumen, Barcelona, 2001, pp. 137-172.
[11] Cfr. Denia
García y Virgilio López Lemus: Poesía de
Mirta Aguirre, Editorial Letras Cubanas, La Habana, 2008, p. 175.
[12] Cfr. Laura Ruiz Montes: Otro retorno al país natal, Ediciones
Matanzas, Matanzas, 2014, pp. 31-32.
[13] Cfr. Pedro
Llanes: Agua fuerte casi sin luz,
Ediciones Unión, La Habana, 2013, p. 195.
[14] Cfr. Denia
García y Virgilio López Lemus: Poesía de
Mirta Aguirre, Editorial Letras Cubanas, La Habana, 2008, p. 167.
[15] Cfr. Reina
María Rodríguez: Bosque negro,
Ediciones Unión, La Habana, 2013, p. 61.
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